ALICIA MÁS ALLÁ DEL ESPEJO
Turismo de guerra en las Islas Malvinas
Alicia ya había atravesado la superficie del espejo incontables veces. Había penetrado el pozo que conducía a ese maldito País de las Maravillas, ida y vuelta, hasta el hartazgo. Estaba saciada de las locuras de la Reina de Corazones, los manoseos del Rey, y los ‘viajes’ del Conejo Volado, con su paraguas y bolsillos repletos de cápsulas de LSD y polvos de setas alucinógenas. Cualquier lado del espejo ya le daba a lo mismo. La vida había perdido su carga quimérica. La eterna niña no sabía en qué viaje meterse. El encanto de los cuentos de hadas carecía ya de sabor; el hechizo se desvanecía.
Mientras el mundo progresaba, según lo que leía en los diarios, Alicia había quedado casi igual. A 150 años de su nacimiento, mantenía un cuerpo juvenil en una figura de película, estilo inglés por supuesto, más una mente infantil y aún curiosa, y una manera de ser que traspasaba el tiempo. Había reunido un botiquín de mágicos polvos y pomadas, no sólo para cambiarse de tamaño, sino de edad, color, e incluso década. Sólo le faltaba el ingrediente para variar de sexo. Era capaz de producirse como le daba la gana y lo hacía con bastante frecuencia.
Pero, a pesar de su fértil imaginación y desenfrenadas ganas, hubo momentos en que se sintió frustrada, atrapada en aquel cautivante cuerpo. Imagínense, 150 años y ningún novio que valiera la pena, ninguna relación duradera, y tan pocos miembros que duraran lo suficiente, sólo aquellos que se hacían polvo en la mano… ¡De qué valían todos sus poderes, todas sus experiencias con la realeza del más allá y su banda de criaturas de cartón! Seguía virgen a pesar de todas sus aventuras.
En aquel pueblito británico del Sr. Dodgson que orillaba el río Cherwell, no había muchas oportunidades. La Inglaterra rural de la segunda mitad del siglo XX no ofrecía mayores expectativas a una joven señorita con las ambiciones de Alicia. Dodgson le había enseñado todo lo que pudo, respecto de sus fantasías escritas e incluso de las que aún no escribía.
Añoraba al viejo con todas sus mañas. Le había enseñado mucho de tantas cosas. A veces pensaba que era una lástima no tener una máquina de fotos más ágil que la cámara oscura desarrollada por Dodgson, para poder documentar los vericuetos de su vida.
Inquieta, daba vueltas en el living de la cómoda casa donde aún vivía con su mamá, sus hermanas Lorina y Edith, y su gata Dinah. Seguía sintiendo esa picazón existencial que anunciaba un viaje. Cuando no podía más con una vida catastróficamente chata, se tiraba al pozo para ver si los locos del otro lado del espejo habían inventado algo novedoso para sacarla de su estancamiento.
Pensó en buscar el frasco del líquido mágico y tomarse un buen trago. Sabía que no iba a sentir una gran sensación al achicarse, y que en un sólo parpadeo podría reducirse al tamaño del envase mismo. No tenía de qué preocuparse pues, por suerte, nunca perdía las perfectas proporciones de su simétrico cuerpo.
Todavía no tenía un motivo preciso para emprender el viaje, y se consideraba una joven seria, que no hacía las cosas a la loca. En todo caso, los paseos por el túnel siempre le provocaban sensaciones, aunque no todas agradables. Pero, sentirse mal es mejor que no sentir nada, pensó Alicia, aburrida. Lástima que su entrometida mente no se conformaba sólo con pensar; también la aplastaba con la misma ininterrumpible intensidad. Pobre Alicia, últimamente ni los masajes de la lujuriosa Duquesa la aliviaban. Solía volver a su casa irritada, molesta; el cambio de pozo no la estaba llevando a ninguna parte
Para distraerse un poco, tomó el diario. El titular de un aviso en el Barnstaple Clarion captó, por un instante, su volátil atención: “Sea Ud. Criador de Carneros en las Antípodas”. Alicia había estado en Antibes el verano pasado, bañándose en ‘topless’, para el goce de los demás bañistas, con la Liebre de Marzo que practicaba sus travesuras el año entero. No como sus pares que sólo enloquecían en el primaveral mes de marzo.
A Alicia le divertía su compañía y su empeño. Siempre en la búsqueda de nuevos estimulantes y estupefacientes. “¡Si las Antípodas son como Antibes, no gracias!” gruñó Alicia, en voz baja. Trataba de mantener un velo de racionalidad frente a su madre que ya estaba lo suficientemente alarmada por la conducta de su errática hija.
Buscó ‘Antípodas’ en el diccionario y la lejanía que implicaba el término, la hechizó. Mandó una carta a la casilla de correo que salía en el aviso. En pocos días recibió un folleto que explicaba cómo era eso de viajar gratis al fin del mundo. Creía que ya sabía todo lo que podía saber sobre lo irreal, pero al leer el papelito prolijo y profesional, se entusiasmó con la idea de irse a las Falkland Islands. 1500 hombres, 300 mujeres y 150.000 ovinos. ¡Qué buen cambio con Barnstaple donde se encontraba con, por lo menos, 150 mujeres de siete vidas cada una, siempre y cuando no fueran brujas directamente, 300 hombres – por lo menos legalmente– y apenas una docena de ovejas.
Nuestra aventurera calculó, que descontando un centenar de tipos que ya habían consumido su pasión con las ovejitas, además de algunas docenas que se entretenían entre sí quedaban por lo menos cuatro hombres por cada mujer. El nivel de insatisfacción masculina era obvio. Sus fantasías, estimuladas por tantas visitas al País de las Maravillas, en conjunto con los paseos por el otro lado del espejo de la habitación de Dodgson, la indujeron a un profundo sueño, cosa que rara vez le pasaba a esas alturas de su extraña y perpetua adolescencia.
Despertó con la idea de que sólo la Liebre de Marzo podría ayudarla en esta loca aventura. “Tengo que ser capaz de desaparecer de aquí, para luego aparecer en el buque que lleva a las personas que quieren ser criadores de carneros y afines, cerca de las montañas de hielo que demarcan el Polo Sur”. Pensó.
“Menos mal que no soy friolenta”, reflexionó Alicia, mientras daba rienda suelta a su fértil y desprejuiciada imaginación, que era capaz de derretir hasta la más frígida del pueblo. Cuando resolvió los asuntos climáticos, se puso a pensar en el ajuar que llevaría para el peregrinaje al paraíso de los pingüinos. Quería verse preciosa; irresistible, pero no tenía muy claro cómo lograr un ‘look’ ad hoc.
Alicia se acordaba de un sueño recurrente en el que se encontraba en albas otoñales, haciendo el amor con un pingüino esbelto y joven que se quitaba su negro y brillante frac antes de saltar con aletas extendidas a una cama de pluma de pelícano. “Tal vez es el presagio de un encuentro real con este simpático caballero de corto vuelo que me ha suministrado tantas noches de alegría antártica”, pensaba, llena de ilusión.
“Necesito una reunión urgente con la Liebre de Marzo”. Dijo, decidida y de inmediato se dirigió al clóset, donde su mamá guardaba los remedios, a buscar alguna nueva marca de tranquilizantes. “Con esto, lo pondré de un excelente humor y así, seguro que me va a acompañar,” pensó la joven. La Liebre de Marzo no tenía ningunas ganas de encontrarse con Alicia en la inhóspita campiña inglesa, por lo cual, nuestra amiga tuvo que hacer un repentino e inmediato viaje al País de las Maravillas, esa especie de Disneylandia para dementes inventada por su simpático y perverso vecino.
Tomó una dosis de gotas rojizas y de pronto se encontró en ese efímero edén donde las locuras bordeaban lo salubre. Vio a la Liebre de Marzo bajo un olmo, con sus ojillos rojos girando concéntricamente, y se sentó al lado a esperar su retorno a una realidad compatible. “Tal vez te acompañe,” gritó el Conejo Cósmico, all ver las cápsulas nuevas, extraídas del botiquín de la madre de su amiga.
“Sabes, perdí mi reloj y tengo el bolsillo de mi chaleco vacío. Es hora de irnos; te esconderé en el bolsillo y nos subiremos juntos al barco. Total, nadie va a molestar a un animalito, si parezco peluche… Mientras que tú, con esas curvas atraerás la atención y quien sabe qué más, aunque achicada al tamaño de una zanahoria, no habrá problema alguno. Así, lograremos embarcarnos”. Y la Liebre tragó un par de cápsulas y comenzó a disfrutar la nueva sensación.
Quedaron en encontrarse una hora antes de la partida del transatlántico, navío que llevaría a Alicia al otro lado del Ecuador, dejando atrás el Trópico de Capricornio, para luego conducirla a una tierra de algas y ensueños alados.
Armó su maleta, aunque no estaba muy convencida de llevarla porque temía que ésta nooe todas formas, cci se achicaría junto con ella al tomar el elixir reductor. De todas formas, juntó lo imprescindible para un viaje de tal envergadura y algunas cosas más, desde anteojos de sol hasta Tampax. Decidió dejar a su mamá una nota de despedida: “Mamita, el destino me lleva a las Antípodas – chau, tu hija, Alicia”. La dobló y la puso debajo de su almohada.
La reducida Alicia se metió al bolsillo del elegante conejote; sentía náuseas al darse cuenta de que el buque ya estaba en alta mar. Entre los dos decidieron que Alicia conservaría su estado amenguado hasta la llegada para no consumir tanta comida. La Liebre de Marzo había llevado una docena de huevos de Pascua, pintados de rosa y violeta con estrellitas fluorescentes y un pastel de cuervos que le había afanado al Rey de Corazones. Tenían un cuervo, preparado exquisitamente en escabeche, para cada uno de los días de la larga travesía y también medio huevo diario. Alicia tenía antojo de Bananitas Dolca y un fuerte capuchino para el desayuno, pero tuvo que quedarse con las ganas. Se sentía como un soldado en economía de guerra, cumpliendo con todos los requisitos de la situación.
Durante el viaje, se quedaron escondidos en un bote salvavidas. En el día, Alicia en miniatura se metía al lado de una costura de la lona protectora que cubría la lancha y, totalmente desnuda, tomaba sol. “¡Estos kelpers no saben lo que les espera!” repetía todo el tiempo, mientras que toda su piel se bronceaba armoniosamente. “Voy a llegar con pinta de negra.” La Liebre de Marzo, entre calmantes y cannabis, tuvo un viaje de lo más relajado.
Los Kelpers eran esos toscos isleños que apenas tenían unos tantos corderitos para satisfacer sus solitarios apetitos carnales. Les faltaba ese estilo afrancesado de los pingüinos de sus fantasías. Ella les daba características de hombres-sirenas, masculinizados sólo donde hacía falta, y se imaginaba rodando con ellos en campos helados, disfrutando sus órganos eternamente rígidos, congelados en continúa erección. Los kelpers, eran de carne y hueso y satisfacerlos era como una obligación que cada inglesa debía a su reina; así, por lo menos, lo pensó nuestra Alicia.
A medida que avanzaba el frío y el viento, los baños de sol se fueron interrumpiendo. Alicia hibernó pegada al conejo, cuya peluda panza servía de almohada perfecta. Una madrugada se despertó con una extraña sensación de quietud. ¡Llegamos!, pensó. Miró su reloj y observó que era el primero de abril de 1982. April Fool´s Day! “¡Justo el día para emprender mi nueva vida! Vamos a ver quién es el tonto este primero de abril!”
Una multitud de imágenes llenaba la pantalla de su cerebro. Eran imágenes sanas, cuerdas, sin locuras ni extravagancias. Veía una nueva Alicia, una Juana de Arco cuya llama derretiría la débil carne de los kelpers. Había imaginado el encuentro con su Príncipe Azul montado sobre un caballo –o carnero– blanco, un hermoso hogar campestre (cerca, por supuesto, de la cancha de golf de Goose Green) y una docenita de kelpercitos y kelpercitas, todos alrededor de la chimenea, cantando a coro las coplas de los Beatles.
La Liebre de Marzo debía buscar el momento apropiado para desembarcarse. Las raciones habían alcanzado justo. Alicia juró que nunca más comería cuervo en escabeche y si le tocaba comer huevos sería de a pares, y en otras circunstancias. Pasó el día reclamando. Cuando bajó el sol, decidieron trepar a la cubierta y escaparse. En tierra, corría un viento frío que le sacaba a Alicia todos sus apetitos: ¡qué pingüino, qué kelper! Añoraba su frazada eléctrica rosada y su peludo panda.
Avanzaron igual. Se metieron en el edificio más grande que encontraron en la pequeña aldea. Alicia empezó a dudar de la cordura de su decisión y con lágrimas ya convertidas en hielo durmió en el bolsillo de su congelado compañero, a estas alturas, su nido.
Alicia se despertó temprano. El clima de April Fool´s Day reinaba en la fértil imaginación de la joven y trataba de pensar qué tipo de chistes se acostumbraba contar en esta lejana isla. Su conejo protector seguía durmiendo; soñando con mejores momentos. Sus ojos rojos daban vueltas como la rueda de una ruleta. “¡Qué daría por una taza de chocolate caliente y tostadas con mantequilla y mermelada!”. Pensaba, cuando empezó a escuchar voces y pasos de hombres acercándose a su escondite.
Las palabras parecían iguales a las de costumbre. ¡Los kelpers hablaban inglés, qué buenas noticias! Entró un hombre rudo, gritando: “¡Nos invaden! ¡Nos invaden los argies!” Había mucho ruido; sillas raspando el piso de madera dura y hombres tratando de ubicarse frente a la escalofriante novedad.
“¡April Fools! ¡April Fools!” exclamó la misma voz. “¿Cómo van a invadirnos esos muertos de hambre?” Todos rieron a carcajadas y retornaron a la calma.
“¿Qué tipo de bestia es un ‘argie’?” Alicia se preguntó, intrigada por la amenaza de nuevas aventuras. Trató de recordar todos esos bichos tan extraños que había conocido en el País de las Maravillas, ahora tan lejos. Se acordaba del ‘aardvark’, una especie de cerdo hormiguero, tema de breve duración en sus clases de zoología, y esperaba que un ‘argie’ fuera más simpático que un chancho que comía insectos. Nadie le había alertado sobre el peligro de los ‘argies’. “Tengo que preguntarle a la Liebre de Marzo”, decidió Alicia. “¿Cuándo va a despertarse este dormilón demente?”
Alicia intentó imaginar qué diablos iba a hacer en esta isla de hombres con sentido de humor tan primario. “Temo que he cometido un grave error.” Era ya cerca del mediodía cuando la Liebre se dignó a despertar. Los hombres, que sumaban casi una docena, habían ido a sus casas para almorzar. Alicia y el conejo aprovecharon su ausencia para husmear en los cajones de los muebles, donde lograron encontrar algunas galletas ‘Saltines’. Encima de una mesa, había una tetera con un té asqueroso, pero todavía tibio.
Alicia estaba un poco nerviosa. “Si me agrando, ¿cómo voy a integrarme a esta sociedad casi exclusivamente masculina? ¿Cómo explico mi insólita llegada? ¿Qué hago con mi fiel amigo? Temo que va a ser difícil salvarlo de la olla.
La Liebre se levantó de un salto. “Voy a llegar tarde”, dijo. “¿Qué hago?”
“¿De qué hablas?” preguntó Alicia.
“Estoy atrasado para el té de la Reina de Corazones. Me va a cortar la cabeza. Este maldito té me hizo recordar. ¿Qué hago? ¿Qué hago?” suplicó, casi llorando con verdadera desesperación.
Su voz de alarma no inspiró ninguna confianza en Alicia. “De aquí, salgo solo o no salgo”, pensó. “¿Por qué no tomas el buque de vuelta?” Le aconsejó Alicia.
“Demora demasiado en llegar”, contestó la desafortunada Liebre.
“¡Basta!” gritó Alicia, con su delicada voz de mando. “Vamos a investigar afuera; quiero encontrar a mi príncipe encantado.” Se le había olvidado que la hechizada era ella. En todo caso, su nivel de esperanzas estaba mucho más bajo que cuando había llegado a la isla.
Salieron, bajo un sol resplandeciente, aunque casi se elevaron del suelo con la fuerza de un viento brutal. No había nadie a la vista en el pueblito de Port Stanley. Alicia se dio cuenta del nombre del lugar por el cartel con letras negras de la oficina del correo, frente a sus ojos.
“Vamos al campo. Tal vez encuentre un hacendado a quien pueda embrujar”, exclamó, tratando de levantar su frágil espíritu. La Liebre ya había tomado un par de tranquilizantes y estaba pasándolo estupendo.
“¡Vamos!” respondió con una voz empalagosa, como si estuviera hablando de lejos.
Dieron una vuelta y no se toparon con nadie, ni siquiera un perro. El sol bajó temprano. “Estas son las cosas que suceden cuando uno está cerca del fin del mundo”, pensó Alicia. Volvieron al escondite, y se dieron cuenta de que era el despacho del Gobernador de las islas, entre otras cosas. El mandatario reinaba sobre las Islas Falklands, Georgias y Sándwich del Sur, ¡que paquete de mierda! reflexionó, no acostumbrada a expresarse en estos términos. Creía que las circunstancias merecían un relajo en su vocabulario.
Buscaron más comida, hasta que devoraron una cena de Scotch, su primer trago de whisky, y ‘shortbread’, esas galletitas dulces tan inglesas, evidentemente cocinadas por una de las pocas dueñas de casa del pueblo. Así aliviaban un poco la angustia.
La Liebre se había olvidado de la tertulia de la Reina de Corazones, pero no tenía muchas ganas de quedarse. Alicia extrañaba a su mamá y a su gata Dinah. Decidieron que en la mañana abordarían el buque y volverían a Inglaterra. Al alba, Alicia se despertó con el ruido de unos rifles. “¿Qué pasa ahora?” pensó. Por la calle escuchó el clamor de la gente.
“¡Los argies!” “¡Los argies!” “¡Nos invaden!” gritaban distintas voces masculinas.
“¡Pero, qué pesados!” reaccionó Alicia. “Aquí creen que todos los días son April Fool´s Day. Qué páramo este lugar, detesto a los tontos kelpers”.
La puerta del escondite se abrió de repente y entró un hombre urgido. Corrió a un clóset y sacó un elegante disfraz, tipo teatro de Mayfair de segunda. Alicia no entendía nada. “Hoy es con trajes teatrales; por lo menos, es más gracioso.” El señor, sesentón, buen mozo, parecía ponerse el uniforme de un oficial occidental de alguna opereta de Gilbert & Sullivan; hasta con un sombrero alargado con juguetones adornos de oro. Vestido así, el personaje salió corriendo, a meterse en quién sabe qué.
“Espero alcanzar a conocer un ‘argie’. Deben ser criaturas deliciosas si son capaces de causar tanta conmoción entre estos flemáticos isleños.” Alicia quería salir y seguir al hombre, pero no era el momento apropiado y tal vez perdería el buque. No tenía una idea clara de cuando zarparía. La intriga del instante la impulsó a reflexionar. Escuchó mucho ruido afuera. Tiro tras tiro retumbaban en lo que había sido un ambiente tan pacífico.
“Tal vez son más puntudos de lo que había imaginado.” Alicia estaba a punto de cambiar de idea y quedarse entre ellos. Antes de que pudiera terminar de elaborar su estrategia, la puerta se abrió de golpe y entró una manada de hombres vestidos como guerrilleros, con granadas y metralletas. Parecía estar viendo un noticiero de Irlanda del Norte o Palestina. ¿Qué estaba pasando en este pequeño paraíso británico al fin del mundo? El pobre señor del disfraz volvió caminando tristemente, cabizbajo, delante de los ‘malos’. Los intrusos hablaban una lengua que Alicia no reconocía. Ni en el País de las Maravillas había escuchaba tal idioma.
A Alicia se le ocurrió una idea. Tenían que ser los ‘argies’ y habían invadido la capital de las Falkland Islands. “¿Por qué?” se preguntó, incrédula. “¿Quiénes serían tan locos como para querer ocupar este pedazo de tierra tan inhóspita?” Alicia estiraba su imaginación a los límites de su alcance, pero permaneció atónita. No podía dilucidar las sutilezas de la geopolítica internacional ni la autodeterminación de los pueblos; ni siquiera el alcance de los derechos humanos, en un caso así.
Se acordaba aún de algunos de los términos más álgidos de su curso de ‘Current Affairs’, aquellas incógnitas que gobernaban el buen andar del globo. Rechazó las implicancias por irrelevantes y empezó a mirar los ‘argies’ con ojos de mujer, bueno, de casi mujer. Parecían tan oscuros, como los afganis de Islington. ¿Habrán acaso venido desde el lejano y montañoso Oriente? No, evidentemente sentían más frío que ella. Temblaban como espantapájaros en el viento.
“Yo creo que nosotros debemos irnos de aquí. Pero como el buque difícilmente va a partir hoy, creo que es el momento de hacer un poco de mini turismo y encontrar un rincón tranquilo hasta que las hostilidades se aclaren y se calmen.” Dijo el conejo, menos dopado que de costumbre. Alicia, haciendo un veloz análisis político de la situación, compartió su evaluación con la Liebre de Marzo
Decidieron hacer un tour por la campiña cercana y salieron en medio de toda la confusión. La situación estaba tan tensa que nadie registró el paso de una elegante liebre vestida con chaleco de tres botones. Llegaron a las afueras de la aldea donde empezaban las rústicas praderas repletas de ovejas. Alicia decidió hacerse grande, enorme, para poder cubrir una mayor distancia rápidamente. Así, ‘gigante’ llegó a correr un kilómetro y medio en menos de un minuto, dando pasos de siete metros. La liebre se sentía feliz de ser, por una vez, el pasajero anidado debajo del brazo de la ágil Alicia.
En el camino encontraron un agradable campo, con una casa típica del lugar. Se redujeron de nuevo y entraron al living-comedor, donde había restos de desayuno. Comieron todo con gusto y durmieron durante el resto del día, bien escondidos en el granero. Así pasaron varias semanas, yendo de granja en granja, escuchando a lo lejos los rumores de la batalla. Vieron en la distancia pequeños grupos de tropas en movimiento pero evitaron todo contacto directo con los isleños y sus invasores. A Alicia, todo esto le parecía una farsa tan ridícula. No veía el momento de volver a su hogar, a su mamá y a su gata.
Todo daba para pensar que los ‘argies’ iban a ganar. Alicia no sabía cómo escaparse de los oscuros troperos que seguían apareciendo en la isla. No podía concebir ningún plan para salvarse y la Liebre comenzaba a ponerse cada vez más irritable. Había liquidado su stock de tranquilizantes y necesitaba algo para calmar sus nervios que estaban de punta. Descubrieron unos somníferos en una de las casas y por lo menos tenía con qué dormir.
Pero el panorama se tornaba desagradable. Después de una noche de buen dormir, Alicia decidió volver al bolsillo de la Liebre de Marzo porque se había cansado demasiado. Había trotado más de setenta kilómetros ese día en dirección a los aviones británicos en busca de algún grupo de soldados ingleses, sin éxito. Pero, como suele suceder en los cuentos de hadas, la suerte cambió.
A poca distancia vieron aparecer a un helicóptero, que luego bajó a tierra. Mientras ellos se acercaban, bajaron dos hombres. Alicia quería ver si eran ingleses o no. La Liebre se puso debajo de un arbusto, a pocos metros. Uno de los hombres, que estaba hablando, gracias a Díos, en inglés, se dio vuelta. Elegantemente vestido de camuflaje, se veía muy guapo, pensó Alicia, al verlo acercarse al arbusto donde ella y la Liebre se escondían. Al llegar, empezó a orinar justo encima de la planta que los protegía, bañando al pobre conejo.
Alicia miró hacia arriba para ver de donde venía el diluvio. Pegó un grito, pero su pequeña voz no se escuchaba más allá del oído de su compañero: “¡Príncipe Andrew! ¡Príncipe Andrew!”. La Liebre la miró asombrada.
“Oye, ¡Es el Príncipe! Me hago grande enseguida para saludarlo.” En menos de un instante, Alicia emergió en todo su esplendor adolescente-tardío desde su escondite, gritando: “Prince Andrew, Prince Andrew, Andy Pandy…” Alicia sentía que las circunstancias le permitían ejercer cierto grado de intimidad.
“¿Qué tenemos aquí?”, preguntó el soldado con su bragueta todavía abierta y ampliamente ocupada. “Yo no soy ningún príncipe. Soy un sencillo piloto de la RAF, nada más”.
“Vaya, después de lo que me contó mi prima Sally, la que trabaja en Soho, no hay ninguna duda. ¡De esos no hay dos iguales!” exclamó la excitadísima Alicia.
“¿De qué hablas, loquita?” le contestó el militar, curioso.
“¡De ésel!” Alicia señalaba al lánguido miembro que todavía colgaba al aire libre.
“¿Qué?” El guapo no entendía nada. “Qué plomazo”, pensó Alicia, hasta los príncipes son pesados. ¿Donde iba a encontrar un macho como la gente?
Tuvo que explicárselo todo al imbécil de príncipe. “Vi el tatú del león gordo, que se pone todo flaco cuando…” y Alicia no seguía la descripción que su prima le había trasmitido unos meses atrás. No imaginaba que hubiera otro más que Randy Andy con un pene tatuado de tal símbolo imperial.
“¿Y qué haces aquí, pequeña provinciana?” preguntó el Príncipe, cuya íntima identidad –que los servicios habían puesto tanto empeño en guardar– era revelada ante una bella casi durmiente. Se reía solo, su secreto era descubierto en plena estepa malvinense.
“Yo soy Alicia, su Majestad. Me cansé de pasar mis ‘holidays’ en el País de las Maravillas y vine con mi compañero, la Liebre de Marzo, para conocer las Antípodas. Ya estuve en Antibes la temporada pasada, pero aquí es demasiado distinto y quiero volver a casa.”
“No te puedo llevar conmigo”. ¿Qué voy a decir cuando llegue a la cubierta del portaviones con una señorita tan bien proporcionada y una liebre vestida de circo?, le respondió el Príncipe, con una semi sonrisa.
“Me reduzco y nos metemos en tu bolsillo. Nadie tiene que saber nada. Yo como poco, practico la dieta Scarsdale, y la Liebre con unos cuantos tranquilizantes, lo pasa fantástico.” Alicia trató de usar su tono más seductor, intentando insinuar las bien escondidas delicias de sus curvas.
“Bueno, vamos.” El Príncipe miró para todos lados, esperando una emboscada de enardecidos ‘argies’ en cualquier instante. El otro hombre que había bajado del helicóptero ya había desaparecido en la oscuridad de la noche. ¡Misión cumplida!
Andy revisó su sistema hidráulico y, al resolver el inconveniente, señaló al comando central que iba a volver a la fragata Brazcor. Entonces hizo levantar su caballo blanco metálico y partió rumbo la Estrella del Norte con su insólita carga. ¡Qué aventura!
“Nunca voy a poder contarle esto a nadie, ni siquiera a George”, lamentó Andy. George había dejado al Príncipe Andrew tomar su lugar como piloto del helicóptero, a pesar de la orden de la Reina que prohibía a su hijo exponerse a peligros innecesarios.
“Y aquí vuelo sobre el Atlántico Sur, con una dulce niña encantada dentro de mi bolsillo, haciéndome cosquillas, y una liebre que vuela por su propia trayectoria rumbo a quien sabe qué tierras bajo el efecto de la cápsula colorada que lo vi tragar, al meterse en mi ‘chopper’. ¡Guau, qué historia!”
Alicia dormía como una niña feliz después de una exitosa fiesta de cumpleaños; su más alucinante fantasía estaba realizada. Encapsulada en el ancho y profundo bolsillo del pantalón de Andy, soñaba que estaba montada en un señoril león que la llevaba hacia las puertas del paraíso. Chau, País de las Maravillas.
Alicia había retornado a Inglaterra en un transportador de combustible, 18 horas de vuelta, en el abrazo fraternal de su compañero de viaje, la Liebre de Marzo. Su breve encuentro con el Príncipe Andrew terminó con un tierno beso en la mejilla. Era más cordero que león el muchacho y ella nunca iba a saber la realidad sobre las ganas de los criadores de carneros de las Falkland Islands. Una aventura a medias, con un final feliiz.
Cuando llegó a su país de origen, empezó a averiguar sobre los ‘argies’, aquella raza tan rara de conquistadores de islas insólitas. ¿Serían los británicos del siglo XXI?, se preguntaba. Dominar las Falkland eran una cosa, tenían un mar lleno de peces y tal vez de petróleo también, pero querer conquistar las Georgias del Sur, y esos bocaditos, las Sándwich, era delirante. Nada que ver.
Continuando su investigación en Londres, fue a ver la opereta ‘Evita’. Alicia entendía que esa señora había sido una especie de Reina de Corazones para los ‘argies’. Un amigo le dio un cuento de Jorge Luis Borges. El libro de Dodgson sobre el País de las Maravillas parecía un paraíso de lo prosaico al compararlos. Empezó a armar un ‘identi-kit’ de un pueblo al límite de los límites. Una conocida que había pasado una temporada como una Blue Belle Girl, bailando, entre otros sitios, en Buenos Aires, le contó de una colega. La había conocido hacía años en una boite de Panamá. Era la ex-presidenta de Argentina, Isabel Martínez de Perón. La segunda mujer de Perón, evidentemente, no tenía la garra de Evita.
Alicia empezó a tomarle un poco de simpatía al peculiar país que escogía chicas de vida alegre para ser sus gobernantes. Se imaginaba a Christine Keeler o Kooey Stark manejando las riendas, desde Downing Street, “¡Qué fantástico! ¡Cuánto mejor que el estilo John Wayne de la Thatcher!”, especulaba Alicia. Pero el cuento no paraba ahí no más. Hay que agregarle el mago que trabajaba para la Presidenta Isabel. Cuando ella vivía en Madrid con Perón y el mago, guardaban el cuerpo de Evita, embalsamado, en el altillo. “¡Qué coincidencia, el mismo nombre que mi reina”, pensó Alicia. Pero si ellos tenían un mago, ¡nosotros, una bruja! Nosotros, la dama de hierro; ellos, la reina de los elásticos.
Llegó al tema de los desaparecidos; era tan irreal que Alicia decidió desistir en sus pesquisas de una vez por todas. Se olvidó de los ‘argies’ y de su fantasmagórico país. ¡Qué cosa! ¡Mandar chicos a la muerte para ganarle a unas pandillas de pingüinos! Y así fue por bastante tiempo, excepto que a veces se encontraba silbando algunas estrofas de la canción, ‘Don´t Cry for Me, Argentina’. Sin saberlo, tenía los ‘argies’ metidos en la sangre. Y cómo cualquier virus, se iban multiplicando, hasta convertirla en una patriota cualquiera.
Con la Duquesa en Marbella
A Alicia le tocaban vacaciones. Era Semana Santa y su mamá decidió que irían a la Costa del Sol, en España. A la joven le aburría la idea de pasear sin compañero. Se acordó de una promesa que le había hecho a la Duquesa, esa vez que ésta le dio un masaje y empezó a calentarse demasiado. Alicia, para distraerla, le contó de las playas del Mediterráneo con tantas chicas deliciosas, casi desnudas. La Duquesa se entusiasmó a tal punto que Alicia, en un momento de flaqueza, prometió invitarla en su próxima excursión a la costa española. Y así se salvó de las osadas caricias ofrecidas a su tierno cuerpo.
Alicia emprendió otro viaje al País de las Maravillas para combinar las vacaciones con la Duquesa. Se acordaba de la aristócrata del barrio con sensaciones agridulces; ¡era tan loca! Pensó en esa cuando la mujer buscaba una suerte de ‘lifting’ esotérico, que iba más allá del sencillo remodelaje de la carne.
A Alicia le encantaba la hazaña de la atrevida Duquesa, quien le había comentado: “Un día sentada en la cocina mirando al gato de Cheshire, tuve una inspiración. Este animal puede hacer desaparecer cualquier parte de su cuerpo que se le ocurra. A veces aparece solamente su sonrisa tontona y nada más. Yo que tengo la cara tan fea tendría que poder eliminarla, presentando solamente aquellas partes mías de agrado”.
Fijó un día para tomar un curso acelerado de descomposición de la materia por internet y, en un par de semanas, con algunos accidentes en sus primeros intentos, logró presentar sólo su cara favorita, esa gran boca que daba sus bienvenidas desde la entrepierna, aquel recipiente de tantas enloquecidas lenguas de perversas lolitas. Y a veces lograba producir también un par de amplios pechos, todavía rellenos de la leche de su hijita, resultado de una equívoca relación relámpago con un travesti errante.
La Duquesa, equipada con su nuevo ‘look’, sentía una gran sensación de superioridad frente a la Reina, su principal rival en la cancha de ‘croquet’. Se manejaba con más seguridad, hasta tal punto que su cara, la de arriba, empezó a ablandarse y tomar rasgos de una sinuosa belleza.
“Los sutiles cambios que el destape ha traído al País de las Maravillas son increíbles” pensó Alicia, aliviada de no tener que sufrir la fea y dura barba de la Duquesa en su hombro cuando ésta la entrelazaba con sus brazos como pulpo, largando moralejas del tipo: “El amor es lo que hace girar el mundo”. Alicia siempre le quería contestar: “Pero se necesitan dos para bailar el tango”. Pero retenía el impulso para no herirla. “¡Vieja inmunda!”, quería exclamar, pero se acordaba a tiempo de los buenos modales inculcados por su intachable madre.
Al llegar de nuevo a su casi segundo hogar, Alicia la encontró en la cocina de la Reina de Corazones preparando una torta, rodeada de sus jóvenes ayudantes, todas variantes de un mismo prototipo, la clásica Barbie en desarrollo.
La Duquesa ronroneó con placer. “¡Qué maravillosa idea, mi queridita! Voy a prepararme para mi ingreso a la playa.” Alicia le aclaró que debía dejar su bebé con cara de chancho al cuidado de las nubiles chicas de la cocina. No tenía idea de cómo iban a ser los preparativos de la lujuriosa Duquesa. La abandonó a las suyas, volviendo a casa, una vez que ya se habían puesto de acuerdo para encontrarse en Marbella, el sábado siguiente.
Alicia y su mamá se instalaron en un hotel fabuloso. Tenía playa propia y una espléndida pileta de agua salada. Sin embargo, pensaba: “No puedo encontrarme aquí con esa Duquesa pervertida; quién sabe que escándalo provocaría.” Decidió llevarla a la playa-club, en el centro del exclusivo resort.
Cuando quería lucirse, la Duquesa se veía espectacular. Por suerte hacía un calor brutal, poco común para la época y todo el mundo desplegaba su blancuzca piel sobre la arena. Alicia, con su cuerpecito tan pálido como el del común de los comensales, se sentía inhibida rodeada de tantos opulentos pechos tomando sus primeros rayos de sol después de los largos meses de invierno. “¡Cuánto implante me rodea! Si son como cien mujeres, quiere decir que hay unas doscientas pechugas reforzadas por la tecnología de punta.” A Alicia le encantaba hacer cálculos matemáticos. Era la influencia de su maestro, el profesor y reverendo Charles Dodgson. Matemáticas aparte, su creador no estaría nada de feliz entre tanta carne ondulando en la brisa mediterránea. Alicia, fiel a la tradición de su época, escondió lo poco que tenía bajo la tela celeste de un traje de baño de corte clásico.
La Duquesa apareció en el portón del balneario y causó un gran alboroto. De alguna manera, había logrado darle a su piel un tono de caoba brilloso, que a sus facciones estrictamente sajonas y a su pelo rojizo, le quedaban sensacional. Llevaba puestos unos anteojos con pantallas reflectoras de un grueso armazón dorado y un extravagante sombrero la bañaba en sombra. Su cuerpo maduro, sabroso como un mango a punto de reventar, se convirtió en imán para todo ojo masculino, y por suerte para ella, muchas intensas miradas femeninas. Su carne se exhibía desde el marquito de un bikini transparente con bordes de cintas de color azul turquesa fluorescente. Andaba encima de unas zapatillas con tacos de doce centímetros que, por alguna alquimia inexplicable, le permitían cruzar la arena como Jesús caminando por las aguas.
“¡Díos mío, qué espanto! Y ahora ¿qué hago con esta loca?”. Pensó Alicia cuando la vio. Después de haber gritado un profuso saludo desde la distancia, la Duquesa se acercó. “¡Qué horror!”, susurró Alicia y se contrajo a su más mínima expresión, al tamaño de uno de los tacos de su exuberante amiga.
Pero la Duquesa estaba acostumbrada a sus cambios de estatura y no encontraba nada raro que su pequeña anfitriona hubiera prácticamente desaparecido. “Alicia, querida, aquí estoy. Qué matador el viaje, tú sabes.”
“¡Veo!”, respondió la perpleja niña. “Veo demasiado”.
La Duquesa extendió su opulenta figura encima de una toalla de tonos de rosa-radiante y se quitó el corpiño. La repentina acción, sin embargo, no causó ningún revuelo porque la prendita era totalmente transparente. “No quiero arruinar la perfección de mi pátina”, comentó a Alicia. “No quiero que ninguna raya deje un registro en la superficie de mi piel.”
Alicia la observaba, asombrada. Debía admitir que era lejos la mujer más sexy de la playa. La Duquesa no perdía el tiempo. Se levantó y corrió su toalla un par de metros a la izquierda, juntándola con la toalla vacía, que evidentemente pertenecía a una joven mujer por la bolsa y zapatos que se encontraban a su lado. “¿Qué estará tramando?”, pensó Alicia.
“Vamos a ver si me acompaña la suerte esta mañana”, suspiró la Duquesa, y como un pescador se puso a esperar la presa.
En pocos minutos, una rubia cincuentona bastante bien preservada se acercó, miró con sorpresa a la vecina invasora y se sentó sobre el lado lejano de su toalla.
“¡Eres piscis!” Dijo la Duquesa de repente, devorando a su víctima con una mirada intensa.
La rubia se dio vuelta y casi choca con el cuerpo de la Duquesa. “¿Pero cómo sabes?”, respondió la sorprendida mujer.
La Duquesa había puesto el anzuelo y empezaba a largar el hilo para enganchar mejor a su presa. Había algo perverso que le inspiraba esa cara pequeña de boca apretadita. “Soy astróloga, entre muchas otras cosas, querida,” contestó la Duquesa con una voz que goteaba miel, innecesariamente mostrando unos diez centímetros de una lengua que acariciaba sus pulposos labios antes de volver a su habitual caverna repleta de una dentadura de lujo, bajo los anteojos que reflejaban la nerviosa expresión de la vecina.
“Me fascina la astrología, la magia, todo, absolutamente todo, viste”, respondió la rubia con una pizca de sonrisa, pero sin languetazos.
Alicia miraba con asombro. Ya entendía un poco de español, pero no sabía que aparte de los múltiples usos prácticos de su propia lengua, la Duquesa dominaba un abanico de otros manejos.
“Hablas con un acento que no reconozco”, observó la Duquesa, “¿De dónde eres?”
“De la Argentina, viste.”, contestó la rubia.
“Yo del País de las Maravillas”, explicó la Duquesa.
“¿País de las Maravillas?” pensó la rubia. “Debe ser parte de los Países Bajos, o algo así. La geografía nunca había sido su fuerte. “¿Ustedes. tienen una embajada en la Argentina?”, preguntó la rubia. “No me acuerdo de haber recibido a su embajador”. Aunque tampoco confiaba mucho en su memoria a estas alturas del partido.
“Seguramente no. Es un país imaginario, donde soy Duquesa. Tal vez puedas venir a visitarme algún día…” La Duquesa le ofreció su más sugestivo guiño de ojo; aunque el efecto, penosamente para su público, no traspasó el vidrio opaco de sus aparatosos anteojos oscuros.
“Tal vez, pero, viste, todo es muy complicado. Fui Presidente de la Argentina. Mi nombre es María Estela Martínez de Perón, pero mis amigas me dicen Isabelita, viste. ¿Un país imaginario? ¿Cómo es eso?” Isabelita muchas veces había querido que la Argentina fuera imaginaria. Muchas veces le parecía como si lo fueraé
“Es un país inventado por un escritor inglés en el siglo pasado”, la Duquesa explicó.
“Mi país es más o menos así. No se quién, pero alguien, viste, un escritor o un abogado, lo inventó en el siglo pasado, en 1810 creo. Me parece bastante imaginario también y, por suerte, muy, muy lejano”. Una lágrima negra corrió por su mejilla, dejando un breve camino de rimmel.
Alicia pegó un salto. “Ésta es la famosa Isabelita. La Chabela que bailaba con el exótico elenco de Joe Herald en el club ‘Happy Land’, de Lucho Donadeo en Panamá, cuando de repente, como en Hollywood, apareció el Príncipe verde. “Era el General Perón, dictador desposeído que hacía mini turismo de dictaduras buscando un paraíso fiscal y físico para hibernarse, en espera de mejores tiempos en casa”, recordó la aplicada Alicia. Le llevaba cuatro décadas a la bailarina de cuarta. ¡Qué insólito! No puedo escaparme de los locos ‘argies’. Hasta en esta playa donde todo es cuerpo descubierto, me topo con la ex-presidenta. ¡Guau!”
Alicia inspeccionó a la señora de Perón desde la punta de su pelo teñido a las uñas rojas de los pies. “Todavía se mantiene regia, ninguna cicatriz de rápidas cirugías estructurales, pocas arrugas para una mujer tan viajada. ¡No lo puedo creer! Y esto después de bailar flamenco sin faldas en boites de tercera”.
Alicia, al volver de las Falkland había devorado todo lo que había en Google sobre Argentina. Se enteró de que la bailarina había fascinado al máximo prócer de los porteños, en Centro América, engatusándolo con todos sus encantos a solas. Incluso, dicen que tuvo un brujo personal que la introdujo a los juegos espíritu-físicos de la Quimbanda, una magia negra del Brasil africano.
“¡Qué pareja!” Alicia sentía una atracción particular por José López Rega, el consejero de alma y cuerpo que una vez fue cantante, sargento, y propagandista, antes de contraer la adicción por lo oculto. Ella también había tenido un pasado oculto, bajo el brazo del hombre que la criaba, José Cresto, espiritista italiano, experto en ritos y mercancías de San Pantaleón. El oculto les iluminó el camino para entrelazarse en un triunvirato. La pareja Isabelita-López Rega enterró a Perón por primera vez, y a su primera primera dama, por última vez. A Perón sin embargo, sólo le resucitaron las manos, robadas de su tumba en Chacarita.
Ya no había espacio en Argentina para Isabelita. López Rega se juntó con Perón y Evita en algún esotérico más allá, y la ex-presidenta se exilió en España, donde se sentía sola con la carga de su estrepitoso pasado. Marbella y sus playas eran su único bálsamo. Era la candidata perfecta para un masaje de doble mensaje, como sólo las manos dúctiles de la Duquesa sabrían con tanta maestría realizar.
La rubia estaba contando episodios de su cenicienta vida a la atenta Duquesa, quien se había acercado a tal punto que sus entumecidos pezones casi penetraban en los ojos de la lánguida Isabelita. “Lopecito me hizo mi primera carta astral en 1965, viste. Así lo llamábamos en aquel entonces, cuando era sólo nuestro mozo amaestrado. Predecía claramente que los dos estábamos destinados a ayudar a Perón, viste, en su misión de dirigir a la Argentina y luego a Latinoamérica. ¡Y así casi fue! Hasta que todo estalló. A Perón no le quedaban muchas fuerzas al último. Me acuerdo que cuando el viejo se puso complicado, le quitamos el dulce de leche por un día o dos, viste, y se enderezó en seguida. ¡Qué tiempos aquellos!”
La Duquesa, tratando de mantener el equilibrio en la conversación, le contaba de la Reina de Corazones y sus locuras. Simultáneamente, le ayudaba desparramar unas palmadas de ‘Coppertone’ a lo largo de su aún intacto torso. “Muummmm”, ronroneaba la Duquesa, “¡Qué suave tu piel, Isabelita!”
“La Reina me hace recordar a Evita. Ella fue la segunda mujer de Perón, viste, y una mina de mucho carácter. Armaba escándalo hasta desde el cajón. La habían enterrado en un cementerio en Italia hasta que Perón quiso llevarla a casa.
Finalmente me di cuenta de que ella no quiso que yo cerrara mi puerta de noche. Decidí dejarla abierta, viste, y metí unos muñecos en su cajón para distraerla. Se veía tan linda, a pesar de los años que pasaron desde su muerte; tenía pinta de ser más joven que yo. Le hubiera gustado, Duquesa”, comentó Isabelita, regocijada por las fuertes pasadas de aceite que la Duquesa diseminaba por su cuerpo.
“¡Qué líos! Me deprimió tanto. Pero nunca logré escaparme de mi infelicidad, viste. Cuando conquisté al oficial que me vigilaba donde estuve presa, se dieron cuenta y me lo quitaron. No fue parte del trato; yo era, pues, la ex-presidenta y tenía derecho a mis antojos. Y ese padrillo debe haber sido totalmente reglamentario. Hay tanto tiempo para gozarla al máximo, viste, cuando estás presa. Corría el rumor que de que por estar tantas tardes dándole, con gritos y llantos, había quedado embarazada. ¡Ojalá!”
A la Duquesa no le agradaba nada el giro de la conversación y apretó a su prisionera demasiado duro.
“¡Auch! ¡Eso duele!”, gritó la ex-presidenta.
“Cuánto lo siento, querida. Estás muy tensa. Tengo que trabajarte mucho en esta zona”, respondió la Duquesa, cortando las malas ondas y reubicando la conversación hacia temas de su agrado.
“¡Sí! Tenemos mucho que ver con lo oculto en Argentina, ¿viste?” Alicia escuchaba las respuestas de Isabelita. “Perón mismo dependía del Mister Luck durante su primera presidencia; éste vino al país desde la India, en 1930. Podría haber sido el papá de López Rega. Hay muchas logias, curanderas, madre-santas, consejeros de todo tipo. Son más los astrólogos que los carniceros, y esto en el país de los bifes.”
Sin embargo, Alicia sabía, de su lectura en la web que había casi más psicoanalistas que gente, en el país. “Debe ser que están todos pensando en el más allá.” Pensó. Por eso no se preocupan de manejar el aquí y ahora con un poco más de astucia. ¡Qué manga de embrujados! ¡Todos!”
Alicia empezó a hartarse de los ‘argies’ de nuevo. “Basta, voy a dejar a estas dos perversas en sus juegos y me iré. Me imagino que con el peso argentino a no se cuántos millones el dólar, no habrá ningún ‘argie’ por allí.”
Alicia se despidió de la Duquesa, quien le dijo, “No te preocupes de mí, Alicia querida. Estoy en buenas manos.” O, mejor dicho, “tengo mis manos en la masa. Isabelita me va a invitar a conocer su casita.” ¡Mil gracias por haberme convencido de venir a esta divertidísima playa con gente tan entretenida! ¡Es divino!” Apretó el muslo de su compañera y le tiró un beso a Alicia con la mano libre.
Isabelita miró a Alicia con su expresión impávida y casi inaudiblemente, dijo, “Adiós”. No se parecía nada a la voz del líder de un país que se consideraba importante.
Alicia se ausentó del dúo, maravillada por los azares de la vida. “¡Qué pareja más perfecta! Una duquesa lésbica del más allá, y una mujer que ha compartido un envejecido general con una momia juguetona y un mago maléfico. Y encima proyectada por las estrellas en presidenta de un país imposible; un escenario mucho más que maravilloso.
Alicia conversa con Borges en Bora Bora
Después de su extraña aventura en la costa española, Alicia decidió que el colegio no era tan inútil y retomó el rol de futura señorita. Pero un día, cuando estudiaba los avisos clasificados del Barnstaple Clarion, se topó con lo siguiente: “Combine la gimnasia del Kama Sutra con cada uno de los placeres de ‘Las Mil y Una Noches’, en un orgasmo múltiple, durante una semana en el Saki Sex Farm de Bora-Bora”. “¡Yupi!” Exclamó. Y su lujuriosa imaginación comenzó a girar en revoluciones astronómicas. Para que los lectores no se equivoquen, Alicia, a parte de las experiencias naturales de una joven de buena familia y excelente salud, seguía siendo virgen técnicamente. Las fantasías del reverendo Charles Lutwidge Dodgson habían corrompido el himen de su imaginación, pero su cuerpo estaba intacto todavía.
Pero esa condición no producía ningún freno para Alicia y le encantaba exponerse en situaciones límites y experiencias locas. Como de costumbre, mandó una nota al periódico pidiendo el folleto ilustrativo sobre el Saki Sex Farm (su lema era ‘Sexo Sin Fin’). Pensó que el Sombrerero Alocado sería el compañero ideal para esa odisea. El Sombrerero Alocado pasaba en un permanente y benigno estado de satiriasis y le iba a encantar este paseo dedicado a los placeres de la piel, y otros órganos adyacentes.
Alicia esperaba recibir la literatura descriptiva de este importante centro de estudios hipereróticos antes de emprender otro viaje al País de las Maravillas. Mientras esperaba, fantaseaba. Si uno multiplica las centenares de posiciones del Kamasutra por ‘las mil y una noches’, ¡qué carajo!, sería como tener un vibrador con pila mágica, pulsándose en un movimiento perpetuo, hacia una infinidad de explosiones demoledoras que destellarían estallidos de placer jamás imaginados. Alicia en estas ocasiones se entregaba a una tendencia a exagerar. La extravagancia de su pensar le permitía sentirse mecida en una nube de pluma con textura de crema Chantilly y temperatura de sauna, donde gozaba del sutil tacto de las plumitas de la panza de pichones de palomas haciéndole cosquillas al energizado cuero que cubría sus aún tiernas carnes. “¡De-mas-i-ado!”, exclamó Alicia, devorada por la vehemencia de sus ilusiones.
Al recibir el folleto con sus alusiones a conocimientos inéditos y la posibilidad de aprenderlos todos en una sola semana, Alicia salió volando al País de las Maravillas. Encontró al Sombrerero Alocado tomando su té como siempre, hojeando una Playboy, imaginando a las ninfas en tamaños reducidos aptos a su talla, en apetecibles bocados. Interrumpiendo su férrea concentración, Alicia le contó de su proyecto. Ella temía que los comentarios de la Liebre de Marzo, relacionados a la reciente visita a las islas del Atlántico Sur, podrían haber descorazonado al Sombrerero. Tal vez no iba a querer emprender la excursión educativa que Alicia le proponía. Al verlo cerrar la revista sobre una galáctica criatura, cuyos órganos sexuales se fruncían en una sonrisa digna de Hollywood, Alicia se dio cuenta de que ya lo había conquistado con la promesa de su proyecto. La combinación de sol y sexo demolió cualquier duda, y juntos consultaron en Internet los horarios de los vuelos a la Polinesia.
Alicia ya había inventado un plan. Reducirse al mínimo y esconderse dentro de la bolsa de mano de algún pasajero que iba en su dirección desde Heathrow. Tenía la agilidad de una hormiga para moverse y esconderse, y lo logró junto con el igualmente astuto Sombrerero, quien se coló, cuando un agente de seguridad empezó a revisar el bolso repleto de cremas para protegerse del sol que llevaba una hermosa francesa, rumbo a Tahiti. Así, llegaron a Bora-Bora.
Dos semanas antes, Alicia había enviado una carta reservando dos espacios para el curso de la semana del 15 de octubre, adjuntando un cheque postal adquirido con los intereses de los múltiples regalos del Sr. Dodgson, su creador. Le gustaba darle el reconocimiento que merecía cuando lo mencionaba.
La reserva figuró bajo A. & M. Hatter, y el recepcionista de Farm los miró a los dos con suma curiosidad; una ingenua joven con un personaje de aspecto tan singular. El asiático lo asimiló de inmediato. “Tantos occidentales raros que aparecen para estos cursos. Estos dos son la pareja más dispareja que he visto, en todo caso.” pensó. Alicia recibió la llave y el dúo caminó a su minúscula cabina a metros del mar transparente.
El Sombrerero Alocado se quitó toda su ropa de viaje, incluido su siempre elegante moñito, y blanco como la nieve, con su cabeza bajo el sombrero y su sexo tapado con un breve triángulo de cuero fucsia, saltaba por la arena en busca de quién sabe qué. Ojalá que encuentre ‘lo’ o ‘la’, pensó Alicia; lo quiero contento.
Alicia empezó a estudiar los folletos que encontró en la habitación. El curso contaba con la entusiasta aprobación de la AASECT. “Qué rara combinación de sexo con insecto”, pensó, pero las letras en miniatura le quitaron las dudas. Representaban las iniciales de la American Association of Sex Educators, Counselors & Therapists. Le daba a la cosa una inesperada categoría casi académica, más aún cuando Alicia descubrió que entregarían un diploma a los alumnos que cumplían con los requisitos del curso. La aparente formalidad del programa la tranquilizó. Sentía que hasta su virginidad estaba en juego en Bora-Bora. “Mamá aprobaría la seriedad de la presentación”, dijo, recordando que a su mamá le había dicho que se iba a Lyon a estudiar gramática francesa. “Van a colocar los acentos de distinta manera aquí, se me ocurre”, calculaba la joven.
Se puso a estudiar el programa de la semana: clases en la mañana, laboratorio o sesiones prácticas en la tarde y cine con sexo explícito, en la noche. Una dieta ampliamente saturada en el tema, le parecía. Más feliz que nunca, se felicitó a si misma por haber tomado la previsión de invitar a un ‘partner’.
El Sombrerero volvió jadeando y, entre profundos suspiros, contó que había visto a una serie de chicas de deliciosos tonos chocolate que desfilaban, hasta con los pechos bronceados por el borde del mar. Alicia dio un vistazo a su pálido pecho y con un pote de aceite de coco corrió a corregir su color. Se entregó al cálido abrazo del sol tropical, cayendo en un sueño donde un sinfín de machitos de chocolate pasaba frente a ella, con el ojo de sus lánguidos miembros haciéndole un guiño.
De vuelta a la cabina y exhaustos del sol y de los efectos del ‘jet-lag’, se durmieron en seguida y despertaron justo a tiempo para llegar a la primera clase: “Claves para Precisar Problemas de Pareja – Terapias Apropiadas y Procedimientos Efectivos para su Alivio”.
Alicia no entendía nada de lo que explicaba el chico que conducía la clase, sólo sabía que era buenmozo, pero serio. Sus compañeros de curso eran un menjunje de desgraciados. Empezó a dudar de la astucia de su pálpito, aunque Bora-Bora en si le parecía fantástica. El profesor anunció que al día siguiente dedicaría la hora a las relaciones con el sexo semejante, lo que produjo una espontánea ovación, y para el día siguiente, el proyecto de repensar el sexo, y por las tardes todos deberían participar en los ejercicios: 1. Relajación, 2. Fantasía, 3. Autoestímulo, 4. Placer erótico y 5. Excitación. Alicia anotaba todo como la buena alumna que siempre había sido en el colegio de Miss. Heartmill. Tenía los cuadernos más ordenados de su clase.
Alrededor del aula colgaban carteles con inscripciones como: “Mano que masturbe, cabeza que aturde”, “Arriba los misioneros, abajo los infieles”, “No hay concertación sin orgasmo”, “Los de la Multipartidaria no se auto-manipulan”, “El órgano sexual de más potencia es el cerebro: practique lo que piensa”, o “Un buen pene se porta como un perro adiestrado”. Alicia cuidadosamente traspasó todos los textos a su cuaderno en letras grandes y nítidas. El Sombrerero Alocado estudiaba a las chicas y anotaba sus preferencias con dibujitos muy explícitos. A él no le faltaba ninguna clase de auto-estímulo o fantasía, ya era maestro en esos temas.
Alicia pensó que el sexo no era muy distinto que las matemáticas, con tantas fórmulas y reglas. Todo lo relacionado con las posiciones solía ser igual a la geometría. Como este también era un viaje de vacaciones, decidió explorar la opulenta isla. Después le preguntaría al Sombrerero sobre las reuniones de la tarde.
Almorzó con el grupo, una comida de alto contenido afrodisíaco, según anunciaba el menú. Los erizos y las ostras le encantaron, pero la sopa de cuerno de rinoceronte tailandés y la ensalada de tiburón chino no le convencieron para nada. Menos mal que el postre fue una extravagante selección de frutas tropicales de texturas alucinantes.
Volvió a la cabina y se puso el uniforme reglamentario, según lo que observaba a su alrededor. Una cintita que cruzaba incómodamente su pubis y le rodeaba la cintura. Todavía no entendía cómo sacarse este peligroso triángulo que tanto celebraban aquí, ¡incomodísimo!, raspando su culo a cada paso, No le tapaba nada; era un gesto inútil de buenos modales, pero tenía que adherirse a las reglas del juego del lugar.
Pero el uniforme de los chicos era peor, una pequeña bolsa que les cubría el pene, y a veces, cuando no se movían, las bolas. “¿Para qué?” se preguntaba Alicia. “Mejor nada que estos sutiles instrumentos de tortura”. Se acercaba, sin saberlo, al escurridizo terreno del sado-masoquismo.
Con el pelo suelto, pechos en popa, trasero saltando al aire; todas sus curvas brillando bajo capas de óleos protectores, Alicia se entregó a las leyendas de la Polinesia. Caminaba por el borde de la playa entre palmera y palmera, como princesa primaria. Su palidez británica iba adquiriendo el comienzo de una pátina tropical.
¡Qué aventura le esperaba; no lo podía saber! Empezó a jugar a un viejo ejercicio, pretender ser dos personas a la vez. En algunas ocasiones era realmente dos individuos distintos. Pero también muchas veces, subdividía su ser en mitades. Se acordaba de la vez que se pegó una cachetada en su propia oreja, por haber hecho trampa en un partido de ‘croquet’ contra el otro lado de su personalidad.
Hoy, sin embargo, era una Alicia sofisticada y mundana. Experta en el contenido del curso; por lo menos en lo académico. Seductora y hasta devoradora de hombres. Un verdadero molinillo para desmembrar machos. La Alicia original, más cercana a la versión auténtica –por lo menos de acuerdo a la del Sr. Dodgson– no tenia nada en contra de los miembros del sexo masculino.
Después de un diálogo feroz entre sus diferentes personalidades, Alicia caminaba por la playa a saltos, sintiendo el ardor que producía la arena caliente. Decidió unir su ser fragmentado, con un fuerte abrazo a los poderes cósmicos que la rodeaban y se sumergió en un viaje mucho más gratificante que cualquiera de los que ofrecía el centro. Se despertó renovada y volvió a la cabaña, resuelta a regresar a la playa y sus raptos cuando pudiera.
Alicia había terminado su segunda clase matutina: “Control de Eyaculación bajo Estímulos inverosímiles” y de nuevo decidió no asistir al laboratorio de prácticas, en la tarde. Total, la eyaculación no le parecía un problema que le incumbía. Otra vez saltaba al borde del agua transparente, disfrazada de nudista, gozando de otro placentero paseo bajo el sol. Había caminado unos cinco kilómetros estudiando las sensaciones que podían causar una erupción de la herramienta eréctil del macho y no había prestado mucha atención a las bellezas que le rodeaban. Hasta que de repente, al frente, vio a un hombre de traje blanco, sentado, bastón en manos y mirada dirigida hacía el distante escollo de corales. Parecía una estatua del primer misionero que se acercó a estos lugares, muchos siglos atrás.
Al observar la figura detenidamente, Alicia se dio cuenta de que se había entrometido en una conversación a dos voces, que emergía de una sola boca. Acostumbrada a cosas raras después de tanto andar por el País de las Maravillas, se detuvo a chusmear un poco. Los dos personajes tenían un mismo nombre y parecía que no se llevaban muy bien entre ellos. Alicia tomó la decisión de intervenir antes de que uno pudiera hacerle daño al otro.
Jorge Luis Borges, el legendario escritor argentino, estaba sentado en una silla blanca de madera y lona, solo, al borde de la playa de Bora Bora. Hospedado en un lujoso hotel, descansaba después de una breve visita a Japón, donde recibió otro premio más y bañó a los atentos nativos con las dúctiles sílabas de su melódico inglés. María Kodama guardaba cama, sufriendo de trastornos estomacales, tal vez debido a esta visita relámpago a la tierra de sus antepasados paternos.
Las islas tropicales del Pacífico Sur siempre habían atraído a Borges, un fanático de las aventuras de los exploradores y piratas ingleses de ataño. La palabra ‘Bora Bora’ en sí, con las tres primeras letras de su propio apellido, incitaba a su fértil imaginación a lujosas y lujuriosas imágenes.
Como a veces le solía pasar cuando estaba solo, Borges había empezado a conversar con su otro ‘yo’. Aquel Borges estudiante abandonado hace años al borde del Rin, con ese poeta maduro al lado del Charles. Siempre estaba a la expectativa del día en que los dos se unirían. “Pero al no ocurrir eso, tendría que inventar un nuevo juego, y ustedes saben lo que dicen de los perros viejos”, pensó Alicia.
El sol en su arco interminable se acercó al horizonte y los dos Borges, inmóviles, dialogaban de cosas tan profundas que resultaban sencillas. Recordando su primera conversación con el Sombrerero Alocado, Alicia anunció con una voz fuerte, precisa y sin titubeos, “I am Alicia”. El caballero, mecánicamente, dio vuelta su enorme cabeza en dirección al origen de esta declaración tan inesperada y respondió, “I am Borges”.
“¿Qué es eso? ¿Qué es un ‘bores’?”, se preguntó Alicia, con miedo de que la conversación no siguiera su curso natural. ¿Tendría que ver con la palabra en inglés ‘bore’, o aburrido? Espero que no,”, pensó. Hasta ahí no más llegaba.
“Qué hombre más raro”, remarcó Alicia. “Ni se fijó en mis tetitas. Ya sé que no son grandes, pero ¿qué le pasa al viejito? ¿Lo tengo que llevar al curso para unas sesiones de “Precalentamiento y Erotización Ocular?”
De repente se dio cuenta. “Pobre, no ve nada”, suspiró Alicia, con unas locas ganas de agarrarle la mano y frotar sus dedos carnosos y grises sobre sus preciosos pezones, para que se diera cuenta de lo que sus ojos le escondían.
“Un Borges es un hombre, por lo menos en mejores épocas, lo he sido. Usted es inglesa”. La voz venía desde muy profundo dentro del traje blanco, como si el cosmos mismo le hablara a Alicia. Pronunciaba las palabras en un inglés antiguo, casi como Dodgson. Dio entonaciones que ella no sabía que los sonidos pudieran tener; como si fueran sabores distintos a la comida de todos los días.
“Puede ser que sea divertido”, reflexionó Alicia. “Este viejo tiene algún ángel especial y voy a descubrir el porqué”. Estaba un poco harta de sus compañeros de clase, cuyas mentes y cuerpos se dedicaban a una única obsesión. Ella todavía no contaba con tal poder de concentración; sus fantasías siempre la traicionaban durante las clases y volaban lejos del aburrido tema del sexo sin fin.
“¿En qué idioma ‘bores’ significaba hombres? Ni en italiano, ni en francés” Alicia quería demostrar de que aparte de su figura bien proporcionada, evidentemente invisible para este anciano, era culta.
“Young lady, Borges es un apellido – B O R G E S -” Los gruesos párpados del viejo no pestañaron. La miró fijamente a la altura del ombligo, sin darse cuenta del grado de desnudez de la niña, frente a su nublada visión.
“¿De qué origen?” querelló Alicia, feliz de poder dirigir por fin el incipiente diálogo.
“Vasco”, contestó, sin más comentario.
“Otra palabra que no me dice nada”, pensó Alicia. “Pero que complicado este viejo de mierda. ¿Por qué no es irlandés o por lo menos finlandés o algo más familiar?”
Al notar su silencio, el viejo de blanco agregó, “De origen español, pero soy de la República Argentina”.
Alicia pegó un saltito y palmoteó sus manos, “¡Súper!”, exclamó. “Hace poco estuve en las Malvinas. Me encantan ‘los argies’ y estas dos damas locas que saltaban de las pistas de baile a la cama presidencial, ¡qué genial! ¡Un verdadero País de las Maravillas!”.
Los ojos de Borges parecían hundirse más dentro de sus órbitas. Se ajustó un poco el sombrero de paja ecuatoriano y se quedó mudo un momento más. La criatura seguía saltando; sus tetas bailaban al ritmo de las palmadas.
“Señorita, ¿qué hacía en las islas Malvinas, o Falklands, si usted prefiere?”, interrogó el sorprendido Borges, reflexionando en que hasta en Bora Bora eran capaz de producirle sorpresas.
“Fui con la Liebre de Marzo, respondiendo a un aviso en el Barnstaple Clarion, para ver a los criadores de ovejas y llegué junto con los ‘argies’. Y luego llegó Andy. ¡Qué divertido fue todo aquello, Díos mío!” Sus pezones empezaron a esconderse al recordar el frío antártico.
“Discúlpeme, señorita, si le entiendo bien, ¿usted es Alicia del País de las Maravillas, hija de la imaginación y entrañable pasión de Lewis Carroll?”, Borges preguntó incrédulamente.
“Hija de ninguna imaginación, de los ratos en que el viejo verde toqueteaba a mi mamá en la huerta.” Enojadísima por la acusación, Alicia empezó a temblar pero enseguida volvió a entrar en calor. “Sí, soy esa Alicia. ¿Por qué se sorprende tanto?” A Alicia le costaba conversar con los abuelos y tenía poca paciencia para dar vueltas alrededor de lo evidente.
“Yo soy escritor y gran admirador de su creador.” Comentó Borges, recuperándose del brote de asombro que tuvo al hallar a tal personaje literario en esa exótica playa.
“Pero, viejito precioso, ahora me acuerdo. Yo leí un cuento tuyo. Inventaste un tipo re cuadrado dentro de unas ruinas redondas. Mucho humo, muy confuso. Te crees Díos un poquito, ¿no es verdad? Pero, ¡qué divertido!”. Alicia dio una nueva serie de saltos y corrió a tirarse al mar. Volvió al rato refrescada; su flexible figura estaba cubierta de globitos de agua salada que reflejaban luz en los opacos ojos del anciano autor.
El sol ya había desaparecido detrás de la danza de las olas, y el cielo se cubría de rojo, convirtiéndose en un pálido rosado. El aire refrescaba y Borges se dirigió a Alicia. “¿Puede guiarme hasta mi cabaña, Alicia?”
La lustrosa piel de la joven todavía atraía las últimas refracciones de la luz solar. Le dio la mano a quien consideraba su primer amigo ‘argie’. Caminaron con cuidado por el borde del mar hacia un largo corredor, cubierto por una marquesina rayada, que conducía al lujoso lobby del hotel. De allí salieron de nuevo por un costado y en unos pocos pasos lentos llegaron a la puerta de la cabina ‘B’, sede del descanso de Borges y su extenuada María.
Borges le dijo a Alicia, “Gracias. Tal vez nos reencontraremos mañana y me contarás algunas cosas de tu país, él de las maravillas, por supuesto”.
Alicia se puso de punta de pie y le dio un besito salado en su mullida mejilla, sus pechitos frotándose contra la áspera tela de su traje. Borges sonrió, con esa extraña y triste tentativa de sonrisa que arqueaba sus labios sin registrarse en sus inmutables ojos.
Alicia corrió, saltando de felicidad, todo el trayecto de vuelta, ansiosa por contarle al Sombrerero Alocado de sus aventuras en el efímero mundo de la literatura. Encontró un exhausto Sombrerero echado en la cama, tratando de recuperar un ritmo más natural de respiración. “Tiene el aspecto de haber participado en la Maratón de Birmingham,” pensó Alicia. No lograba imaginar todas las contorsiones que los alumnos de la clase habían ejercitado aquella tarde, según deliraba el Sombrerero.
Al Sombrerero no le interesaba demasiado el cuento de su encuentro con Borges, autor de escaso renombre en el País de las Maravillas, sobre todo, por la falta de versiones hábilmente traducidas. Pero al escuchar la palabra ‘Argentina’, el Sombrerero exclamó: “Te traje un texto que repartieron esta tarde. Está escrito por un ex-alumno argentino. Creí que tal vez te interesaría”.
Faltaba una hora todavía antes de encontrarse con el grupo en el comedor para cenar y Alicia se envolvió en una de esas lindas telas que usaban las nativas para destacar con tanta gracia las exuberantes protuberancias de sus cuerpos. Pero ella no estaba equipada. Con cada movimiento se le caía, provocando la aparición de un impertinente pecho. “Total, en la cama, qué me importa”, pensó Alicia, “y, en realidad, en cualquier otra parte de Bora Bora daba lo mismo”.
Pero el aire ya había refrescado y no quería ofrecerle ninguna tentación al Sombrerero, quien rápidamente se recuperaba de la tarde. Debajo de su floreado cubrecama, empezó a leer. El artículo tenía un título complicadísimo, que se refería a la colonización y sus efectos en los hábitos sexuales. “Uff… qué lata va a ser esto”. Pero Alicia, testaruda, como siempre, abrió la tapa. A su aperrado carácter inglés le faltaba un empujón, al igual que con los deberes del colegio.
Al revisar rápidamente el escrito, sacó una conclusión. Los paraísos y sus destructores, van y vienen, sólo permanece el hombre y su insaciable búsqueda de un par de pechos perfectos.
El Sombrerero la despertó pasándole una plumita por una nalga que se le escapaba por debajo del ‘sarong’ Alicia se acordó de que estaba terminando de leer el texto de Bali cuando sus ojos se cerraron. Justo en el momento en que sentía el roce de la pluma sobre su trasero, había un balinés buen mozote ofreciéndole su flor de frangipani y otros órganos más afines. Guardó el librito, agradeciéndole al Sombrerero por el gesto de acercarla a una realidad más coherente con su sensibilidad.
En el Farm la cena de los miércoles se llamaba ‘La Fiesta del Palo’. Empezó con un miembro de la familia de la calabaza, tipo pepino por supuesto, en forma de pene. El plato fuerte consistía en salchichas de Viena con variadas salsas como adorno. Y de postre, había plátano bañado con una crema viscosa. La presentación del menú era un típico toque de humor del Dr. Saki, un renombrado sexólogo oriental de diminuta estatura, con la excepción de una parte prominente, según comentarios que Alicia había escuchado.
El buen doctor ofreció unas pocas palabras alusivas al encanto de integrar el sexo en todos los actos y actitudes humanas. A Alicia le parecía un poco obsesivo, pero para los demás, resultaba lo máximo. La última noche fue dedicada al “Carnaval de la Concha’. Prometía comida rica y variada, según le habían contado a Alicia. “¿Por qué la comida relacionada con el sexo femenino debía ser más rica que la que refleja el aspecto externo del miembro masculino?” Alicia ponderaba el tema, pero como no tenía ninguna práctica, no pudo resolver la inquietud.
Antes del banquete, tenía que tragar otra película. Dormitaba mientras veía que unas ninfas ejercitaban su dominio de las artes marciales en combinación con las posiciones del Kama Sutra. Se perdió un documental alucinante. En cambio, el Sombrerero quedó atónito ante las travesuras del elenco que lograba torcerse de tantas formas para luego llegar al mismo punto. Los cuerpos se revolvían enloquecidamente alrededor del eje de su polo magnético. Brazos, piernas, lenguas y labios aparecían y se ausentaban con tal velocidad que Alicia, al despertarse por un instante, no pudo seguir el ritmo y se durmió de nuevo.
El Sombrerero, más alocado que nunca, la despertó con un cosquilleo que la hizo saltar medio metro en el aire. “¡Yupi! ¡Lo encontré, lo encontré! Existe el punto ‘G’ y yo lo ubiqué en el primer intento”, le explicó a la atónita Alicia, imitando la voz del profe vietnamita. Alicia pegó un grito, “No me importa como lo llaman aquí, ni en inglés ni en chino, no me lo toques jamás.” Menos mal que el Sombrerero llegó tan agotado de las sesiones de la tarde, que el cuerpo no le daba como para molestarle más esa noche.
A la mañana siguiente Alicia, ya harta, decidió hacerse la cimarra y volver a buscar a Borges, cuyos ojos y mente evidentemente volaban a una altura superior a la de los alumnos del curso. Estaba harta de los confusos coqueteos carnales y de los deseos resueltos con un apretón de genitales.
Alicia amarró la cinta reglamentaria alrededor de su cintura y la pasó por arriba del famoso punto ‘G’, lo que le produjo una sensación placentera. “Ahora, a estas partes hay que asignarles letras para distinguirlas. Tengo que pedirle al Sombrerero que me enseñe el abecedario, hasta la ‘F’, por lo menos,” especuló Alicia, conteniendo su sexo. La playa en la mañana quedaba bajo las sombras de las palmeras y Alicia tuvo que caminar, con los pies en el agua, para alcanzar los rayos del sol.
A la distancia se percató de la solitaria figura de Borges, posada en su silla. Inmóvil como la estatua de mármol de algún muerto célebre, eternamente confrontando el baile de la marea y la salpicadura del viento; dando vuelta en su cabeza, hasta el infinito, como el misterio de la existencia. Alicia, en cambio, se aceleraba hacia el futuro; en las excitantes experiencias que iba a tener con el arcaico escritor que la entendía como a un Jabberwooky.
En este encuentro pasó algo increíble. “No se cómo ocurrió”, Alicia contó después en el Tribunal supremo del País de las Maravillas. Sin darse cuenta, la casi desnuda Alicia y el Borges tropical –cada uno con si propio ‘timing’– cayeron barranca abajo, por el famoso túnel que daba acceso al más allá, hasta llegar a las praderas verdes del paraíso del País de las Maravillas.
Alicia contó, años después, lo que recordaba del viaje con el poeta argentino. “Nos invitaron a la casa de la Liebre de Marzo, a tomar una rica taza de té. Allí todos se pusieron muy locos y empezaron a contarnos cosas raras”.
Alicia y Borges se encontraron en las mesa con La Liebre de Marzo, vestida de pantalones a rayas y una chaqueta súper elegante y el Sombrerero Alocado, en una galera que portaba una etiqueta que anunciaba su precio: 10 chelines y 6 peniques. El Conejo Blanco también asistía, con sus guantes blancos de cabritilla y su abultado abanico; a su lado, un lirón más dormido que despierto trataba de no caerse al suelo. Había dos lugares para los ilustres visitantes.
La casa le causaba mucha gracia a Borges. Las chimeneas tenían forma de orejas muy bien formadas, y el techo que parecía de paja crespa, fue, por extraño que parezca, trenzado de pelos púbicos muy tupidos. En el libro, Alicia recordó que Carroll usó la palabra inglesa, ‘fur’ –que suena más como pelusa de conejo. “En fin”, pensó. “le dije a Borges que las cosas comienzan a parecer extrañas.”
La Liebre se levantó, después de gritarle de mal modo que no había lugar para ella, y luego le ofreció un vaso de vino, aunque no le quedaba ni una gota. De repente y en forma muy irónica, el Sombrerero le preguntó a Borges si su padre no había sido murciélago, o acaso vampiro, refiriéndose burlonamente a su ceguera. Moría de celos porque ella había ido a una cita con un hombre tan elegante y erudito como Borges. Tenía sus arranques y sus rachas este personaje de la alta moda de ‘les chapeaux’, pero, como la misma Alicia había confesado a Borges, cuando uno está inmersa en la trama de la literatura, se aprende a aguantar muchas cosas.
Empezó una compleja pero muy concisa discusión del concepto del tiempo. El Sombrerero mostró su reloj que contaba sólo días, no horas ni minutos. Borges contó sus propias experiencias con el tiempo; habló de la memoria feroz de Funes y otros ejemplos por el estilo. Se llegó a la conclusión de que el tiempo es como un perro bien amaestrado, hace lo qué se le ocurra a su dueño. El tiempo se puede gastar, matar, golpear y siempre retoma a su ritmo, pisando pausadamente, paso a paso, hacia la eternidad.
Alicia sentía que acompañaba plenamente a Borges en la aventura en el País de las Maravillas, como una especie de guía de ecoturismo. Empezó a aportarle explicaciones y detalles, y pasaron la mañana juntos en un vuelo compartido, sin haber tomado la más mínima dosis del hongo o del líquido milagroso. ¿Acaso fue un sueño?
Alicia se aproximó a la sedentaria silueta del escritor y le dijo: “Hola, Borges, ¿cómo dormiste?”
Borges, quien tenía grandes dificultades para abandonar abruptamente su diálogo interior, no reaccionó enseguida. Finalmente contestó, “Muy bien, Alicia. Soñé contigo y con el País de las Maravillas”. Alicia se dio cuenta de que habían soñado lo mismo. Pero se preguntaba si habían compartido experiencias semejantes.
“¡Viejo verde!” pensó Alicia, demasiado susceptible después de sus experiencias cercanas con el alocado Sombrerero. “¿Qué locuras haz imaginado con mi cuerpo inmaculado?” Sin embargo, se portó bien y dijo, “Querido, ¡qué divertido! Cuéntamelo todo; cada detallito”.
Borges empezó a hablar con esa voz que irrumpía de sus entrañas como un volcán, “Soñé que usted venía de madrugada y me invitaba a acompañarle a su mágico mundo subterráneo. Para ubicar una entrada aquí en Bora Bora, sacaba una vieja guía del Diners Club, propiedad exclusiva de los socios residentes del País de las Maravillas. Al presentar la tarjeta Diners –válida en todo en mundo– se podía acceder por el túnel más cercano. Por suerte al costado de este mismo hotel había uno y, al completar los trámites, el número de la tarjeta no figuraba en ninguna lista negra. Nos metíamos y nos encontrábamos en la larga caída por el pozo. Me acordaba de que los costados estaban forrados con libros y cuadros, y los podía tocar al descender. Usted era muy diplomática y no me comentaba que había más títulos de Silvina Bullrich y Marta Lynch que míos”, le dijo.
“Finalmente aterrizábamos y entrábamos por un largo pasillo, pero ninguna de sus puertas estaba abierta. Entonces usted me recomendó probar un líquido sin sabor reconocible y me encogí, todo de golpe. ¡Qué divertido! Era del tamaño de mi gato, ¿Sabe?”
“Algo pasaba, que hacía que usted se pusiera a llorar, llenando el piso con un charco de lágrimas. Después de meternos en no sé qué problema con una colección de pajarracos, que empezaron a bailar desaforadamente, llegámos al aire fresco de un hermoso jardín. Sentía el calor del sol, el perfume de las flores y tocaba la tierra firme bajo mis pies”.
Alicia comenzó a agregar anécdotas –o eran antidotas– como sea, Borges la seguía, encantado de la vida, deambulando en las páginas del cuento de Carroll. Le contó de la vez que el Sombrerero se había embarcado en un complejo, y hasta peligroso experimento. En su afán de agrandarse el pene, en desproporción con el resto de su cuerpo –probando distintas dosis de polvo del hongo mágico– en una ocasión, se convirtió en un enorme falo, con pies y manos. Era una especie de torpedo con aletas .
Entonces el Sombrerero decidió zambullirse por el oscuro canal de su compañera de viaje. A Alicia esta aventura le hacía recordar el asombro de su primera caída por el pozo. Pero en vez de encontrar el paraíso, el Sombrerero se topó con un infierno pegajoso, húmedo y muy apretado. Por suerte, no había perfeccionado al máximo su auto reducción. Su cabello –siempre tan protegido– se había quedado del largo natural. Su angustiada amiga lo pudo salvar, sacándolo con un tirón de una mecha. Ese susto dejó al Sombrerero dócil por largo rato.
Alicia reflexionó, conduciendo ahora a Borges hacia el jardín de la Reina, “Es increíble como las apariencias engañan. Me acuerdo de mi primera impresión de esta manga de infelices. Ahora me doy cuenta de que son iguales a nosotros. Tienen las mismas obsesiones. ‘El puto mundo se está yendo al diablo’. (A Alicia le encantaba mezclar metáforas, aunque a veces sus dichos significaban exactamente lo contrario de lo que quería decir) Y todo esto, hasta en la tierra de las hadas. Si supieran mis vecinos lo que le hizo el príncipe a la Bella Durmiente, antes de despertarla, ¡cuántas cosas había descubierto Alicia sobre las verdades de la vida! “¡Qué porquería todo!”, suspiró la joven.
Llegando al palacio de los Reyes de Corazones, Borges le comentó, “Así que el proceso del robo de las tartas sigue; me hace pensar en la justicia de mi país”. Borges tenía presentes todos los detalles de los últimos capítulos de la obra maestra de Lewis Carroll.
Era mucho más complejo de lo que parecía a primera vista y después de haber escuchado los cuentos de Alicia, Borges empezaba a darse cuenta de lo que se trataba. Con su vasta erudición respecto al idioma, dominaba todos los matices y, de repente, percibió que las tartas perdidas no eran los pasteles de la Reina, sino que en realidad se trataba de las concubinas del Rey.
De allí en adelante, este descubrimiento facilitó la solución del misterio. Todo se jugaba con doble sentido. En el idioma sajón, según el diccionario, la palabra ‘tarta’ significa además de pastel dulce, una dulce tortillera. Si la Reina de Corazones llegara a enterarse de la existencia de este cuerpo de danza, casi infantil, con el que el Rey pasaba sus tardes, les cortaría a lo menos los clítoris. Pero la Reina, en su afán de organizar más galas de ‘croquet’, quedaba totalmente fuera de los entretenimientos de su marido; un flacucho infiel, que apoyaba el ballet como podía en su Reino, preparando concursos para encontrar nuevos talentos.
En una de esas tantas visitas al reino, hacía ya varios años, Alicia accidentalmente logró conocer al elenco de bailarinas exóticas del Rey. El Sombrerero Alocado le estaba contando a la Liebre de Marzo, compartiendo una rica tetera de ‘Earl Grey’, de las delicias que había pescado bañándose al borde del río, el día anterior. Aquella misma tarde, Alicia se escabulló del aburrido té perfumado y corrió hacia el río para ver qué era lo que tanto había agitado al enamoradizo Sombrerero.
“Desnudas al máximo, o al mínimo, mejor dicho”, pensó Alicia. Había una docena de jóvenes de unos tiernos veinte años, tomando sol, dándose sensuales masajes entre sí, o nadando en el agua. Alicia se acercó tímidamente a una de ellas, una espléndida rubia digna del pliego central de cualquier número de la revista ‘Playboy’.
“Soy Alicia”, entonó dulcemente la adolescente.
“¡Andáte pendeja, los bailes de este cuerpote de ballet no son para ti! Vuelve al colegio y al ‘rock and roll’”, le contestó la malhumorada rubia, brusca y desagradablemente. Estaba limándose las uñas de sus pies, que eran perfectas, como todos sus demás atributos.
“Soy turista aquí en “Las Maravillas”. Vengo bastante seguido. ¿Dónde bailan ustedes? Nadie me habló de un teatro aquí, solamente de los conciertos de la Reina.”, le explicó Alicia.
La mujer le contestó, “Cariño, bailamos en el bulín del Rey. Bailar es un decir”, aclaró.
Alicia ponderó. “‘Bulín’ será lo mismo que ‘budín’. Tal vez son como esas chicas que salen desnudas de las tortas en las fiestas de despedida de solteros”.
“Ah, tu hablas como la Duquesa con sus tontas moralejas”, contestó Alicia, cada vez más maravillada con el cuerpo de la ‘bailarina’.
“No me hables de esa chupaconchas. Me basta con el Rey y su rasposa lengua, por favor”, respondió la enfadada rubia.
Alicia decidió, “¡Basta, no sigo más con esta conversación! ¡Qué resentida esta loca! Y qué raro, no me había dado cuenta de la predilección de la Duquesa por los frutos del mar, nunca me habla de los crustáceos, ¿o eran los rosacruces? No me explicó por qué tenía una aversión por ciertas partes de la persona del Rey. Cada loco con su tema en este loco, loco mundo”.
Miraba a su alrededor y se daba cuenta de que cada chica era más atractiva que la otra. “¡Qué lástima que no quieran hacerse amigas mías”, lamentó Alicia. Se sentó debajo de la copa de un frondoso árbol y observó como las bañistas del Rey pasaban la tarde.
Escuchó la conversación de dos de ellas que prácticamente se comunicaban a gritos y carcajadas; se parecían a las argentinas que salen en la televisión chilena. “¡Ese Sombrerero Alocado es para no creerlo! Viene todo suavecito con su galera dura y su ‘bowtie’ almidonada”.
La otra, macerándose el cuerpo con una extraña loción, agregó, “Y después se saca el sombrero y como un mago empieza a exhibir todas sus porquerías.”
“Nunca he visto tal colección de instrumentos delirantes. Me encanta ese doble pene de goma dura –el cosquilleo simultáneo que me da, ¡Díos mío!– Como las ninfas se dirigían al agua, Alicia no lograba absorber más detalles. La Duquesa era tortillera, el Sombrerero un sátiro y la Sota, un nene de Papá.
Alicia, con su habitual encanto y paciencia, se hizo amiga de las bomboncitas del Rey y en varias oportunidades actuó de mensajera del amor, si así se podía llamar a lo que todos ellos hacían, entre las ‘tartas’ del Rey, el Sombrerero y quién sabe quién más.
Alicia se había extraviado en sus elucubraciones, olvidándose que Borges aún estaba a su lado y su interés se centraba en cómo se iba a definir el juicio. Ahora sí, la poesía que entregó el Conejo Blanco como testimonio a la Corte tenía su significado evidente. “Leáme el verso de nuevo”, reclamaba Borges.
Alicia recitó una vez más la famosa poesía.
“Me dijeron que a visitarla fuiste un día,
Y que de mí te comentó;
Ella habló bien de mí,
Pero dijo que yo no sabía nadar.
Él les mandó a decir que yo no había ido
(Sabemos que es verdad).
Si ella sigue insistiendo con el tema,
¿Qué pasaría contigo?
Le di una a ella, ellas le dieron dos a él.
Tú nos diste tres o más.
Todos se devolvieron de él hacia ti,
Aunque antes eran mías.
Si yo o ella por casualidad nos metemos
En el asunto
Él confía en que tú las liberarás,
Exactamente como antes nos encontramos.
Mi noción es que tú habías sido
(Antes de que ella tuviera el ataque)
Un obstáculo que apareció
Entre él, nosotros y aquello.
No le diga a él que a ellas les gustó tanto
Porque esto debe ser secreto
Guardado de los demás,
Entre tú y yo.
“¡Lo veo, lo veo! Es así, Alicia”, gritó Borges, con un entusiasmo juvenil. “Él que se titula ‘yo’ es la Sota, ‘ella’ es la Duquesa, ‘él’ es el Sombrerero, ‘vos’ sos vos tal cual, perdona la familiaridad, se me escapó, y ‘ellas’ son las chicas que en inglés también se denominan ‘tartas’, como te expliqué, y ‘esto’ es aquel extraño amor de la Duquesa por las niñas. Según el poema, fue la Duquesa quien raptó a las ‘tartas’ y a ellas les gustó tanto que hubo que mantenerlo en secreto. Pero es más complicado, como verás”.
Borges se levantó con la ayuda de su grueso bastón para acercarse al Tribunal y tomar el juramento. Puso su mano sobre un deteriorado tomo que el Conejo Blanco extrajo de un cajón. Por suerte, no pudo leer el título: ‘Bomarzo’ de Manuel Mujica Laínez. Borges solemnemente prometió decir lo que para él sería sólo la verdad y nada más que la verdad. Imagínense la cara de la Reina de Corazones cuando Borges se puso a hablar en sus tonos más profundos y serios.
El viejo autor argentino explicó a la corte: “La Duquesa y la Sota tomaron las ‘tartas’. La Sota le dio a la Duquesa la que más le gustó. Las ‘tartas’ hacían cachipún para elegir a las dos que podían irse con el Sombrerero. Y Alicia actuaba de árbitro de la selección, devolvía las restantes ‘tartas’ a la Sota y a la Duquesa, quien ya mostraba ganas de probar un nuevo bocado.
“A Alicia se le había dado la consigna de tocar la trompeta del heraldo, en este caso, su compinche el Conejo Blanco, si alguien trataba de involucrar a la Sota o a la Duquesa en el asunto de las ‘tartas’ extraviadas. Y el Rey, por supuesto, trataba de mantener las apariencias de las cosas frente al temible enojo de su señora, la Reina, insistiendo en la versión que daba fe de que el asunto se trataba de los ridículos pasteles encima de la mesa, al frente de todos ellos”.
Los jurados, abrumados por los detalles, escuchaban más testimonios. La Sota le admitió al fiscal que no sabía nadar. Eso fue sólo una alusión al hecho de que ella todavía no practicaba algunas de las locas técnicas preferidas por la Duquesa y el Sombrerero. No admitió nada más. La Duquesa largó una serie de moralejas no muy pertinentes, sin reconocer su culpabilidad. Por ejemplo, entre carcajadas, recitó, “Se dice que uno no puede poseer su ‘tarta’ y comerla a la vez’”.
La Reina no abrió la boca, provocando un silencio raras veces escuchado en un acto público en el País de las Maravillas.
El Rey estaba feliz al saber que las chicas estaban sanas y salvas. No consideraba que los abusos de la Duquesa ni los raros usos del Sombrerero constituían ultrajes a su persona ni a la de las ‘tartas’.
Por primera vez en el País de las Maravillas, el jurado logró votar, llegar a una coincidencia y elaborar un veredicto. “Por decisión unánime,” anunció el orgulloso Lagarto Hill, “condenamos a la Sota a diez años sumergida en el Estanque de Lágrimas sin salvavidas. A la Duquesa y al Sombrerero, los condenamos a diez años de rigurosa unión matrimonial. A las señoritas en cuestión, mercancías robadas o ‘corporas’ deleites, les solicitamos su inmediata devolución a Su Excelencia el Rey. Y a Alicia la metiche, su exilio del País de las Maravillas”.
“Agradecemos la amable y eficaz intervención del señor don Giorgio Luigi Borges, (el jurado había tomado el autor argentino por un italiano más) a quien recomendamos al Rey, para que le otorgue un lote de quinientos metros cuadrados, con vista al río en el flamante Country Club Barrio las Maravillas, además del título de honorable en primer grado, con todos sus beneficios de por vida. También la Orden del As de Corazones, y por último, en reconocimiento por sus servicios a la patria, más allá de lo imaginado, una llavecita de oro para el bulín real”.
Hubo un aplauso general. La Reina le pegó al Rey con su palo de croquet, dejando de paso sin sentido al pobre flamenco que le tocó servir de instrumento real aquel día. Los soldados llevaron a los tres culpables, la Duquesa, el Sombrerero y la Sota a cumplir sus respectivas sentencias, y a Alicia y a Borges a la boca del pozo más cercano para reenviarlos a sus respectivos hogares.
Alicia se la juega en el Mundial de México
Argentina había desaparecido de su pantalla cerebral. De vez en cuando, el diario mencionaba algún esporádico esfuerzo de negociar la paz entre Gran Bretaña y los ‘argies’, o el pomposo triunfo o triste fracaso de alguna estrella deportiva. Parecía que nada iba a reencender su pasión por aquella distante y agrandada península sudamericana. A Alicia le encantaba designar el término ‘península’ a cualquier elemento que proyectaba; una práctica que divertía enormemente a sus compañeras.
De repente los títulos de los diarios londinenses se llenaron de nuevo con noticias de Argentina. El matrimonio de Borges con María y su subsecuente enfermedad generaron titulares en todo el mundo. “¡Viejo verde! ¿Qué tiene ella que no tenga yo?” se decía a sí misma, sintiendo un toquecito de envidia por la mujer que había conquistado finalmente el corazón del reconocido autor. Trató de imaginar como sería el sexo con un oriental, pero como aún no sabía como podría ser con un occidental, abandonó el tema.
La posibilidad de un partido entre Inglaterra y Argentina en la Copa Mundial de Fútbol estimuló a la potente imaginación de Alicia, excitando su flamante nacionalismo y otras fantasías de naturaleza más personal. Tomó una decisión; tal vez la más acertada de su elástico y caótica vida. Pensó en las patrióticas palabras de Lord Horacio Nelson en el momento peak de la Batalla de Trafalgar: “Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber”.
Alicia había colgado un póster de Diego Armando Maradona en su clóset, donde no era demasiado evidente ante los siempre preocupados ojos de su mamá. “Ay, este bombón de chocolate blanco es para comérselo entero… Este excitante hijo de Escorpio, su celestial o, mejor dicho, bestial cuerpo, regido por los órganos sexuales, me excita. Muero por el momento en que meta un golazo en mi arco” Alicia volaba con una calentura incontrolable; tuvo que meter sus manos en los bolsillos de su saco.
Alicia seguía revisando ávidamente los avisos del ‘Express’ que anunciaban paquetes particularmente tentadores para asistir al Mundial de Fútbol 1986, en Ciudad de México. Como no iba a pagar el pasaje, no le importaba el costo del boleto, pero sí quería asegurarse de no caer en el bolsillo de algún lujurioso y violento miembro de alguna barra brava. No había llegado a esas alturas de la vida, intacta, para terminar como víctima de algún drogado aficionado de West Bromwich Albion.
En internet encontró un grupo con el cual podría viajar con total seguridad. “Tal vez ésta será la última vez que tengo que preocuparme por este incómodo tesoro que siempre transporto entre mis piernas”, Alicia, reflexionó al estudiar el aviso. “Los ex-alumnos de las Universidades de Cambridge y Oxford invitan a sus graduados y familias en nuestro Boeing 747 para estar presentes en los últimos tres partidos del equipo ganador del Mundial 1986, en el Estadio Azteca. ¡Partimos el viernes 20 de junio!”
“¡Perfecto!”, pensó Alicia. “Diego Armando Maradona, ese ‘fuzzy-wuzzy’, negrito de mierda, va a estar jugando todavía, y si le tocan los cuartos de finales contra Inglaterra, voy a matar dos pájaros de un sólo tiro”. Y pensando, se dijo a sí misma: “¡Qué buen juego de palabras. Cuando termine con Diego, o mejor dicho, cuando él termine conmigo, le va a quedar un pajarito que sólo servirá para ser embalsamado o puesto en un plato de polenta. Veremos al terminar nuestro encontronazo qué tal el campeón desarrolla su juego en la cancha después de su noche jugando conmigo”. Decía, inspiradísima, la joven aficionada.
Alicia se había quedado en casa muchos meses y llevaba un buen tiempo sin viajar; así, sus fantasías tomaban vuelo y cualquier mención a un macho torturaba su mente. Su rollo mental con Argentina volvió a tomar vuelo, agregando variaciones cada vez más estrafalarias. Siempre dada a lo dramático, Alicia recordó como calificó el poeta Rupert Brook al espíritu del guerrero británico: “Si muriera, creerán solo esto de mí –que hay algún rincón de un potrero (o, en este caso, una cancha) extranjera que, de ahora en adelante, será para siempre parte de Inglaterra”.
Alicia empezó a aterrizar su fantasía. “Como cualquier buen jugador, necesito el uniforme adecuado,” pensó la joven deportista. “Y aquí en este pueblito de m… no lo voy a encontrar”. Por suerte se acordó de un aviso en un número de ‘Mayfair’, el ‘Playboy’ de los británicos, de unos fragmentos de tela que imitaban camisones “para estas ocasiones tan especiales”, según el aviso.
“¿Cómo conseguirme un ‘Mayfair’? Si lo compro en el kiosco, el dueño le contará a mi mamá de mi adquisición, seguro”. Pensaba Se Alicia quedó perpleja y miró su reloj. Faltaban tres semanas para tomar el avión con los ex-universitarios, y se acordó de Ramiro, ese chico de la clase con cara de frutilla. “Compraba ‘Mayfair’ para hacer quién sabe qué porquerías con su cosa, en la soledad de su baño. Si lo visito, por un beso o dos y unos asquerosos toqueteos, tendré la oportunidad de conseguir la dirección y los datos sobre el modelo que mejor me quedará, frente al Rey del Fútbol. Menos mal que no es tan negro como Pelé. No es que sea racista, ni nada por el estilo, pero creo que hay reglas del juego que respetar y la iniciación debe ser con un caucásico, hasta un cosaco.” Alicia siempre analizaba cada decisión tomando en cuenta la máxima variedad de posibilidades con las que podía fantasear.
Con Ramiro, la estrategia funcionó tal cual como lo programó. Después de un beso tan horrendo que, por suerte, le produjo un ataque de tos que alarmó a su compañero, Alicia se excusó para refugiarse en el baño. Todavía no tenía muy claro los posibles peligros, pero se sentía bastante segura de que ni el beso ni el pus de los granitos de Rodrigo podían contaminarla, especialmente considerando la dimensión casi divina de la misión que le esperaba. “Nada de SIDA, sólo la vida”, fue el emblema de la joven en aquel estresante momento.
Debajo de una pila de toallas apareció una ‘Mayfair’, la de febrero, bien manoseada, con una sonriente tetuda alegrando la tapa; le daba una envidia feroz a Alicia. “¡Qué daría para poder proyectarme con un par de pechazos de aquellos!”, suspiraba nuestra heroína, con sus senos pálidos como miniaturas en dudosas vías de desarrollo. Ni con cirugía ni con siliconas podrían aquellas montañas de carne gomosa proyectarse encima de lo que ella veía como su esquelético torso.
Pero la rabia se le fue cuando encontró la página del aviso y descubrió el modelo ‘seducción satinada’. Por doce libras esterlinas, enviado en sobre sin membrete, proveería a Alicia con el marco para recalcar sus mínimos pero petulantes senos ante Diego.
Era una prenda negra que contenía dos agujeros, dando la impresión de anteojos con unos iris rosados en el medio. “El efecto exacto para distraer a Diego del escaso volumen de mis simpáticos, pero poco serios senos”. Alicia seguía obsesionada con el tema. “Mis piernas son espléndidas y de color alabastro. Siempre enloquecían a Lewis Carroll”. De esa textura que solía ser de doncellas inglesas criadas con abundante dosis de crema de leche durante sus interminables adolescencias campestres.
Para llamar la atención de su todavía intacto tesoro, optó por un calzón, también negro, con una rosa que hacia juego con el tamaño y tono de sus pezones. “Servirá como blanco, y para destacarlo más; pero, tal vez, sería mejor bordarla aquí en casa con la imagen de un arco, para así inspirar mejor su puntería”.
Alicia se retiró del mustio baño con los datos deseados y siguió tosiendo y escupiendo en su pañuelo, mientras corría por la escalera. Tiró un escaso beso hacia la blanda figura del sorprendido Ramiro, en su cama con el miembro en la mano.
Dentro de los diez días prometidos por la empresa, llegó el sobre de color beige sin la más mínima identificación. Su mamá preguntó, “Alicia, por Díos ¿Qué es este sobre grueso que te ha llegado de Londres. Por el matasello veo que proviene del Soho. Qué envío más extraño. Hijita, ¿en qué estás metida ahora, me quieres contar?”.
Alicia, reconociendo el riesgo de ser descubierta por su madre en estas actividades que tomaban dimensiones poco usuales para las inocentes señoritas de su clase social, había preparado una explicación que despistaba la curiosidad de su madre. “Claudia me dijo que había comprado una camiseta muy divertida para mi por haberla ayudado en el examen de física. Préstame el paquete que lo voy a abrir en mi cuarto”.
Alicia por supuesto había posteriormente escondido una camiseta en un cajón para mostrársela a su mamá en el momento preciso. Y las dos prendas negras desaparecieron en las profundidades de su placard. “¡Qué linda! Alicia, ¡qué suerte que tus amiguitas te responden!”, contestó su orgullosa mamá. “¡Si supieras hasta qué punto!” respondió Alicia con un silencioso suspiro.
Los diarios del día 15 trajeron noticias tristes. Borges había muerto en Ginebra. Alicia quería asistir al funeral, pero los preparativos para el paseo a México no le permitieron cumplir con tal lamentable misión. “¡El mundo sin Borges!”, pensó. “He perdido un buen amigo, el único que me ha acompañado al País de las Maravillas.
¿Qué suerte de servicio hará la ‘Corte de Corazones’, en memoria de nuestro testigo tan cuerdo? Siento de cierta manera que fue mejor que hayas muerto antes de mi desfloración. Chao, Borges, espero que logres la unificación de tus personalidades gemelas en el más allá”.
Alicia ya había leído todo sobre el Mundial. Tenía mapas, fotos de los lugares, planos de los edificios del campamento de entrenamiento, y hasta un croquis detallado del dormitorio de Diego. Había construido su propio plan de ataque para lograr su doble propósito: debilitar a Diego y liberar su malvado cuerpo, para terminar de una vez por todas con esta ceremonia medieval que conducía al reino del placer, como había aprendido en Bora Bora, y a la libertad de decisión posterior, que le permitía la nueva condición de ‘civil’.
Porque a Charles Dodgson se le había escapado de las manos, no había logrado seducir al Príncipe Andrew, ni a Borges, aquel sultán de las letras ‘esoróticas’ o ‘erotéricas’. Borges, a fin de cuentas, no le parecía presa propicia para esta iniciación tan carnal. Era tan perverso que le produjo un repelente rechazo.
“Y si no me apuro, ¡será la lengua, esa lima rasposa, de la Duquesa la que me penetre, comiendo mi virginidad como si fuera una tasa de Borscht ‘chambré’! Diego, divino número diez, todo está en tus manos y demás miembros; especialmente en ese desdoblable dedo número once que el macho levanta ocasionalmente, cuando el espíritu o alguna mujer, y hay que decir toda la verdad, u otro hombre, lo despierta”.
Para Alicia todo esto de ‘la primera vez’ le encantaba. Y poder combinar el acto con el bien de la Corona (de la Reina de Inglaterra, por supuesto) le parecía excelente. Imaginaba: “El partido de cuartos de finales –Inglaterra contra Argentina. Y Diego Armando, la lengua frotando su ombligo, sus piernas temblando como ‘spagetti’ en la brisa y su respiración fallando como un fuelle con Parkinson’s, jugando como las chicas del colegio. Cantaremos todos: “¡God Save the Queen!”. Ya la pobre Alicia estará más allá de la salvación. “Y nadie sabrá la verdad jamás, además del destruido Diego y yo, de la verdadera causa de la debacle del Dios de la Cancha, aquel 22 de junio de 1986”.
Alicia, como de costumbre, logró insertarse en el bolso de una acompañante de los ‘OxCams’ y viajó ayudada por un baño de ‘margarita’ (versión casera), que la señorita accidentalmente desparramó en el interior de su bolso. Alcoholizada, Alicia cruzó el Atlántico sin ningún sueño alucinante, envuelta en los brazos de un oso panda de ‘plush’, que acompañaba a su anfitriona.
Tenía un día libre antes del partido y recorrió en taxi todo el camino para poder llegar al dormitorio de Maradona, quien ya se había calificado como el máximo goleador del torneo. Encontró todo idéntico al plano que había recortado del ‘Express’. Durmió la última noche de su inocencia en la habitación del Hotel María Cristina, con la pareja que la había trasladado sin saber desde Londres.
Durante la noche se dio cuenta de que iba a tener que considerar la altura de Ciudad de México. El ex-delantero de Oxford casi se quedó para siempre después del vigésimo pistonazo, y su igualmente exhausta mujer no sabía si sentir rabia o lástima, al ver su derrota.
Alicia practicaba todas las técnicas de respiración yogui, hasta las repetidas inhalaciones del Saludo al Sol que había observado en la tele. Agregó algunos ejercicios tántricos por si acaso. Sentía que, con estos esfuerzos previos, iba a poder desempeñarse como campeona en su papel de seductora de Diego.
Pasó las primeras horas de su ‘Día-D’, como le divertía describirlo después a ella misma, pues no le iba a contar los detalles de su desfloración a nadie, nunca, juró. Tomó un café en ‘Sanborn’s’ como cualquier inglesa de buenos modales del principio de siglo XX, que viajaba a las colonias, como las de las novelas de Forster. Luego, fue a mirar los murales en el Bellas Artes de otro distinguido Diego. Casi va a ver una película titulada ‘Las vírgenes se vengan’, pero decidió no contaminar sus propios propósitos, dejando el desarrollo de la situación al azar de su amplia imaginación y todavía intactos poderes intuitivos.
Con el cuidado de un experimentado James Bond, elaboró un plan. Viajó en taxi hasta donde, al reducirse, podía pasar la vigilancia sin problema, y tomó su posición de espera detrás de una planta artificial que escondía la puerta de Diego, de cualquier intruso que se acercaba al largo corredor que conducía hacia su recinto. En cualquier instante, Diego Maradona volvería de la sesión de video sobre los ingleses. Alicia esperaba que el mucamo mexicano abriera la puerta del cuarto para dejar el vaso de jugo tropical que Diego tomaba antes de acostarse.
Cuando el azteca amariconado caminó hacia la habitación, Alicia lo siguió y ahora un poco más grande que un ratoncito, logró penetrar en la ella. “Me parece justo. Primero yo entro, y luego tú. Terminamos a mano”, pensó Alicia, gozando el justo equilibrio que siempre buscan los ingleses. Su plan era transformarse de ratoncito en sirena, mientras que Maradona hacía su aseo en el baño. Y, al salir de la ducha y dirigirse a su solitaria cama, descubriría la encarnación de una diosa, en llamas, extendida sobre su acolchado.
Alicia casi arruinó todo al encontrar al lado de la almohada de Diego, un acariciado osito ‘Teddy’ vestido en una versión mini de su propia camiseta impresa con una versión igualmente reducida del número diez. Sirvió para recordarle que debía preparar su trofeo, el testimonio de aquel monumental momento que sucede solamente una vez en la vida de cada chica, sin ningún reclamo de devolución. Sacó un ejemplar del ropero del ‘crack’, de entre una pila grande, una camiseta con el mágico doble dígito del Rey. “¿Por qué no agarrar dos?” tentada por la cantidad, pero descartó el extravagante impulso, por poco honrado en relación a las circunstancias.
Levantó la sábana y extendió la camiseta a la altura donde en sus fantasías había calculado iba a ocurrir la culminación de su sacrificio y, al escuchar parar la caída del agua de la ducha, recitó las famosas palabras de Lord Chesterton: “Pero los que lucharon por Inglaterra, siguiendo una estrella caída, qué lástima, qué lástima por Inglaterra, tienen sus tumbas tan lejos”. Ella esperaba hacer caer su propia estrella y el instante se acercaba precipitadamente.
Siempre sus metáforas volvían a escenas de Maravillandia. Miraba su propio aspecto. Lucía una suerte de camisón, con sus pechos al gélido aire azteca, sus pezoncitos encogidos como reacción al cambio atmosférico. Se pararon en aptas imitaciones de los ojazos rosados del Conejo Blanco.
“Con este calzón de guerra puesto, y la rosita indicando el camino más corto al delicado destino de la destrucción de Diego, ¡mato! La prenda con las fronteras bordadas en hilo plateado por mis propias manos marcando la apenas visible silueta de un arco. ¡Dieguito no puede perderse!”.
Se veía, sentada, sus piernas cruzadas, el blanco combinaba para formar un erótico triángulo equilátero con sus aureolas color magenta, suficiente para excitar a cualquier hombre digno de ser representante de su género. Y Diego seguramente no era ninguna excepción, sólo que mezclaba las mujeres con alcohol y drogas, decían las malas lenguas de la prensa farandulera.
Alicia se quedó pegada en la imagen fantasiosa de la sabrosura que provoca el macho total. “Pienso en Diego, después de un mes de tragar los retos de Bilardo, con el olor sudado de sus colegas, las tonterías de las periodistas, y la excitación natural de las circunstancias. Si en la cancha pisaba a los mejores en su marcha al arco, me imagino cómo será su ataque en la cama!”, Alicia se entregaba al frenesí de su fantasía.
“¡Es un espejismo! Y si no es eso, dile a Bilardo que lo es. No puede ser. ¿Eres la princesita precolombina de algún paraíso perdido, dulce?”, preguntó el asombrado Diego. Alicia había practicado un par de frases en castellano para esta precisa posibilidad, la de tener que conversar con el superstar del equipo argentino. “Qué lástima que no haya música”, pensaba Alicia. “Me olvidé de aquel detalle. ¡Qué tonta!” Diego metió la mano en un cajón y salieron los rítmicos sonidos del extático ‘Bolero’.
“Tal vez lo confundió con ‘golero’,” comentó Alicia a sí misma, en un momento de nervios, y enseguida se acordó de Bo Derek y la película ‘Diez’. “¡Guau! El destino me protege y encima me mima!” Diego se quitó la toalla que cubría su panza y Alicia, mirando con asombro lo que le esperaba, suspiró. “Parece más un palo de béisbol que el instrumento de un futbolista. ¡Yupi! ‘God Save the Queen’, recitó Alicia y, al pensar en la tarea que había escogido emprender, agregó: “Y qué salve a la pequeña Alicia también”, dijo con entusiasmo.
Alicia se reclinó sobre la cama, cuidándose de poner su cola encima del lugar donde descansaba la camiseta debajo de la sábana. Cerró sus ojos y se entregó al ataque de ese Diez masculino, el Bo Derek de la cancha, el fenómeno del fútbol. “¡Ven, mi negrito, mi ‘fuzzy-wuzzy’, yo seré tu osita esta noche”, dijo Alicia. Se perdió en una vorágine de sensaciones y emociones. Gritó, “¡Qué golazo! ¡Dale, Diego, viejo no más! Te doy un diez, Dieguito, ¡D I E Z!!!”. Y entre todo, se acordaba de entonar, sin mucha convicción, las letras de aquella canción patriótica del ´39: “Siempre habrá una Inglaterra”.
Algunos creían que había sido un temblor; otros la caída de un cometa, un ataque nuclear, y había quienes opinaban que habían sido simplemente truenos y rayos, pero en el momento preciso del clímax de Diego, la ciudad de México se encontró bañada en una luz inexplicable y sacudida por una abrupta serie de movimientos que nadie había sentido antes. La tierra manifestó su emoción de una manera no conocida por los seres susceptibles de archivar los actos humanos más estrafalarios. Frente a su perplejidad, la humanidad se olvidó rápidamente de lo ocurrido.
Alicia estaba a punto de perder su tesoro, y feliz de donarlo a una causa tan vital como el bienestar de su patria. Mantenía cerrados sus ojos, sintiendo que el gran momento se aproximaba. Conoció el enardecido palo de Diego encender las resbalosas paredes de su elástica carne; el gran instante se acercaba. Esta descripción la había memorizado de una nota que vio en una revista en la casa de su amiga Kate.
Su cuerpo se empezó a sacudir, preparándose para recibir la bendición de un nuevo estado civil. Pero, en el momento preciso del orgasmo mágico y mutuo, Diego de repente retiró su rígido miembro y, agarrándolo con la mano derecha, empezó a frotarlo con ganas. Gritó, “¡Perdóname, Claudia! ¡Perdónenme, niñas! ¡Perdóname, por favor, D…I…O…S!”.
Al implorar ese último deseo, hubo una erupción de tamaño volcánico, y Alicia y su camiseta quedaron bañadas en el líquido lechoso que corría de la ya desaparecida erección de Diego. “Diablos”, lloró Alicia, “¡Mi virginidad ha sido rescatada de nuevo, esta vez por la mano de Dios! La mano de Dios realmente está en todas partes” A Alicia no le parecía justo que la desfloración ocurriera sin orgasmo, y estaba dispuesta a considerar la breve penetración como una suerte de magistral ‘fore-play’, un deber a la Corona, pero nada más que eso.
Despertó un tanto frustrada, como si fuera saliendo de un sueño. El refrán de ‘Mother Goose’ hizo eco en su mente. “Fi, fi, fo, fum, huelo la sangre de un hombre inglés” Pero no hubo ni una gota de sangre, sólo un charco de la efusión de Diego. Dio vuelta su cabeza hacia el cuerpo de Diego, pero el jugador dormía profundamente abrazado a su osito. A Alicia le costó liberar la camiseta desde debajo de su macizo cuerpo. “Me imagino que este partido que acabamos de jugar lo ha debilitado y que hoy, por lo menos, correrá sin energía”. Como había programado, Alicia hizo un pequeño paquete de la prenda mojada, un trofeo manchado con su ignominia, y se preparó para reducirse y luego retirarse del recinto de los jugadores argentinos.
Le dio un último beso a su espléndido caballero, con su lanza ya desvanecida, y huyó con lo que debe ser uno de los trofeos deportivos más cotizables del siglo XX. “Tal cual como el texto original de Dodgson sobre Alicia que se vendió tan caro, y como las medias de Marilyn y las boberías de Brigitte, algún distante día en Sotheby’s, valdrá tal vez cien mil libras esterlinas”, calculaba. Pero Alicia, en el acto, decretó, “Nunca lo venderé, ¡jamás! Tal vez haga una donación al ‘Victoria & Albert’, el museo que aloja este tipo de tesoros nacionales”. Se sentía ennoblecida, habiendo cumplido con, por lo menos, la mitad de su doble propósito con tanto ‘savoir faire’. Estaba convencida de que la magia de Diego había quedado en la camiseta que llevaba de recuerdo.
Alicia tomó un sorbo del líquido reductor como era habitual. No le pasó nada. Tomó otro y otro. Luego casi todo el frasco. Pero quedó igual de grande. “¿Qué carajo me pasa?”, exclamó, en voz baja para no despertar al Rey Durmiente. Trató de determinar el motivo de su condición. “¿Qué me pasa? ¿Qué voy a hacer? Tal vez al coger, no me puedo encoger. ¡Qué dilema! Quiero ser como el pene de Diego, telescópico. Díos mío”. Lloraba sin perder su siempre presente sentido de humor lingüístico, pero no cambiaba de tamaño.
¡La fórmula mágica solo servía a las vírgenes! Aunque Alicia aún se imaginaba pura, la ciencia, al aparecer, no respetaba su decisión. Tuvo que escaparse del campamento en tamaño natural. Por suerte, todos dormían y nadie vio a la semidoncella desaparecer, rumbo la campiña inglesa
Ese mismo día, una vez más, Diego llevó a Argentina a la victoria, como si nada hubiera sucedido. Su primer gol quedó clasificado en la historia como ‘El Gol de la Mano de Dios” y Alicia nunca pudo aceptar ni comprender este inexplicable acto de intervención divina. “¿Soy víctima de mis acciones? Si Diego encargó su orgasmo a Díos, en vez de a mí, ¿fue el gol, el premio por evitar un acto poco sacro? ¡Qué complicado!”
Alicia se preguntó, “¡Qué huevón el tipo! Me manosea y después pide disculpas a su mujer, sus hijas y a Díos. ¿Qué clase de comportamiento es ése? Y yo me quedo con la flor un poco marchita pero aún intacta. ¿Dónde está la justicia divina en todo eso?”
Y peor aún, el segundo gol del capitán de la selección albiceleste ese día quedó calificado para la eternidad como un perfecto diez. Hubo quienes proclamaron que fue el hito de su monárquica carrera.
“Sin Borges, ni Andy, lejos de Wonderland, con la virginidad en cuestión, en estado de medias tintas, ¿qué me espera de la vida? ¡Malditos ‘argies’!”, lloró la despistada niña.
“Antes, me metí por un tubo en el túnel y encontré las mil maravillas. Hoy me meten el tubo en mi túnel y todo sale al revés. ¿De qué lado del espejo estoy parada?”. Alicia, excitada, no estaba acostumbrada a encontrarse con dudas ni incógnitas. Pero, algo sí, había aprendido: el sexo no debilita a los campeones. Y eso fue una lección que quería poner a prueba. “Voy a buscarme más campeones, para no dejar esta tarea a medias. Ser una semivirgen no es nada cómodo para mí. Cómo le explico a un pretendiente. Si me pide la mano, es una cosa, pero, si me pide algo más, qué le digo.”
Alicia renueva relaciones con los ‘argies’
Después de la vergüenza que pasó con las manos, y otras partes, de Diego Armando Maradona, Alicia borró Argentina de su caótica cabeza. Se concentró en formarse como se debe en la campiña inglesa, siguiendo los códigos de su casi siempre acertada mamá.
Wimbleton y el British Open pasaron a ocupar su entusiasmo; la etapa del fútbol quedaba atrás. No sentía susceptibilidad alguna por las locuras de ninguno de los países de sus fantasías, ni el de las Maravillas, ni Argentina. Sin embargo, ella seguía preocupándose de su virginidad –como algo que tenía que jugarse a cada rato, y no con la espaciada frecuencia de un mundial de fútbol–.
Había pasado un buen rato desde su fracasado viaje a México. El tiempo, en su caso, pasaba a un ritmo lento. Nunca, por ejemplo, terminaba con la secundaria; avanzaba y avanzaba sin acabar jamás. Su vida transcurría al ritmo de un caracol. Ningún novio había aparecido en el último tiempo. En su pueblo, no se renovaba el stock. La escasez de jóvenes calificados la tenía aburrida. Empezó a sentir ganas de cometer una locura.
Tuvo su oportunidad. Como solía ocurrir, vino a través de algo que leyó en el diario; en esta ocasión, en ‘The Guardian’: “La leyenda se cumple: Llega el Profeta del Norte”, decía entre las noticias internacionales. “El nuevo presidente de los argentinos es un héroe popular que llega desde una pequeña provincia del noreste para rescatar al país de sus dramáticos desastres económicos. Las profecías populares aseguran que va a cambiar el rumbo de su país”. ¡Qué interesante!”, pensó Alicia. Sentía nostalgia por la tierra de los ‘argies’, aunque todavía no la conocía. Se acordó también que había decretado en México que iba a buscar un héroe para terminar con el aún incompleto proceso fisiológico, ¿o era psicofísico?
Carlos Saúl Menem era, como dicen los ‘argies’, un turco, nacido en la provincia más pobre del país. Había tenido una carrera política colorida y una vida privada agitada. “¡Su apellido es capicúa!” exclamó Alicia. Nunca había conocido a nadie con un apellido que se leyera igual al revés. Se daba poco el fenómeno entre los anglosajones. “Es una señal”, pensó Alicia, y su mente empezó a elucubrar una estrategia. “Nunca fui a Argentina. Es un deber que tengo pendiente”.
Lo que no tenía claro era con quién podía hacer el viaje, ni cuál sería el propósito. Evidentemente tendría que ser la conquista del ‘profeta’ o, sería ¿una conquista capicúa? Pensó en llevar a la Sota, pero era demasiado mamona. Decidió no arrastrar a nadie con ella; total, Buenos Aires tenía reputación de ser una ciudad genial, y con una libra esterlina, según había averiguado, compraba un bife del tamaño de un ladrillo y una botella de vino tinto bastante pasable, aunque ella nunca tomaba alcohol.
Planificaba la peregrinación para conocer la capital de los ‘argies’, y bailar el tango entre otros pasos más atrevidos, con el nuevo presidente. Tenía que superar la reacción de su primera impresión cuando lo vio en la tele: parecía más mono que macho, y eso le preocupaba. Pero se acordó de la película ‘Tarzán’ y la reincorporación del héroe en la sociedad británica, y se sentía mejor.
Menem debe estar ya bastante civilizado. Los árabes inventaron ‘Las mil y una noches’ y el baile del vientre. El ‘Kamasutra’ venía de por allá. ¿Los indios eran árabes también?, Alicia especulaba.
Su rollo con este emblemático proyecto ganaba velocidad. Se metió en Internet para aprender más sobre su presa y cómo cazarlo. Encontró que, como el Rey de Corazones, tenía un bulín, en su caso en el elegante Hotel Alvear Palace. “Suena casi imperial”, pensó Alicia, ideal para la etapa final de mi desfloración. Averiguó que Borges había vivido a unos diez minutos a píe del clásico hotel, y que la Casa Rosada, desde donde regían sus sequitos Evita e Isabelita, quedaba a diez cuadras en línea recta. ¡La ubicación era perfecta!
A partir de lo que leyó en Internet, se dio cuenta de que había un problema serio; Menem casi nunca estaba sin compañera. Primero su primera esposa, que había conocido en Siria cuando fue de la mano de su mamá en busca de una novia apropiada. Tenía su amante de toda la vida que, según los rumores, iba a tener su despacho, como eufemísticamente lo llamaban, al lado de las oficinas del presidente en la Casa Rosada. Y su buen amigo, el regente del Alvear Palace, proveía una suite repleta con material altamente palpable. Acostumbraba siempre tener una mujer a su lado, y de preferencia, horizontalmente.
Concentrándose en su volón con Menem, empezó a jugar con el alcance de las capicúas: primero, pensó en nombres. Se acordó de su tío Otto, aquel aparente caballero del imperio que fue administrador de las propiedades del Maharajá de Sutrapur. Siempre andaba con su amuleto favorito. Otro capicúa, ‘anna’, la antigua moneda menor de la India, los ‘pennys’ del país asiático. Cuando Otto venía de visita a casa, solía invitar a Alicia a subirse en su regazo y le ofrecía un puñado de ‘anna’, mientras que acomodaba su turgente miembro, envuelto en un grueso pantalón de franela, por suerte, entre las piernas de la sorprendida niña. “A las chiquillas hindúes les encantaban mi regalos de ‘anna’”, le contaba a una desesperada Alicia. Por suerte, el entusiasmo duraba poco; el miembro pronto se desvanecía, y Alicia llevaba los ‘anna’ al cajón donde ya tenía centenares. “Viejo verde de mierda, si fueran chelines, tendría para un viaje alrededor del mundo”, comentó a si misma.
Alicia, en reprospecto, pensó, “El pene es capicúa en su actuar, igual que el ascensor. Comienzan, suben, bajan, y vuelven a donde empezaron; una perfecta simetría. También los números pueden ser ‘palindromes’, como decimos en inglés. ‘Las 1001 noches’, por ejemplo. ¿Y el 69, es capicúa o solo simétrico? De todos modos, qué trabajo da”. Se acordaba de sus breves experiencias con Ramiro. Por suerte era propenso a la eyaculación precoz, no como Douglas, que duraba y duraba, aguantando todos los trucos que ella había aprendido de su prima Doris. “De todos modos, me parece que no es capicúa, solo chancho”. Buscaba otros ejemplos ilustres, pero ninguno era tan nítido como ‘Menem’. No había duda, tenía que ser él, el escogido, para Argentina y para ella.
Alicia sentía que podría llegar a la altura del desafío y empezó a armar su ajuar. No tuvo que prestar demasiada atención; supo por Internet que a Carlos Saúl le gustaban las chicas con poco, o nada de ropa. Descubrió que tomaba una bebida llamada ‘guaraná’, de origen brasileña, que incrementaba sus ya legendarios poderes sexuales. Trató de encontrar el elixir en el supermercado local, pero la chica que atendía no lo conocía. Compró jugo de arándano de Chile, pero no sentía ningún aumento en ninguno de sus poderes.
También averiguó que a Carlitos le gustaba el deporte, sobre todo las carreras de auto. Jugaba fútbol, básquet y quién sabe qué más. Tenía un avión que, cuando era gobernador de La Rioja, lo mandaba en viajes semanales a Asunción. Las malas lenguas decían que volvía con contrabando y hasta drogas, para financiar sus campañas políticas. Además, junto con su ministro de economía, inventaron una moneda paralela, el bono provincial, un instrumento sin respaldo, decía la nota. “Debe ser como un pene que no puede”, pensó Alicia. Pero la niña se quedó impresionada, ¡un provinciano que pudo inventar su propia plata!
Esta vez, Alicia decidió viajar con toda la ropa que tenía en su clóset, una gran variedad de prendas deportivas que se usaban en el campo británico. “Voy, en parte, en representación de mi Reina, para intentar mejorar las relaciones bilaterales. “¡Qué encontronazo bilateral vamos a tener!” No podía contener su entusiasmo. Como propósito de su peregrinaje, puso la tarea de renovar las relaciones con los ‘argies’, empezando con su honorable presidente electo.
Alicia pensó que viajar en Aerolíneas Argentinas sería más coherente con su misión. Sabía que el servicio era mucho mejor en British, pero estaba dispuesta a hacer el sacrificio para Su Majestad. Escogió la elegante bolsa Vuitton de una exuberante porteña que evidentemente llevaba todas las gangas que ofrecía Harrod´s en aquella temporada. Era una rubia –hecha a mano, por algún cirujano muy capaz– que desplegaba un busto de dimensiones heroicas, como el mascarón de proa de un velero transoceánico de antaño.
La ‘totem’ viajaba con una amiga, morena, igualmente robusta, con facciones más árabes que europeas; también vestida de catálogo de multitienda internacional. Conversaban de sus amantes y los amantes de sus hijas. Por casualidad, la ‘niña’ de la morena parecía haber enganchado a Carlitos y lo visitaba con frecuencia de tardecita en su suite del Hotel Alvear. Según la orgullosa mamá, su hijita era muy bien capacitada para satisfacer al ‘viejo’, apodo con el cual se referían al riojano. “¡Carajo, hasta en el vuelo, me topo con la competencia! Va a haber filas en el corredor del hotel. Tengo la ventaja de poder reducirme al tamaño del taco de mis rivales y entrar sin despertar atención”.
La charla de sus compañeras de vuelo le sirvió para llenar muchos vacíos en sus conocimientos sobre Menem, pero después de un par de horas y una cena poco apetecible, las dos mujeres se pusieron máscaras y se acostaron a dormir. Alicia también dormitaba durante la noche. Después del desayuno, fueron al baño a aplicarse varias capas de cosméticos para atenuar su ‘look’ de vedettes avejentadas. Llegaron refrescadas a Ezeiza y Alicia se quedó en la bolsa de mano hasta que llegaron a Barrio Norte, el distrito más pituco del centro de la ciudad.
Cuando su anfitriona se puso a vaciar sus cuatro maletas, Alicia se escapó; salió de la puerta del siútico departamento, y al llegar a la calle, tomó la dosis reglamentaria para agrandarse al tamaño de los demás transeúntes. Compró un mapa. Se encontraba en la esquina de Talcahuano y Arenales, a diez cuadras del Hotel Alvear. Había leído que todo el mundo tomaba café en un bar cercano que se llamaba ‘La Biela’ y se dirigió hacia el cruce de Junín con Quintana, donde se instaló al aire libre para ubicarse en su nueva situación. Era una jovencita en plena capital de la República Argentina. “¡Qué maravilla, qué lugar más lindo! Esta vez, sí, ¡voy a lograr mi propósito!” Sentía que el destino la acompañaba, viento en popa
Era temprano y pensó que era buena idea ir a la Casa Rosada para ver el entorno de trabajo del presidente. Caminaba por el centro, fascinada por el estilo de los argentinos y las argentinas. Eran guapos, bien vestidos y súper atractivos. “¡Qué mala mano me ha jugado el destino, cualquiera de estos minos me parece más atractivo que Menem.”
Se redujo de tamaño para esquivar a los guardias de seguridad y trepó arriba, a las oficinas de la Presidencia. Rápidamente logró averiguar cuál era del Presidente; había una heladera llena de ‘guaraná’, y un sofá-cama. Había fotos de él y su amiga de juventud en edades más tiernas, y souvenirs de viajes al Medio Oriente. Alicia, sin embargo, no logró agregar ninguna faceta a su identi-kit de Carlos Saúl Menem. Su personalidad no había dejado marca alguna en el frío ambiente institucional.
Por lo menos vio la sede del poder de Argentina; el mismo Menem estaba inaugurando una fábrica, seguramente después de que su cuñado cobró el peaje para conseguir los permisos estatales requeridos. Ya había aprendido las reglas del juego que regían en el país de los ‘argies’ y se sentía lista para conocer al Jefe de Estado.
Caminaba por la calle Florida en busca de un regalito con el cual presentarse ante su presa. No tenía idea de que sería lo adecuado para este tipo de ocasión. Descartó la idea de un libro; no tenía ni el tiempo libre ni la concentración enfocada. Tampoco ropa, tenía su estilista, su sastre y su peluquero; todos con sueldos del Estado. Vino tampoco, su familia fabricaba lo suyo, bastante malo, pero popular en ciertos círculos. Y, de todos modos, celebraba con champagne y pizza, costumbre que la prensa internacional comentaba con sarcasmo. “¡Chocolates!”, pensó, “a todo el mundo le cae bien una cajita de bombones.” Compró una caja de ‘After 8’, importada, y con sabor a menta, muy refrescante para la boca, por si hacía falta.
Llegó al Alvear y pidió un ‘Lapsang Souchong’ en el bar del lobby. Desde su asiento podía observar las idas y venidas de la gente. Por supuesto, Menem no iba a pasar por aquí; usaba un ascensor privado para subir a su suite. Normalmente llegaba a las ocho, tomaba una ducha y esperaba la llegada de la novia de turno. El plan de Alicia se basaba en llegar antes que él y recorrer la habitación para poder programar su ataque. Sería seguramente el primer encuentro oficial en muchos años entre un alto funcionario de Argentina y una representante de la Corona británica.
Subió en el ascensor, caminó por el pasillo hasta estar segura de que nadie la miraba, y se redujo a la más mínima expresión. Entró con la sombra de la veterana mucama y esperó a que ésta terminara de arreglar la cama ‘King Size’.
Alicia preparó su atuendo, una tenida blanca con el ‘look’ de una tarde de tenis. Y llegó el momento. Menem entró jadeando, molesto con algún detalle de su atareado día. Fue directamente al baño maldiciendo todo en el camino. “¡Ojalá que los chocolates mejoren su humor, además de endulzar su aliento!” pensó Alicia.
La joven aumentó su estatura en un 20 por ciento más que su tamaño real. Quería parecerse a las rubias de las tablas de los cabarets. “La ropa me queda súper apretada, ¡qué sexy! ¡Mato! ¡Prepárate Carlitos! No soy Diana, pero mi pinta está bastante bien para un producto de exportación”.
El Presidente salió del baño sin nada puesto encima. Vio a la joven, mezcla entre una ‘Girl Scout’ y una novicia ofreciéndose en su boliche. “¿Qué haces aquí, buena moza? Te equivocaste de cuarto. Éste es la suite presidencial y yo soy el Presidente al natural. Es un honor darte la bienvenida a mi habitación. ¿Qué te trae a Buenos Aires? Es evidente que has llegado hoy.”
Alicia trataba de aplicar su intuición para tomar el próximo paso. Adoptó un tono didáctico, o era dactílico, marcando sus puntos con los dedos. “Soy Alicia, su Señoría. Alicia del País de las Maravillas, pero vivo en el campo en Inglaterra. Quiero reiniciar las relaciones con la Argentina, ¿y quién mejor que el propio presidente para cumplir con este cometido? En realidad, vengo en misión secreta, ni la Reina está enterada de mi presencia aquí.” Dijo. Decidió no agacharse ni hacer ninguna reverencia; temía que al acercarse al pequeño pene, cuya cabecita se escapaba de una gruesa mata de pelo púbico, éste podía levantarse, como una cobra y escupirle en el ojo.
Menem quedó perplejo. Nunca había visto una persona tan ingenua, no sabía qué pensar. Decidió obviar la referencia al País de las Maravillas, debía estar hablando de la misma Argentina. Él no había leído el libro de Lewis Carroll.
Pero la Trixie estaba a punto de llegar, y no le gustaría encontrarse con una joven embajadora con un ‘look’ tan fresco e inocente. “Tengo que deshacerme de ella”, pensó. “Mire, señorita Alicia, me parece que su misión es muy loable, pero estamos tratando temas de la seguridad del Estado. No puedo actuar sin el beneplácito del honorable Congreso, que respeto tanto; tengo un hermano que es senador. De aquí a un par de meses, voy a hacerme del poder para hacer todo por decreto, pero en este momento, tengo mis manos atadas, y usted sabe que cualquier relación de este tipo empieza con las manos”.
De repente, unas lágrimas empezaron a gotear por las mejillas de Alicia. Menem se enterneció y le dijo. “Mira, nena, creo que podemos acelerar el proceso si consigues que algunas empresas inglesas como Shell, British Airways e ICI, por ejemplo, hagan donaciones a la causa. Hay que distribuir sobres entre los parlamentarios, amorcito. Pescas la mosca y te prometo la mejor relación bilateral entre nosotros. Puedes traer a la Reina también, si quieres”. Alicia se acordaba de que el tío Otto pescaba con moscas en Escocia con aquel otro Carlitos, el hijo de la Reina, pero no tenía idea de lo que hablaba Menem. “¿Mosca?” Alicia preguntó. “Guita, plata, pero sólo libras, nada de pesos; te doy la tarjeta de mi cuñado. Pueden arreglársela directamente con él; habla un poquito de inglés. Ven a verme más adelante, y veremos esto de las relaciones congeladas. Trataremos de calentarlas un poco”, contestó con su sonrisa más seductora.
En ese preciso momento, la puerta se abrió y entró una joven de una belleza despampanante. Alicia nunca había visto algo parecido. “Y esta flacucha, qué diablos hace aquí, y tú desnudo con todas tus peludeces al aire. ¡Quiero una respuesta y debe ser convincente!” La Trixie sudaba rabia.
Carlos le contestó, “Esta es Alicia, embajadora del País de las Maravillas. Viene con una misión de la Corona. Hay ciertos asuntos de Estado que hay que tratar en privado. Viene disfrazada. Ya se va. Hemos resuelto la trama de nuestras diferencias con la Reina, Trixie. Pero este episodio no forma parte de las ‘relaciones carnales’ que mi futuro Canciller va a tramar con los gringos. Ahora soy todo tuyo, mi delicia. Ven a papi”. A Alicia no le convenció mucho el paquete que le esperaba a Trixie. “Adiós, señor Presidente, hasta la próxima. Espero que en un futuro cercano podemos concretar nuestras relaciones”.
Alicia huyó, con su tesoro aún intacto, y el honor de la Reina también. Trixie aseguró que no volvería, con un portazo que casi la golpeó en su esbelta cola. “¡Manga de chantas!” Alicia gritó a los cuatro vientos. Por suerte, ninguno de ellos soplaba y su comentario se quedó retumbando en el pasillo del piso de Menem. La puerta sin embargo, quedaba abierta, y si quisiera, podría volver a visitar al Presidente, tal vez en otras circunstancias.
Alicia tomó un taxi al aeropuerto y se embarcó en la primera bolsa que encontró en el vuelo de la noche de Aerolíneas, con su sed de aventuras apaciguada.
Turismo de guerra en las Islas Malvinas
Alicia ya había atravesado la superficie del espejo incontables veces. Había penetrado el pozo que conducía a ese maldito País de las Maravillas, ida y vuelta, hasta el hartazgo. Estaba saciada de las locuras de la Reina de Corazones, los manoseos del Rey, y los ‘viajes’ del Conejo Volado, con su paraguas y bolsillos repletos de cápsulas de LSD y polvos de setas alucinógenas. Cualquier lado del espejo ya le daba a lo mismo. La vida había perdido su carga quimérica. La eterna niña no sabía en qué viaje meterse. El encanto de los cuentos de hadas carecía ya de sabor; el hechizo se desvanecía.
Mientras el mundo progresaba, según lo que leía en los diarios, Alicia había quedado casi igual. A 150 años de su nacimiento, mantenía un cuerpo juvenil en una figura de película, estilo inglés por supuesto, más una mente infantil y aún curiosa, y una manera de ser que traspasaba el tiempo. Había reunido un botiquín de mágicos polvos y pomadas, no sólo para cambiarse de tamaño, sino de edad, color, e incluso década. Sólo le faltaba el ingrediente para variar de sexo. Era capaz de producirse como le daba la gana y lo hacía con bastante frecuencia.
Pero, a pesar de su fértil imaginación y desenfrenadas ganas, hubo momentos en que se sintió frustrada, atrapada en aquel cautivante cuerpo. Imagínense, 150 años y ningún novio que valiera la pena, ninguna relación duradera, y tan pocos miembros que duraran lo suficiente, sólo aquellos que se hacían polvo en la mano… ¡De qué valían todos sus poderes, todas sus experiencias con la realeza del más allá y su banda de criaturas de cartón! Seguía virgen a pesar de todas sus aventuras.
En aquel pueblito británico del Sr. Dodgson que orillaba el río Cherwell, no había muchas oportunidades. La Inglaterra rural de la segunda mitad del siglo XX no ofrecía mayores expectativas a una joven señorita con las ambiciones de Alicia. Dodgson le había enseñado todo lo que pudo, respecto de sus fantasías escritas e incluso de las que aún no escribía.
Añoraba al viejo con todas sus mañas. Le había enseñado mucho de tantas cosas. A veces pensaba que era una lástima no tener una máquina de fotos más ágil que la cámara oscura desarrollada por Dodgson, para poder documentar los vericuetos de su vida.
Inquieta, daba vueltas en el living de la cómoda casa donde aún vivía con su mamá, sus hermanas Lorina y Edith, y su gata Dinah. Seguía sintiendo esa picazón existencial que anunciaba un viaje. Cuando no podía más con una vida catastróficamente chata, se tiraba al pozo para ver si los locos del otro lado del espejo habían inventado algo novedoso para sacarla de su estancamiento.
Pensó en buscar el frasco del líquido mágico y tomarse un buen trago. Sabía que no iba a sentir una gran sensación al achicarse, y que en un sólo parpadeo podría reducirse al tamaño del envase mismo. No tenía de qué preocuparse pues, por suerte, nunca perdía las perfectas proporciones de su simétrico cuerpo.
Todavía no tenía un motivo preciso para emprender el viaje, y se consideraba una joven seria, que no hacía las cosas a la loca. En todo caso, los paseos por el túnel siempre le provocaban sensaciones, aunque no todas agradables. Pero, sentirse mal es mejor que no sentir nada, pensó Alicia, aburrida. Lástima que su entrometida mente no se conformaba sólo con pensar; también la aplastaba con la misma ininterrumpible intensidad. Pobre Alicia, últimamente ni los masajes de la lujuriosa Duquesa la aliviaban. Solía volver a su casa irritada, molesta; el cambio de pozo no la estaba llevando a ninguna parte
Para distraerse un poco, tomó el diario. El titular de un aviso en el Barnstaple Clarion captó, por un instante, su volátil atención: “Sea Ud. Criador de Carneros en las Antípodas”. Alicia había estado en Antibes el verano pasado, bañándose en ‘topless’, para el goce de los demás bañistas, con la Liebre de Marzo que practicaba sus travesuras el año entero. No como sus pares que sólo enloquecían en el primaveral mes de marzo.
A Alicia le divertía su compañía y su empeño. Siempre en la búsqueda de nuevos estimulantes y estupefacientes. “¡Si las Antípodas son como Antibes, no gracias!” gruñó Alicia, en voz baja. Trataba de mantener un velo de racionalidad frente a su madre que ya estaba lo suficientemente alarmada por la conducta de su errática hija.
Buscó ‘Antípodas’ en el diccionario y la lejanía que implicaba el término, la hechizó. Mandó una carta a la casilla de correo que salía en el aviso. En pocos días recibió un folleto que explicaba cómo era eso de viajar gratis al fin del mundo. Creía que ya sabía todo lo que podía saber sobre lo irreal, pero al leer el papelito prolijo y profesional, se entusiasmó con la idea de irse a las Falkland Islands. 1500 hombres, 300 mujeres y 150.000 ovinos. ¡Qué buen cambio con Barnstaple donde se encontraba con, por lo menos, 150 mujeres de siete vidas cada una, siempre y cuando no fueran brujas directamente, 300 hombres – por lo menos legalmente– y apenas una docena de ovejas.
Nuestra aventurera calculó, que descontando un centenar de tipos que ya habían consumido su pasión con las ovejitas, además de algunas docenas que se entretenían entre sí quedaban por lo menos cuatro hombres por cada mujer. El nivel de insatisfacción masculina era obvio. Sus fantasías, estimuladas por tantas visitas al País de las Maravillas, en conjunto con los paseos por el otro lado del espejo de la habitación de Dodgson, la indujeron a un profundo sueño, cosa que rara vez le pasaba a esas alturas de su extraña y perpetua adolescencia.
Despertó con la idea de que sólo la Liebre de Marzo podría ayudarla en esta loca aventura. “Tengo que ser capaz de desaparecer de aquí, para luego aparecer en el buque que lleva a las personas que quieren ser criadores de carneros y afines, cerca de las montañas de hielo que demarcan el Polo Sur”. Pensó.
“Menos mal que no soy friolenta”, reflexionó Alicia, mientras daba rienda suelta a su fértil y desprejuiciada imaginación, que era capaz de derretir hasta la más frígida del pueblo. Cuando resolvió los asuntos climáticos, se puso a pensar en el ajuar que llevaría para el peregrinaje al paraíso de los pingüinos. Quería verse preciosa; irresistible, pero no tenía muy claro cómo lograr un ‘look’ ad hoc.
Alicia se acordaba de un sueño recurrente en el que se encontraba en albas otoñales, haciendo el amor con un pingüino esbelto y joven que se quitaba su negro y brillante frac antes de saltar con aletas extendidas a una cama de pluma de pelícano. “Tal vez es el presagio de un encuentro real con este simpático caballero de corto vuelo que me ha suministrado tantas noches de alegría antártica”, pensaba, llena de ilusión.
“Necesito una reunión urgente con la Liebre de Marzo”. Dijo, decidida y de inmediato se dirigió al clóset, donde su mamá guardaba los remedios, a buscar alguna nueva marca de tranquilizantes. “Con esto, lo pondré de un excelente humor y así, seguro que me va a acompañar,” pensó la joven. La Liebre de Marzo no tenía ningunas ganas de encontrarse con Alicia en la inhóspita campiña inglesa, por lo cual, nuestra amiga tuvo que hacer un repentino e inmediato viaje al País de las Maravillas, esa especie de Disneylandia para dementes inventada por su simpático y perverso vecino.
Tomó una dosis de gotas rojizas y de pronto se encontró en ese efímero edén donde las locuras bordeaban lo salubre. Vio a la Liebre de Marzo bajo un olmo, con sus ojillos rojos girando concéntricamente, y se sentó al lado a esperar su retorno a una realidad compatible. “Tal vez te acompañe,” gritó el Conejo Cósmico, all ver las cápsulas nuevas, extraídas del botiquín de la madre de su amiga.
“Sabes, perdí mi reloj y tengo el bolsillo de mi chaleco vacío. Es hora de irnos; te esconderé en el bolsillo y nos subiremos juntos al barco. Total, nadie va a molestar a un animalito, si parezco peluche… Mientras que tú, con esas curvas atraerás la atención y quien sabe qué más, aunque achicada al tamaño de una zanahoria, no habrá problema alguno. Así, lograremos embarcarnos”. Y la Liebre tragó un par de cápsulas y comenzó a disfrutar la nueva sensación.
Quedaron en encontrarse una hora antes de la partida del transatlántico, navío que llevaría a Alicia al otro lado del Ecuador, dejando atrás el Trópico de Capricornio, para luego conducirla a una tierra de algas y ensueños alados.
Armó su maleta, aunque no estaba muy convencida de llevarla porque temía que ésta nooe todas formas, cci se achicaría junto con ella al tomar el elixir reductor. De todas formas, juntó lo imprescindible para un viaje de tal envergadura y algunas cosas más, desde anteojos de sol hasta Tampax. Decidió dejar a su mamá una nota de despedida: “Mamita, el destino me lleva a las Antípodas – chau, tu hija, Alicia”. La dobló y la puso debajo de su almohada.
La reducida Alicia se metió al bolsillo del elegante conejote; sentía náuseas al darse cuenta de que el buque ya estaba en alta mar. Entre los dos decidieron que Alicia conservaría su estado amenguado hasta la llegada para no consumir tanta comida. La Liebre de Marzo había llevado una docena de huevos de Pascua, pintados de rosa y violeta con estrellitas fluorescentes y un pastel de cuervos que le había afanado al Rey de Corazones. Tenían un cuervo, preparado exquisitamente en escabeche, para cada uno de los días de la larga travesía y también medio huevo diario. Alicia tenía antojo de Bananitas Dolca y un fuerte capuchino para el desayuno, pero tuvo que quedarse con las ganas. Se sentía como un soldado en economía de guerra, cumpliendo con todos los requisitos de la situación.
Durante el viaje, se quedaron escondidos en un bote salvavidas. En el día, Alicia en miniatura se metía al lado de una costura de la lona protectora que cubría la lancha y, totalmente desnuda, tomaba sol. “¡Estos kelpers no saben lo que les espera!” repetía todo el tiempo, mientras que toda su piel se bronceaba armoniosamente. “Voy a llegar con pinta de negra.” La Liebre de Marzo, entre calmantes y cannabis, tuvo un viaje de lo más relajado.
Los Kelpers eran esos toscos isleños que apenas tenían unos tantos corderitos para satisfacer sus solitarios apetitos carnales. Les faltaba ese estilo afrancesado de los pingüinos de sus fantasías. Ella les daba características de hombres-sirenas, masculinizados sólo donde hacía falta, y se imaginaba rodando con ellos en campos helados, disfrutando sus órganos eternamente rígidos, congelados en continúa erección. Los kelpers, eran de carne y hueso y satisfacerlos era como una obligación que cada inglesa debía a su reina; así, por lo menos, lo pensó nuestra Alicia.
A medida que avanzaba el frío y el viento, los baños de sol se fueron interrumpiendo. Alicia hibernó pegada al conejo, cuya peluda panza servía de almohada perfecta. Una madrugada se despertó con una extraña sensación de quietud. ¡Llegamos!, pensó. Miró su reloj y observó que era el primero de abril de 1982. April Fool´s Day! “¡Justo el día para emprender mi nueva vida! Vamos a ver quién es el tonto este primero de abril!”
Una multitud de imágenes llenaba la pantalla de su cerebro. Eran imágenes sanas, cuerdas, sin locuras ni extravagancias. Veía una nueva Alicia, una Juana de Arco cuya llama derretiría la débil carne de los kelpers. Había imaginado el encuentro con su Príncipe Azul montado sobre un caballo –o carnero– blanco, un hermoso hogar campestre (cerca, por supuesto, de la cancha de golf de Goose Green) y una docenita de kelpercitos y kelpercitas, todos alrededor de la chimenea, cantando a coro las coplas de los Beatles.
La Liebre de Marzo debía buscar el momento apropiado para desembarcarse. Las raciones habían alcanzado justo. Alicia juró que nunca más comería cuervo en escabeche y si le tocaba comer huevos sería de a pares, y en otras circunstancias. Pasó el día reclamando. Cuando bajó el sol, decidieron trepar a la cubierta y escaparse. En tierra, corría un viento frío que le sacaba a Alicia todos sus apetitos: ¡qué pingüino, qué kelper! Añoraba su frazada eléctrica rosada y su peludo panda.
Avanzaron igual. Se metieron en el edificio más grande que encontraron en la pequeña aldea. Alicia empezó a dudar de la cordura de su decisión y con lágrimas ya convertidas en hielo durmió en el bolsillo de su congelado compañero, a estas alturas, su nido.
Alicia se despertó temprano. El clima de April Fool´s Day reinaba en la fértil imaginación de la joven y trataba de pensar qué tipo de chistes se acostumbraba contar en esta lejana isla. Su conejo protector seguía durmiendo; soñando con mejores momentos. Sus ojos rojos daban vueltas como la rueda de una ruleta. “¡Qué daría por una taza de chocolate caliente y tostadas con mantequilla y mermelada!”. Pensaba, cuando empezó a escuchar voces y pasos de hombres acercándose a su escondite.
Las palabras parecían iguales a las de costumbre. ¡Los kelpers hablaban inglés, qué buenas noticias! Entró un hombre rudo, gritando: “¡Nos invaden! ¡Nos invaden los argies!” Había mucho ruido; sillas raspando el piso de madera dura y hombres tratando de ubicarse frente a la escalofriante novedad.
“¡April Fools! ¡April Fools!” exclamó la misma voz. “¿Cómo van a invadirnos esos muertos de hambre?” Todos rieron a carcajadas y retornaron a la calma.
“¿Qué tipo de bestia es un ‘argie’?” Alicia se preguntó, intrigada por la amenaza de nuevas aventuras. Trató de recordar todos esos bichos tan extraños que había conocido en el País de las Maravillas, ahora tan lejos. Se acordaba del ‘aardvark’, una especie de cerdo hormiguero, tema de breve duración en sus clases de zoología, y esperaba que un ‘argie’ fuera más simpático que un chancho que comía insectos. Nadie le había alertado sobre el peligro de los ‘argies’. “Tengo que preguntarle a la Liebre de Marzo”, decidió Alicia. “¿Cuándo va a despertarse este dormilón demente?”
Alicia intentó imaginar qué diablos iba a hacer en esta isla de hombres con sentido de humor tan primario. “Temo que he cometido un grave error.” Era ya cerca del mediodía cuando la Liebre se dignó a despertar. Los hombres, que sumaban casi una docena, habían ido a sus casas para almorzar. Alicia y el conejo aprovecharon su ausencia para husmear en los cajones de los muebles, donde lograron encontrar algunas galletas ‘Saltines’. Encima de una mesa, había una tetera con un té asqueroso, pero todavía tibio.
Alicia estaba un poco nerviosa. “Si me agrando, ¿cómo voy a integrarme a esta sociedad casi exclusivamente masculina? ¿Cómo explico mi insólita llegada? ¿Qué hago con mi fiel amigo? Temo que va a ser difícil salvarlo de la olla.
La Liebre se levantó de un salto. “Voy a llegar tarde”, dijo. “¿Qué hago?”
“¿De qué hablas?” preguntó Alicia.
“Estoy atrasado para el té de la Reina de Corazones. Me va a cortar la cabeza. Este maldito té me hizo recordar. ¿Qué hago? ¿Qué hago?” suplicó, casi llorando con verdadera desesperación.
Su voz de alarma no inspiró ninguna confianza en Alicia. “De aquí, salgo solo o no salgo”, pensó. “¿Por qué no tomas el buque de vuelta?” Le aconsejó Alicia.
“Demora demasiado en llegar”, contestó la desafortunada Liebre.
“¡Basta!” gritó Alicia, con su delicada voz de mando. “Vamos a investigar afuera; quiero encontrar a mi príncipe encantado.” Se le había olvidado que la hechizada era ella. En todo caso, su nivel de esperanzas estaba mucho más bajo que cuando había llegado a la isla.
Salieron, bajo un sol resplandeciente, aunque casi se elevaron del suelo con la fuerza de un viento brutal. No había nadie a la vista en el pueblito de Port Stanley. Alicia se dio cuenta del nombre del lugar por el cartel con letras negras de la oficina del correo, frente a sus ojos.
“Vamos al campo. Tal vez encuentre un hacendado a quien pueda embrujar”, exclamó, tratando de levantar su frágil espíritu. La Liebre ya había tomado un par de tranquilizantes y estaba pasándolo estupendo.
“¡Vamos!” respondió con una voz empalagosa, como si estuviera hablando de lejos.
Dieron una vuelta y no se toparon con nadie, ni siquiera un perro. El sol bajó temprano. “Estas son las cosas que suceden cuando uno está cerca del fin del mundo”, pensó Alicia. Volvieron al escondite, y se dieron cuenta de que era el despacho del Gobernador de las islas, entre otras cosas. El mandatario reinaba sobre las Islas Falklands, Georgias y Sándwich del Sur, ¡que paquete de mierda! reflexionó, no acostumbrada a expresarse en estos términos. Creía que las circunstancias merecían un relajo en su vocabulario.
Buscaron más comida, hasta que devoraron una cena de Scotch, su primer trago de whisky, y ‘shortbread’, esas galletitas dulces tan inglesas, evidentemente cocinadas por una de las pocas dueñas de casa del pueblo. Así aliviaban un poco la angustia.
La Liebre se había olvidado de la tertulia de la Reina de Corazones, pero no tenía muchas ganas de quedarse. Alicia extrañaba a su mamá y a su gata Dinah. Decidieron que en la mañana abordarían el buque y volverían a Inglaterra. Al alba, Alicia se despertó con el ruido de unos rifles. “¿Qué pasa ahora?” pensó. Por la calle escuchó el clamor de la gente.
“¡Los argies!” “¡Los argies!” “¡Nos invaden!” gritaban distintas voces masculinas.
“¡Pero, qué pesados!” reaccionó Alicia. “Aquí creen que todos los días son April Fool´s Day. Qué páramo este lugar, detesto a los tontos kelpers”.
La puerta del escondite se abrió de repente y entró un hombre urgido. Corrió a un clóset y sacó un elegante disfraz, tipo teatro de Mayfair de segunda. Alicia no entendía nada. “Hoy es con trajes teatrales; por lo menos, es más gracioso.” El señor, sesentón, buen mozo, parecía ponerse el uniforme de un oficial occidental de alguna opereta de Gilbert & Sullivan; hasta con un sombrero alargado con juguetones adornos de oro. Vestido así, el personaje salió corriendo, a meterse en quién sabe qué.
“Espero alcanzar a conocer un ‘argie’. Deben ser criaturas deliciosas si son capaces de causar tanta conmoción entre estos flemáticos isleños.” Alicia quería salir y seguir al hombre, pero no era el momento apropiado y tal vez perdería el buque. No tenía una idea clara de cuando zarparía. La intriga del instante la impulsó a reflexionar. Escuchó mucho ruido afuera. Tiro tras tiro retumbaban en lo que había sido un ambiente tan pacífico.
“Tal vez son más puntudos de lo que había imaginado.” Alicia estaba a punto de cambiar de idea y quedarse entre ellos. Antes de que pudiera terminar de elaborar su estrategia, la puerta se abrió de golpe y entró una manada de hombres vestidos como guerrilleros, con granadas y metralletas. Parecía estar viendo un noticiero de Irlanda del Norte o Palestina. ¿Qué estaba pasando en este pequeño paraíso británico al fin del mundo? El pobre señor del disfraz volvió caminando tristemente, cabizbajo, delante de los ‘malos’. Los intrusos hablaban una lengua que Alicia no reconocía. Ni en el País de las Maravillas había escuchaba tal idioma.
A Alicia se le ocurrió una idea. Tenían que ser los ‘argies’ y habían invadido la capital de las Falkland Islands. “¿Por qué?” se preguntó, incrédula. “¿Quiénes serían tan locos como para querer ocupar este pedazo de tierra tan inhóspita?” Alicia estiraba su imaginación a los límites de su alcance, pero permaneció atónita. No podía dilucidar las sutilezas de la geopolítica internacional ni la autodeterminación de los pueblos; ni siquiera el alcance de los derechos humanos, en un caso así.
Se acordaba aún de algunos de los términos más álgidos de su curso de ‘Current Affairs’, aquellas incógnitas que gobernaban el buen andar del globo. Rechazó las implicancias por irrelevantes y empezó a mirar los ‘argies’ con ojos de mujer, bueno, de casi mujer. Parecían tan oscuros, como los afganis de Islington. ¿Habrán acaso venido desde el lejano y montañoso Oriente? No, evidentemente sentían más frío que ella. Temblaban como espantapájaros en el viento.
“Yo creo que nosotros debemos irnos de aquí. Pero como el buque difícilmente va a partir hoy, creo que es el momento de hacer un poco de mini turismo y encontrar un rincón tranquilo hasta que las hostilidades se aclaren y se calmen.” Dijo el conejo, menos dopado que de costumbre. Alicia, haciendo un veloz análisis político de la situación, compartió su evaluación con la Liebre de Marzo
Decidieron hacer un tour por la campiña cercana y salieron en medio de toda la confusión. La situación estaba tan tensa que nadie registró el paso de una elegante liebre vestida con chaleco de tres botones. Llegaron a las afueras de la aldea donde empezaban las rústicas praderas repletas de ovejas. Alicia decidió hacerse grande, enorme, para poder cubrir una mayor distancia rápidamente. Así, ‘gigante’ llegó a correr un kilómetro y medio en menos de un minuto, dando pasos de siete metros. La liebre se sentía feliz de ser, por una vez, el pasajero anidado debajo del brazo de la ágil Alicia.
En el camino encontraron un agradable campo, con una casa típica del lugar. Se redujeron de nuevo y entraron al living-comedor, donde había restos de desayuno. Comieron todo con gusto y durmieron durante el resto del día, bien escondidos en el granero. Así pasaron varias semanas, yendo de granja en granja, escuchando a lo lejos los rumores de la batalla. Vieron en la distancia pequeños grupos de tropas en movimiento pero evitaron todo contacto directo con los isleños y sus invasores. A Alicia, todo esto le parecía una farsa tan ridícula. No veía el momento de volver a su hogar, a su mamá y a su gata.
Todo daba para pensar que los ‘argies’ iban a ganar. Alicia no sabía cómo escaparse de los oscuros troperos que seguían apareciendo en la isla. No podía concebir ningún plan para salvarse y la Liebre comenzaba a ponerse cada vez más irritable. Había liquidado su stock de tranquilizantes y necesitaba algo para calmar sus nervios que estaban de punta. Descubrieron unos somníferos en una de las casas y por lo menos tenía con qué dormir.
Pero el panorama se tornaba desagradable. Después de una noche de buen dormir, Alicia decidió volver al bolsillo de la Liebre de Marzo porque se había cansado demasiado. Había trotado más de setenta kilómetros ese día en dirección a los aviones británicos en busca de algún grupo de soldados ingleses, sin éxito. Pero, como suele suceder en los cuentos de hadas, la suerte cambió.
A poca distancia vieron aparecer a un helicóptero, que luego bajó a tierra. Mientras ellos se acercaban, bajaron dos hombres. Alicia quería ver si eran ingleses o no. La Liebre se puso debajo de un arbusto, a pocos metros. Uno de los hombres, que estaba hablando, gracias a Díos, en inglés, se dio vuelta. Elegantemente vestido de camuflaje, se veía muy guapo, pensó Alicia, al verlo acercarse al arbusto donde ella y la Liebre se escondían. Al llegar, empezó a orinar justo encima de la planta que los protegía, bañando al pobre conejo.
Alicia miró hacia arriba para ver de donde venía el diluvio. Pegó un grito, pero su pequeña voz no se escuchaba más allá del oído de su compañero: “¡Príncipe Andrew! ¡Príncipe Andrew!”. La Liebre la miró asombrada.
“Oye, ¡Es el Príncipe! Me hago grande enseguida para saludarlo.” En menos de un instante, Alicia emergió en todo su esplendor adolescente-tardío desde su escondite, gritando: “Prince Andrew, Prince Andrew, Andy Pandy…” Alicia sentía que las circunstancias le permitían ejercer cierto grado de intimidad.
“¿Qué tenemos aquí?”, preguntó el soldado con su bragueta todavía abierta y ampliamente ocupada. “Yo no soy ningún príncipe. Soy un sencillo piloto de la RAF, nada más”.
“Vaya, después de lo que me contó mi prima Sally, la que trabaja en Soho, no hay ninguna duda. ¡De esos no hay dos iguales!” exclamó la excitadísima Alicia.
“¿De qué hablas, loquita?” le contestó el militar, curioso.
“¡De ésel!” Alicia señalaba al lánguido miembro que todavía colgaba al aire libre.
“¿Qué?” El guapo no entendía nada. “Qué plomazo”, pensó Alicia, hasta los príncipes son pesados. ¿Donde iba a encontrar un macho como la gente?
Tuvo que explicárselo todo al imbécil de príncipe. “Vi el tatú del león gordo, que se pone todo flaco cuando…” y Alicia no seguía la descripción que su prima le había trasmitido unos meses atrás. No imaginaba que hubiera otro más que Randy Andy con un pene tatuado de tal símbolo imperial.
“¿Y qué haces aquí, pequeña provinciana?” preguntó el Príncipe, cuya íntima identidad –que los servicios habían puesto tanto empeño en guardar– era revelada ante una bella casi durmiente. Se reía solo, su secreto era descubierto en plena estepa malvinense.
“Yo soy Alicia, su Majestad. Me cansé de pasar mis ‘holidays’ en el País de las Maravillas y vine con mi compañero, la Liebre de Marzo, para conocer las Antípodas. Ya estuve en Antibes la temporada pasada, pero aquí es demasiado distinto y quiero volver a casa.”
“No te puedo llevar conmigo”. ¿Qué voy a decir cuando llegue a la cubierta del portaviones con una señorita tan bien proporcionada y una liebre vestida de circo?, le respondió el Príncipe, con una semi sonrisa.
“Me reduzco y nos metemos en tu bolsillo. Nadie tiene que saber nada. Yo como poco, practico la dieta Scarsdale, y la Liebre con unos cuantos tranquilizantes, lo pasa fantástico.” Alicia trató de usar su tono más seductor, intentando insinuar las bien escondidas delicias de sus curvas.
“Bueno, vamos.” El Príncipe miró para todos lados, esperando una emboscada de enardecidos ‘argies’ en cualquier instante. El otro hombre que había bajado del helicóptero ya había desaparecido en la oscuridad de la noche. ¡Misión cumplida!
Andy revisó su sistema hidráulico y, al resolver el inconveniente, señaló al comando central que iba a volver a la fragata Brazcor. Entonces hizo levantar su caballo blanco metálico y partió rumbo la Estrella del Norte con su insólita carga. ¡Qué aventura!
“Nunca voy a poder contarle esto a nadie, ni siquiera a George”, lamentó Andy. George había dejado al Príncipe Andrew tomar su lugar como piloto del helicóptero, a pesar de la orden de la Reina que prohibía a su hijo exponerse a peligros innecesarios.
“Y aquí vuelo sobre el Atlántico Sur, con una dulce niña encantada dentro de mi bolsillo, haciéndome cosquillas, y una liebre que vuela por su propia trayectoria rumbo a quien sabe qué tierras bajo el efecto de la cápsula colorada que lo vi tragar, al meterse en mi ‘chopper’. ¡Guau, qué historia!”
Alicia dormía como una niña feliz después de una exitosa fiesta de cumpleaños; su más alucinante fantasía estaba realizada. Encapsulada en el ancho y profundo bolsillo del pantalón de Andy, soñaba que estaba montada en un señoril león que la llevaba hacia las puertas del paraíso. Chau, País de las Maravillas.
Alicia había retornado a Inglaterra en un transportador de combustible, 18 horas de vuelta, en el abrazo fraternal de su compañero de viaje, la Liebre de Marzo. Su breve encuentro con el Príncipe Andrew terminó con un tierno beso en la mejilla. Era más cordero que león el muchacho y ella nunca iba a saber la realidad sobre las ganas de los criadores de carneros de las Falkland Islands. Una aventura a medias, con un final feliiz.
Cuando llegó a su país de origen, empezó a averiguar sobre los ‘argies’, aquella raza tan rara de conquistadores de islas insólitas. ¿Serían los británicos del siglo XXI?, se preguntaba. Dominar las Falkland eran una cosa, tenían un mar lleno de peces y tal vez de petróleo también, pero querer conquistar las Georgias del Sur, y esos bocaditos, las Sándwich, era delirante. Nada que ver.
Continuando su investigación en Londres, fue a ver la opereta ‘Evita’. Alicia entendía que esa señora había sido una especie de Reina de Corazones para los ‘argies’. Un amigo le dio un cuento de Jorge Luis Borges. El libro de Dodgson sobre el País de las Maravillas parecía un paraíso de lo prosaico al compararlos. Empezó a armar un ‘identi-kit’ de un pueblo al límite de los límites. Una conocida que había pasado una temporada como una Blue Belle Girl, bailando, entre otros sitios, en Buenos Aires, le contó de una colega. La había conocido hacía años en una boite de Panamá. Era la ex-presidenta de Argentina, Isabel Martínez de Perón. La segunda mujer de Perón, evidentemente, no tenía la garra de Evita.
Alicia empezó a tomarle un poco de simpatía al peculiar país que escogía chicas de vida alegre para ser sus gobernantes. Se imaginaba a Christine Keeler o Kooey Stark manejando las riendas, desde Downing Street, “¡Qué fantástico! ¡Cuánto mejor que el estilo John Wayne de la Thatcher!”, especulaba Alicia. Pero el cuento no paraba ahí no más. Hay que agregarle el mago que trabajaba para la Presidenta Isabel. Cuando ella vivía en Madrid con Perón y el mago, guardaban el cuerpo de Evita, embalsamado, en el altillo. “¡Qué coincidencia, el mismo nombre que mi reina”, pensó Alicia. Pero si ellos tenían un mago, ¡nosotros, una bruja! Nosotros, la dama de hierro; ellos, la reina de los elásticos.
Llegó al tema de los desaparecidos; era tan irreal que Alicia decidió desistir en sus pesquisas de una vez por todas. Se olvidó de los ‘argies’ y de su fantasmagórico país. ¡Qué cosa! ¡Mandar chicos a la muerte para ganarle a unas pandillas de pingüinos! Y así fue por bastante tiempo, excepto que a veces se encontraba silbando algunas estrofas de la canción, ‘Don´t Cry for Me, Argentina’. Sin saberlo, tenía los ‘argies’ metidos en la sangre. Y cómo cualquier virus, se iban multiplicando, hasta convertirla en una patriota cualquiera.
Con la Duquesa en Marbella
A Alicia le tocaban vacaciones. Era Semana Santa y su mamá decidió que irían a la Costa del Sol, en España. A la joven le aburría la idea de pasear sin compañero. Se acordó de una promesa que le había hecho a la Duquesa, esa vez que ésta le dio un masaje y empezó a calentarse demasiado. Alicia, para distraerla, le contó de las playas del Mediterráneo con tantas chicas deliciosas, casi desnudas. La Duquesa se entusiasmó a tal punto que Alicia, en un momento de flaqueza, prometió invitarla en su próxima excursión a la costa española. Y así se salvó de las osadas caricias ofrecidas a su tierno cuerpo.
Alicia emprendió otro viaje al País de las Maravillas para combinar las vacaciones con la Duquesa. Se acordaba de la aristócrata del barrio con sensaciones agridulces; ¡era tan loca! Pensó en esa cuando la mujer buscaba una suerte de ‘lifting’ esotérico, que iba más allá del sencillo remodelaje de la carne.
A Alicia le encantaba la hazaña de la atrevida Duquesa, quien le había comentado: “Un día sentada en la cocina mirando al gato de Cheshire, tuve una inspiración. Este animal puede hacer desaparecer cualquier parte de su cuerpo que se le ocurra. A veces aparece solamente su sonrisa tontona y nada más. Yo que tengo la cara tan fea tendría que poder eliminarla, presentando solamente aquellas partes mías de agrado”.
Fijó un día para tomar un curso acelerado de descomposición de la materia por internet y, en un par de semanas, con algunos accidentes en sus primeros intentos, logró presentar sólo su cara favorita, esa gran boca que daba sus bienvenidas desde la entrepierna, aquel recipiente de tantas enloquecidas lenguas de perversas lolitas. Y a veces lograba producir también un par de amplios pechos, todavía rellenos de la leche de su hijita, resultado de una equívoca relación relámpago con un travesti errante.
La Duquesa, equipada con su nuevo ‘look’, sentía una gran sensación de superioridad frente a la Reina, su principal rival en la cancha de ‘croquet’. Se manejaba con más seguridad, hasta tal punto que su cara, la de arriba, empezó a ablandarse y tomar rasgos de una sinuosa belleza.
“Los sutiles cambios que el destape ha traído al País de las Maravillas son increíbles” pensó Alicia, aliviada de no tener que sufrir la fea y dura barba de la Duquesa en su hombro cuando ésta la entrelazaba con sus brazos como pulpo, largando moralejas del tipo: “El amor es lo que hace girar el mundo”. Alicia siempre le quería contestar: “Pero se necesitan dos para bailar el tango”. Pero retenía el impulso para no herirla. “¡Vieja inmunda!”, quería exclamar, pero se acordaba a tiempo de los buenos modales inculcados por su intachable madre.
Al llegar de nuevo a su casi segundo hogar, Alicia la encontró en la cocina de la Reina de Corazones preparando una torta, rodeada de sus jóvenes ayudantes, todas variantes de un mismo prototipo, la clásica Barbie en desarrollo.
La Duquesa ronroneó con placer. “¡Qué maravillosa idea, mi queridita! Voy a prepararme para mi ingreso a la playa.” Alicia le aclaró que debía dejar su bebé con cara de chancho al cuidado de las nubiles chicas de la cocina. No tenía idea de cómo iban a ser los preparativos de la lujuriosa Duquesa. La abandonó a las suyas, volviendo a casa, una vez que ya se habían puesto de acuerdo para encontrarse en Marbella, el sábado siguiente.
Alicia y su mamá se instalaron en un hotel fabuloso. Tenía playa propia y una espléndida pileta de agua salada. Sin embargo, pensaba: “No puedo encontrarme aquí con esa Duquesa pervertida; quién sabe que escándalo provocaría.” Decidió llevarla a la playa-club, en el centro del exclusivo resort.
Cuando quería lucirse, la Duquesa se veía espectacular. Por suerte hacía un calor brutal, poco común para la época y todo el mundo desplegaba su blancuzca piel sobre la arena. Alicia, con su cuerpecito tan pálido como el del común de los comensales, se sentía inhibida rodeada de tantos opulentos pechos tomando sus primeros rayos de sol después de los largos meses de invierno. “¡Cuánto implante me rodea! Si son como cien mujeres, quiere decir que hay unas doscientas pechugas reforzadas por la tecnología de punta.” A Alicia le encantaba hacer cálculos matemáticos. Era la influencia de su maestro, el profesor y reverendo Charles Dodgson. Matemáticas aparte, su creador no estaría nada de feliz entre tanta carne ondulando en la brisa mediterránea. Alicia, fiel a la tradición de su época, escondió lo poco que tenía bajo la tela celeste de un traje de baño de corte clásico.
La Duquesa apareció en el portón del balneario y causó un gran alboroto. De alguna manera, había logrado darle a su piel un tono de caoba brilloso, que a sus facciones estrictamente sajonas y a su pelo rojizo, le quedaban sensacional. Llevaba puestos unos anteojos con pantallas reflectoras de un grueso armazón dorado y un extravagante sombrero la bañaba en sombra. Su cuerpo maduro, sabroso como un mango a punto de reventar, se convirtió en imán para todo ojo masculino, y por suerte para ella, muchas intensas miradas femeninas. Su carne se exhibía desde el marquito de un bikini transparente con bordes de cintas de color azul turquesa fluorescente. Andaba encima de unas zapatillas con tacos de doce centímetros que, por alguna alquimia inexplicable, le permitían cruzar la arena como Jesús caminando por las aguas.
“¡Díos mío, qué espanto! Y ahora ¿qué hago con esta loca?”. Pensó Alicia cuando la vio. Después de haber gritado un profuso saludo desde la distancia, la Duquesa se acercó. “¡Qué horror!”, susurró Alicia y se contrajo a su más mínima expresión, al tamaño de uno de los tacos de su exuberante amiga.
Pero la Duquesa estaba acostumbrada a sus cambios de estatura y no encontraba nada raro que su pequeña anfitriona hubiera prácticamente desaparecido. “Alicia, querida, aquí estoy. Qué matador el viaje, tú sabes.”
“¡Veo!”, respondió la perpleja niña. “Veo demasiado”.
La Duquesa extendió su opulenta figura encima de una toalla de tonos de rosa-radiante y se quitó el corpiño. La repentina acción, sin embargo, no causó ningún revuelo porque la prendita era totalmente transparente. “No quiero arruinar la perfección de mi pátina”, comentó a Alicia. “No quiero que ninguna raya deje un registro en la superficie de mi piel.”
Alicia la observaba, asombrada. Debía admitir que era lejos la mujer más sexy de la playa. La Duquesa no perdía el tiempo. Se levantó y corrió su toalla un par de metros a la izquierda, juntándola con la toalla vacía, que evidentemente pertenecía a una joven mujer por la bolsa y zapatos que se encontraban a su lado. “¿Qué estará tramando?”, pensó Alicia.
“Vamos a ver si me acompaña la suerte esta mañana”, suspiró la Duquesa, y como un pescador se puso a esperar la presa.
En pocos minutos, una rubia cincuentona bastante bien preservada se acercó, miró con sorpresa a la vecina invasora y se sentó sobre el lado lejano de su toalla.
“¡Eres piscis!” Dijo la Duquesa de repente, devorando a su víctima con una mirada intensa.
La rubia se dio vuelta y casi choca con el cuerpo de la Duquesa. “¿Pero cómo sabes?”, respondió la sorprendida mujer.
La Duquesa había puesto el anzuelo y empezaba a largar el hilo para enganchar mejor a su presa. Había algo perverso que le inspiraba esa cara pequeña de boca apretadita. “Soy astróloga, entre muchas otras cosas, querida,” contestó la Duquesa con una voz que goteaba miel, innecesariamente mostrando unos diez centímetros de una lengua que acariciaba sus pulposos labios antes de volver a su habitual caverna repleta de una dentadura de lujo, bajo los anteojos que reflejaban la nerviosa expresión de la vecina.
“Me fascina la astrología, la magia, todo, absolutamente todo, viste”, respondió la rubia con una pizca de sonrisa, pero sin languetazos.
Alicia miraba con asombro. Ya entendía un poco de español, pero no sabía que aparte de los múltiples usos prácticos de su propia lengua, la Duquesa dominaba un abanico de otros manejos.
“Hablas con un acento que no reconozco”, observó la Duquesa, “¿De dónde eres?”
“De la Argentina, viste.”, contestó la rubia.
“Yo del País de las Maravillas”, explicó la Duquesa.
“¿País de las Maravillas?” pensó la rubia. “Debe ser parte de los Países Bajos, o algo así. La geografía nunca había sido su fuerte. “¿Ustedes. tienen una embajada en la Argentina?”, preguntó la rubia. “No me acuerdo de haber recibido a su embajador”. Aunque tampoco confiaba mucho en su memoria a estas alturas del partido.
“Seguramente no. Es un país imaginario, donde soy Duquesa. Tal vez puedas venir a visitarme algún día…” La Duquesa le ofreció su más sugestivo guiño de ojo; aunque el efecto, penosamente para su público, no traspasó el vidrio opaco de sus aparatosos anteojos oscuros.
“Tal vez, pero, viste, todo es muy complicado. Fui Presidente de la Argentina. Mi nombre es María Estela Martínez de Perón, pero mis amigas me dicen Isabelita, viste. ¿Un país imaginario? ¿Cómo es eso?” Isabelita muchas veces había querido que la Argentina fuera imaginaria. Muchas veces le parecía como si lo fueraé
“Es un país inventado por un escritor inglés en el siglo pasado”, la Duquesa explicó.
“Mi país es más o menos así. No se quién, pero alguien, viste, un escritor o un abogado, lo inventó en el siglo pasado, en 1810 creo. Me parece bastante imaginario también y, por suerte, muy, muy lejano”. Una lágrima negra corrió por su mejilla, dejando un breve camino de rimmel.
Alicia pegó un salto. “Ésta es la famosa Isabelita. La Chabela que bailaba con el exótico elenco de Joe Herald en el club ‘Happy Land’, de Lucho Donadeo en Panamá, cuando de repente, como en Hollywood, apareció el Príncipe verde. “Era el General Perón, dictador desposeído que hacía mini turismo de dictaduras buscando un paraíso fiscal y físico para hibernarse, en espera de mejores tiempos en casa”, recordó la aplicada Alicia. Le llevaba cuatro décadas a la bailarina de cuarta. ¡Qué insólito! No puedo escaparme de los locos ‘argies’. Hasta en esta playa donde todo es cuerpo descubierto, me topo con la ex-presidenta. ¡Guau!”
Alicia inspeccionó a la señora de Perón desde la punta de su pelo teñido a las uñas rojas de los pies. “Todavía se mantiene regia, ninguna cicatriz de rápidas cirugías estructurales, pocas arrugas para una mujer tan viajada. ¡No lo puedo creer! Y esto después de bailar flamenco sin faldas en boites de tercera”.
Alicia, al volver de las Falkland había devorado todo lo que había en Google sobre Argentina. Se enteró de que la bailarina había fascinado al máximo prócer de los porteños, en Centro América, engatusándolo con todos sus encantos a solas. Incluso, dicen que tuvo un brujo personal que la introdujo a los juegos espíritu-físicos de la Quimbanda, una magia negra del Brasil africano.
“¡Qué pareja!” Alicia sentía una atracción particular por José López Rega, el consejero de alma y cuerpo que una vez fue cantante, sargento, y propagandista, antes de contraer la adicción por lo oculto. Ella también había tenido un pasado oculto, bajo el brazo del hombre que la criaba, José Cresto, espiritista italiano, experto en ritos y mercancías de San Pantaleón. El oculto les iluminó el camino para entrelazarse en un triunvirato. La pareja Isabelita-López Rega enterró a Perón por primera vez, y a su primera primera dama, por última vez. A Perón sin embargo, sólo le resucitaron las manos, robadas de su tumba en Chacarita.
Ya no había espacio en Argentina para Isabelita. López Rega se juntó con Perón y Evita en algún esotérico más allá, y la ex-presidenta se exilió en España, donde se sentía sola con la carga de su estrepitoso pasado. Marbella y sus playas eran su único bálsamo. Era la candidata perfecta para un masaje de doble mensaje, como sólo las manos dúctiles de la Duquesa sabrían con tanta maestría realizar.
La rubia estaba contando episodios de su cenicienta vida a la atenta Duquesa, quien se había acercado a tal punto que sus entumecidos pezones casi penetraban en los ojos de la lánguida Isabelita. “Lopecito me hizo mi primera carta astral en 1965, viste. Así lo llamábamos en aquel entonces, cuando era sólo nuestro mozo amaestrado. Predecía claramente que los dos estábamos destinados a ayudar a Perón, viste, en su misión de dirigir a la Argentina y luego a Latinoamérica. ¡Y así casi fue! Hasta que todo estalló. A Perón no le quedaban muchas fuerzas al último. Me acuerdo que cuando el viejo se puso complicado, le quitamos el dulce de leche por un día o dos, viste, y se enderezó en seguida. ¡Qué tiempos aquellos!”
La Duquesa, tratando de mantener el equilibrio en la conversación, le contaba de la Reina de Corazones y sus locuras. Simultáneamente, le ayudaba desparramar unas palmadas de ‘Coppertone’ a lo largo de su aún intacto torso. “Muummmm”, ronroneaba la Duquesa, “¡Qué suave tu piel, Isabelita!”
“La Reina me hace recordar a Evita. Ella fue la segunda mujer de Perón, viste, y una mina de mucho carácter. Armaba escándalo hasta desde el cajón. La habían enterrado en un cementerio en Italia hasta que Perón quiso llevarla a casa.
Finalmente me di cuenta de que ella no quiso que yo cerrara mi puerta de noche. Decidí dejarla abierta, viste, y metí unos muñecos en su cajón para distraerla. Se veía tan linda, a pesar de los años que pasaron desde su muerte; tenía pinta de ser más joven que yo. Le hubiera gustado, Duquesa”, comentó Isabelita, regocijada por las fuertes pasadas de aceite que la Duquesa diseminaba por su cuerpo.
“¡Qué líos! Me deprimió tanto. Pero nunca logré escaparme de mi infelicidad, viste. Cuando conquisté al oficial que me vigilaba donde estuve presa, se dieron cuenta y me lo quitaron. No fue parte del trato; yo era, pues, la ex-presidenta y tenía derecho a mis antojos. Y ese padrillo debe haber sido totalmente reglamentario. Hay tanto tiempo para gozarla al máximo, viste, cuando estás presa. Corría el rumor que de que por estar tantas tardes dándole, con gritos y llantos, había quedado embarazada. ¡Ojalá!”
A la Duquesa no le agradaba nada el giro de la conversación y apretó a su prisionera demasiado duro.
“¡Auch! ¡Eso duele!”, gritó la ex-presidenta.
“Cuánto lo siento, querida. Estás muy tensa. Tengo que trabajarte mucho en esta zona”, respondió la Duquesa, cortando las malas ondas y reubicando la conversación hacia temas de su agrado.
“¡Sí! Tenemos mucho que ver con lo oculto en Argentina, ¿viste?” Alicia escuchaba las respuestas de Isabelita. “Perón mismo dependía del Mister Luck durante su primera presidencia; éste vino al país desde la India, en 1930. Podría haber sido el papá de López Rega. Hay muchas logias, curanderas, madre-santas, consejeros de todo tipo. Son más los astrólogos que los carniceros, y esto en el país de los bifes.”
Sin embargo, Alicia sabía, de su lectura en la web que había casi más psicoanalistas que gente, en el país. “Debe ser que están todos pensando en el más allá.” Pensó. Por eso no se preocupan de manejar el aquí y ahora con un poco más de astucia. ¡Qué manga de embrujados! ¡Todos!”
Alicia empezó a hartarse de los ‘argies’ de nuevo. “Basta, voy a dejar a estas dos perversas en sus juegos y me iré. Me imagino que con el peso argentino a no se cuántos millones el dólar, no habrá ningún ‘argie’ por allí.”
Alicia se despidió de la Duquesa, quien le dijo, “No te preocupes de mí, Alicia querida. Estoy en buenas manos.” O, mejor dicho, “tengo mis manos en la masa. Isabelita me va a invitar a conocer su casita.” ¡Mil gracias por haberme convencido de venir a esta divertidísima playa con gente tan entretenida! ¡Es divino!” Apretó el muslo de su compañera y le tiró un beso a Alicia con la mano libre.
Isabelita miró a Alicia con su expresión impávida y casi inaudiblemente, dijo, “Adiós”. No se parecía nada a la voz del líder de un país que se consideraba importante.
Alicia se ausentó del dúo, maravillada por los azares de la vida. “¡Qué pareja más perfecta! Una duquesa lésbica del más allá, y una mujer que ha compartido un envejecido general con una momia juguetona y un mago maléfico. Y encima proyectada por las estrellas en presidenta de un país imposible; un escenario mucho más que maravilloso.
Alicia conversa con Borges en Bora Bora
Después de su extraña aventura en la costa española, Alicia decidió que el colegio no era tan inútil y retomó el rol de futura señorita. Pero un día, cuando estudiaba los avisos clasificados del Barnstaple Clarion, se topó con lo siguiente: “Combine la gimnasia del Kama Sutra con cada uno de los placeres de ‘Las Mil y Una Noches’, en un orgasmo múltiple, durante una semana en el Saki Sex Farm de Bora-Bora”. “¡Yupi!” Exclamó. Y su lujuriosa imaginación comenzó a girar en revoluciones astronómicas. Para que los lectores no se equivoquen, Alicia, a parte de las experiencias naturales de una joven de buena familia y excelente salud, seguía siendo virgen técnicamente. Las fantasías del reverendo Charles Lutwidge Dodgson habían corrompido el himen de su imaginación, pero su cuerpo estaba intacto todavía.
Pero esa condición no producía ningún freno para Alicia y le encantaba exponerse en situaciones límites y experiencias locas. Como de costumbre, mandó una nota al periódico pidiendo el folleto ilustrativo sobre el Saki Sex Farm (su lema era ‘Sexo Sin Fin’). Pensó que el Sombrerero Alocado sería el compañero ideal para esa odisea. El Sombrerero Alocado pasaba en un permanente y benigno estado de satiriasis y le iba a encantar este paseo dedicado a los placeres de la piel, y otros órganos adyacentes.
Alicia esperaba recibir la literatura descriptiva de este importante centro de estudios hipereróticos antes de emprender otro viaje al País de las Maravillas. Mientras esperaba, fantaseaba. Si uno multiplica las centenares de posiciones del Kamasutra por ‘las mil y una noches’, ¡qué carajo!, sería como tener un vibrador con pila mágica, pulsándose en un movimiento perpetuo, hacia una infinidad de explosiones demoledoras que destellarían estallidos de placer jamás imaginados. Alicia en estas ocasiones se entregaba a una tendencia a exagerar. La extravagancia de su pensar le permitía sentirse mecida en una nube de pluma con textura de crema Chantilly y temperatura de sauna, donde gozaba del sutil tacto de las plumitas de la panza de pichones de palomas haciéndole cosquillas al energizado cuero que cubría sus aún tiernas carnes. “¡De-mas-i-ado!”, exclamó Alicia, devorada por la vehemencia de sus ilusiones.
Al recibir el folleto con sus alusiones a conocimientos inéditos y la posibilidad de aprenderlos todos en una sola semana, Alicia salió volando al País de las Maravillas. Encontró al Sombrerero Alocado tomando su té como siempre, hojeando una Playboy, imaginando a las ninfas en tamaños reducidos aptos a su talla, en apetecibles bocados. Interrumpiendo su férrea concentración, Alicia le contó de su proyecto. Ella temía que los comentarios de la Liebre de Marzo, relacionados a la reciente visita a las islas del Atlántico Sur, podrían haber descorazonado al Sombrerero. Tal vez no iba a querer emprender la excursión educativa que Alicia le proponía. Al verlo cerrar la revista sobre una galáctica criatura, cuyos órganos sexuales se fruncían en una sonrisa digna de Hollywood, Alicia se dio cuenta de que ya lo había conquistado con la promesa de su proyecto. La combinación de sol y sexo demolió cualquier duda, y juntos consultaron en Internet los horarios de los vuelos a la Polinesia.
Alicia ya había inventado un plan. Reducirse al mínimo y esconderse dentro de la bolsa de mano de algún pasajero que iba en su dirección desde Heathrow. Tenía la agilidad de una hormiga para moverse y esconderse, y lo logró junto con el igualmente astuto Sombrerero, quien se coló, cuando un agente de seguridad empezó a revisar el bolso repleto de cremas para protegerse del sol que llevaba una hermosa francesa, rumbo a Tahiti. Así, llegaron a Bora-Bora.
Dos semanas antes, Alicia había enviado una carta reservando dos espacios para el curso de la semana del 15 de octubre, adjuntando un cheque postal adquirido con los intereses de los múltiples regalos del Sr. Dodgson, su creador. Le gustaba darle el reconocimiento que merecía cuando lo mencionaba.
La reserva figuró bajo A. & M. Hatter, y el recepcionista de Farm los miró a los dos con suma curiosidad; una ingenua joven con un personaje de aspecto tan singular. El asiático lo asimiló de inmediato. “Tantos occidentales raros que aparecen para estos cursos. Estos dos son la pareja más dispareja que he visto, en todo caso.” pensó. Alicia recibió la llave y el dúo caminó a su minúscula cabina a metros del mar transparente.
El Sombrerero Alocado se quitó toda su ropa de viaje, incluido su siempre elegante moñito, y blanco como la nieve, con su cabeza bajo el sombrero y su sexo tapado con un breve triángulo de cuero fucsia, saltaba por la arena en busca de quién sabe qué. Ojalá que encuentre ‘lo’ o ‘la’, pensó Alicia; lo quiero contento.
Alicia empezó a estudiar los folletos que encontró en la habitación. El curso contaba con la entusiasta aprobación de la AASECT. “Qué rara combinación de sexo con insecto”, pensó, pero las letras en miniatura le quitaron las dudas. Representaban las iniciales de la American Association of Sex Educators, Counselors & Therapists. Le daba a la cosa una inesperada categoría casi académica, más aún cuando Alicia descubrió que entregarían un diploma a los alumnos que cumplían con los requisitos del curso. La aparente formalidad del programa la tranquilizó. Sentía que hasta su virginidad estaba en juego en Bora-Bora. “Mamá aprobaría la seriedad de la presentación”, dijo, recordando que a su mamá le había dicho que se iba a Lyon a estudiar gramática francesa. “Van a colocar los acentos de distinta manera aquí, se me ocurre”, calculaba la joven.
Se puso a estudiar el programa de la semana: clases en la mañana, laboratorio o sesiones prácticas en la tarde y cine con sexo explícito, en la noche. Una dieta ampliamente saturada en el tema, le parecía. Más feliz que nunca, se felicitó a si misma por haber tomado la previsión de invitar a un ‘partner’.
El Sombrerero volvió jadeando y, entre profundos suspiros, contó que había visto a una serie de chicas de deliciosos tonos chocolate que desfilaban, hasta con los pechos bronceados por el borde del mar. Alicia dio un vistazo a su pálido pecho y con un pote de aceite de coco corrió a corregir su color. Se entregó al cálido abrazo del sol tropical, cayendo en un sueño donde un sinfín de machitos de chocolate pasaba frente a ella, con el ojo de sus lánguidos miembros haciéndole un guiño.
De vuelta a la cabina y exhaustos del sol y de los efectos del ‘jet-lag’, se durmieron en seguida y despertaron justo a tiempo para llegar a la primera clase: “Claves para Precisar Problemas de Pareja – Terapias Apropiadas y Procedimientos Efectivos para su Alivio”.
Alicia no entendía nada de lo que explicaba el chico que conducía la clase, sólo sabía que era buenmozo, pero serio. Sus compañeros de curso eran un menjunje de desgraciados. Empezó a dudar de la astucia de su pálpito, aunque Bora-Bora en si le parecía fantástica. El profesor anunció que al día siguiente dedicaría la hora a las relaciones con el sexo semejante, lo que produjo una espontánea ovación, y para el día siguiente, el proyecto de repensar el sexo, y por las tardes todos deberían participar en los ejercicios: 1. Relajación, 2. Fantasía, 3. Autoestímulo, 4. Placer erótico y 5. Excitación. Alicia anotaba todo como la buena alumna que siempre había sido en el colegio de Miss. Heartmill. Tenía los cuadernos más ordenados de su clase.
Alrededor del aula colgaban carteles con inscripciones como: “Mano que masturbe, cabeza que aturde”, “Arriba los misioneros, abajo los infieles”, “No hay concertación sin orgasmo”, “Los de la Multipartidaria no se auto-manipulan”, “El órgano sexual de más potencia es el cerebro: practique lo que piensa”, o “Un buen pene se porta como un perro adiestrado”. Alicia cuidadosamente traspasó todos los textos a su cuaderno en letras grandes y nítidas. El Sombrerero Alocado estudiaba a las chicas y anotaba sus preferencias con dibujitos muy explícitos. A él no le faltaba ninguna clase de auto-estímulo o fantasía, ya era maestro en esos temas.
Alicia pensó que el sexo no era muy distinto que las matemáticas, con tantas fórmulas y reglas. Todo lo relacionado con las posiciones solía ser igual a la geometría. Como este también era un viaje de vacaciones, decidió explorar la opulenta isla. Después le preguntaría al Sombrerero sobre las reuniones de la tarde.
Almorzó con el grupo, una comida de alto contenido afrodisíaco, según anunciaba el menú. Los erizos y las ostras le encantaron, pero la sopa de cuerno de rinoceronte tailandés y la ensalada de tiburón chino no le convencieron para nada. Menos mal que el postre fue una extravagante selección de frutas tropicales de texturas alucinantes.
Volvió a la cabina y se puso el uniforme reglamentario, según lo que observaba a su alrededor. Una cintita que cruzaba incómodamente su pubis y le rodeaba la cintura. Todavía no entendía cómo sacarse este peligroso triángulo que tanto celebraban aquí, ¡incomodísimo!, raspando su culo a cada paso, No le tapaba nada; era un gesto inútil de buenos modales, pero tenía que adherirse a las reglas del juego del lugar.
Pero el uniforme de los chicos era peor, una pequeña bolsa que les cubría el pene, y a veces, cuando no se movían, las bolas. “¿Para qué?” se preguntaba Alicia. “Mejor nada que estos sutiles instrumentos de tortura”. Se acercaba, sin saberlo, al escurridizo terreno del sado-masoquismo.
Con el pelo suelto, pechos en popa, trasero saltando al aire; todas sus curvas brillando bajo capas de óleos protectores, Alicia se entregó a las leyendas de la Polinesia. Caminaba por el borde de la playa entre palmera y palmera, como princesa primaria. Su palidez británica iba adquiriendo el comienzo de una pátina tropical.
¡Qué aventura le esperaba; no lo podía saber! Empezó a jugar a un viejo ejercicio, pretender ser dos personas a la vez. En algunas ocasiones era realmente dos individuos distintos. Pero también muchas veces, subdividía su ser en mitades. Se acordaba de la vez que se pegó una cachetada en su propia oreja, por haber hecho trampa en un partido de ‘croquet’ contra el otro lado de su personalidad.
Hoy, sin embargo, era una Alicia sofisticada y mundana. Experta en el contenido del curso; por lo menos en lo académico. Seductora y hasta devoradora de hombres. Un verdadero molinillo para desmembrar machos. La Alicia original, más cercana a la versión auténtica –por lo menos de acuerdo a la del Sr. Dodgson– no tenia nada en contra de los miembros del sexo masculino.
Después de un diálogo feroz entre sus diferentes personalidades, Alicia caminaba por la playa a saltos, sintiendo el ardor que producía la arena caliente. Decidió unir su ser fragmentado, con un fuerte abrazo a los poderes cósmicos que la rodeaban y se sumergió en un viaje mucho más gratificante que cualquiera de los que ofrecía el centro. Se despertó renovada y volvió a la cabaña, resuelta a regresar a la playa y sus raptos cuando pudiera.
Alicia había terminado su segunda clase matutina: “Control de Eyaculación bajo Estímulos inverosímiles” y de nuevo decidió no asistir al laboratorio de prácticas, en la tarde. Total, la eyaculación no le parecía un problema que le incumbía. Otra vez saltaba al borde del agua transparente, disfrazada de nudista, gozando de otro placentero paseo bajo el sol. Había caminado unos cinco kilómetros estudiando las sensaciones que podían causar una erupción de la herramienta eréctil del macho y no había prestado mucha atención a las bellezas que le rodeaban. Hasta que de repente, al frente, vio a un hombre de traje blanco, sentado, bastón en manos y mirada dirigida hacía el distante escollo de corales. Parecía una estatua del primer misionero que se acercó a estos lugares, muchos siglos atrás.
Al observar la figura detenidamente, Alicia se dio cuenta de que se había entrometido en una conversación a dos voces, que emergía de una sola boca. Acostumbrada a cosas raras después de tanto andar por el País de las Maravillas, se detuvo a chusmear un poco. Los dos personajes tenían un mismo nombre y parecía que no se llevaban muy bien entre ellos. Alicia tomó la decisión de intervenir antes de que uno pudiera hacerle daño al otro.
Jorge Luis Borges, el legendario escritor argentino, estaba sentado en una silla blanca de madera y lona, solo, al borde de la playa de Bora Bora. Hospedado en un lujoso hotel, descansaba después de una breve visita a Japón, donde recibió otro premio más y bañó a los atentos nativos con las dúctiles sílabas de su melódico inglés. María Kodama guardaba cama, sufriendo de trastornos estomacales, tal vez debido a esta visita relámpago a la tierra de sus antepasados paternos.
Las islas tropicales del Pacífico Sur siempre habían atraído a Borges, un fanático de las aventuras de los exploradores y piratas ingleses de ataño. La palabra ‘Bora Bora’ en sí, con las tres primeras letras de su propio apellido, incitaba a su fértil imaginación a lujosas y lujuriosas imágenes.
Como a veces le solía pasar cuando estaba solo, Borges había empezado a conversar con su otro ‘yo’. Aquel Borges estudiante abandonado hace años al borde del Rin, con ese poeta maduro al lado del Charles. Siempre estaba a la expectativa del día en que los dos se unirían. “Pero al no ocurrir eso, tendría que inventar un nuevo juego, y ustedes saben lo que dicen de los perros viejos”, pensó Alicia.
El sol en su arco interminable se acercó al horizonte y los dos Borges, inmóviles, dialogaban de cosas tan profundas que resultaban sencillas. Recordando su primera conversación con el Sombrerero Alocado, Alicia anunció con una voz fuerte, precisa y sin titubeos, “I am Alicia”. El caballero, mecánicamente, dio vuelta su enorme cabeza en dirección al origen de esta declaración tan inesperada y respondió, “I am Borges”.
“¿Qué es eso? ¿Qué es un ‘bores’?”, se preguntó Alicia, con miedo de que la conversación no siguiera su curso natural. ¿Tendría que ver con la palabra en inglés ‘bore’, o aburrido? Espero que no,”, pensó. Hasta ahí no más llegaba.
“Qué hombre más raro”, remarcó Alicia. “Ni se fijó en mis tetitas. Ya sé que no son grandes, pero ¿qué le pasa al viejito? ¿Lo tengo que llevar al curso para unas sesiones de “Precalentamiento y Erotización Ocular?”
De repente se dio cuenta. “Pobre, no ve nada”, suspiró Alicia, con unas locas ganas de agarrarle la mano y frotar sus dedos carnosos y grises sobre sus preciosos pezones, para que se diera cuenta de lo que sus ojos le escondían.
“Un Borges es un hombre, por lo menos en mejores épocas, lo he sido. Usted es inglesa”. La voz venía desde muy profundo dentro del traje blanco, como si el cosmos mismo le hablara a Alicia. Pronunciaba las palabras en un inglés antiguo, casi como Dodgson. Dio entonaciones que ella no sabía que los sonidos pudieran tener; como si fueran sabores distintos a la comida de todos los días.
“Puede ser que sea divertido”, reflexionó Alicia. “Este viejo tiene algún ángel especial y voy a descubrir el porqué”. Estaba un poco harta de sus compañeros de clase, cuyas mentes y cuerpos se dedicaban a una única obsesión. Ella todavía no contaba con tal poder de concentración; sus fantasías siempre la traicionaban durante las clases y volaban lejos del aburrido tema del sexo sin fin.
“¿En qué idioma ‘bores’ significaba hombres? Ni en italiano, ni en francés” Alicia quería demostrar de que aparte de su figura bien proporcionada, evidentemente invisible para este anciano, era culta.
“Young lady, Borges es un apellido – B O R G E S -” Los gruesos párpados del viejo no pestañaron. La miró fijamente a la altura del ombligo, sin darse cuenta del grado de desnudez de la niña, frente a su nublada visión.
“¿De qué origen?” querelló Alicia, feliz de poder dirigir por fin el incipiente diálogo.
“Vasco”, contestó, sin más comentario.
“Otra palabra que no me dice nada”, pensó Alicia. “Pero que complicado este viejo de mierda. ¿Por qué no es irlandés o por lo menos finlandés o algo más familiar?”
Al notar su silencio, el viejo de blanco agregó, “De origen español, pero soy de la República Argentina”.
Alicia pegó un saltito y palmoteó sus manos, “¡Súper!”, exclamó. “Hace poco estuve en las Malvinas. Me encantan ‘los argies’ y estas dos damas locas que saltaban de las pistas de baile a la cama presidencial, ¡qué genial! ¡Un verdadero País de las Maravillas!”.
Los ojos de Borges parecían hundirse más dentro de sus órbitas. Se ajustó un poco el sombrero de paja ecuatoriano y se quedó mudo un momento más. La criatura seguía saltando; sus tetas bailaban al ritmo de las palmadas.
“Señorita, ¿qué hacía en las islas Malvinas, o Falklands, si usted prefiere?”, interrogó el sorprendido Borges, reflexionando en que hasta en Bora Bora eran capaz de producirle sorpresas.
“Fui con la Liebre de Marzo, respondiendo a un aviso en el Barnstaple Clarion, para ver a los criadores de ovejas y llegué junto con los ‘argies’. Y luego llegó Andy. ¡Qué divertido fue todo aquello, Díos mío!” Sus pezones empezaron a esconderse al recordar el frío antártico.
“Discúlpeme, señorita, si le entiendo bien, ¿usted es Alicia del País de las Maravillas, hija de la imaginación y entrañable pasión de Lewis Carroll?”, Borges preguntó incrédulamente.
“Hija de ninguna imaginación, de los ratos en que el viejo verde toqueteaba a mi mamá en la huerta.” Enojadísima por la acusación, Alicia empezó a temblar pero enseguida volvió a entrar en calor. “Sí, soy esa Alicia. ¿Por qué se sorprende tanto?” A Alicia le costaba conversar con los abuelos y tenía poca paciencia para dar vueltas alrededor de lo evidente.
“Yo soy escritor y gran admirador de su creador.” Comentó Borges, recuperándose del brote de asombro que tuvo al hallar a tal personaje literario en esa exótica playa.
“Pero, viejito precioso, ahora me acuerdo. Yo leí un cuento tuyo. Inventaste un tipo re cuadrado dentro de unas ruinas redondas. Mucho humo, muy confuso. Te crees Díos un poquito, ¿no es verdad? Pero, ¡qué divertido!”. Alicia dio una nueva serie de saltos y corrió a tirarse al mar. Volvió al rato refrescada; su flexible figura estaba cubierta de globitos de agua salada que reflejaban luz en los opacos ojos del anciano autor.
El sol ya había desaparecido detrás de la danza de las olas, y el cielo se cubría de rojo, convirtiéndose en un pálido rosado. El aire refrescaba y Borges se dirigió a Alicia. “¿Puede guiarme hasta mi cabaña, Alicia?”
La lustrosa piel de la joven todavía atraía las últimas refracciones de la luz solar. Le dio la mano a quien consideraba su primer amigo ‘argie’. Caminaron con cuidado por el borde del mar hacia un largo corredor, cubierto por una marquesina rayada, que conducía al lujoso lobby del hotel. De allí salieron de nuevo por un costado y en unos pocos pasos lentos llegaron a la puerta de la cabina ‘B’, sede del descanso de Borges y su extenuada María.
Borges le dijo a Alicia, “Gracias. Tal vez nos reencontraremos mañana y me contarás algunas cosas de tu país, él de las maravillas, por supuesto”.
Alicia se puso de punta de pie y le dio un besito salado en su mullida mejilla, sus pechitos frotándose contra la áspera tela de su traje. Borges sonrió, con esa extraña y triste tentativa de sonrisa que arqueaba sus labios sin registrarse en sus inmutables ojos.
Alicia corrió, saltando de felicidad, todo el trayecto de vuelta, ansiosa por contarle al Sombrerero Alocado de sus aventuras en el efímero mundo de la literatura. Encontró un exhausto Sombrerero echado en la cama, tratando de recuperar un ritmo más natural de respiración. “Tiene el aspecto de haber participado en la Maratón de Birmingham,” pensó Alicia. No lograba imaginar todas las contorsiones que los alumnos de la clase habían ejercitado aquella tarde, según deliraba el Sombrerero.
Al Sombrerero no le interesaba demasiado el cuento de su encuentro con Borges, autor de escaso renombre en el País de las Maravillas, sobre todo, por la falta de versiones hábilmente traducidas. Pero al escuchar la palabra ‘Argentina’, el Sombrerero exclamó: “Te traje un texto que repartieron esta tarde. Está escrito por un ex-alumno argentino. Creí que tal vez te interesaría”.
Faltaba una hora todavía antes de encontrarse con el grupo en el comedor para cenar y Alicia se envolvió en una de esas lindas telas que usaban las nativas para destacar con tanta gracia las exuberantes protuberancias de sus cuerpos. Pero ella no estaba equipada. Con cada movimiento se le caía, provocando la aparición de un impertinente pecho. “Total, en la cama, qué me importa”, pensó Alicia, “y, en realidad, en cualquier otra parte de Bora Bora daba lo mismo”.
Pero el aire ya había refrescado y no quería ofrecerle ninguna tentación al Sombrerero, quien rápidamente se recuperaba de la tarde. Debajo de su floreado cubrecama, empezó a leer. El artículo tenía un título complicadísimo, que se refería a la colonización y sus efectos en los hábitos sexuales. “Uff… qué lata va a ser esto”. Pero Alicia, testaruda, como siempre, abrió la tapa. A su aperrado carácter inglés le faltaba un empujón, al igual que con los deberes del colegio.
Al revisar rápidamente el escrito, sacó una conclusión. Los paraísos y sus destructores, van y vienen, sólo permanece el hombre y su insaciable búsqueda de un par de pechos perfectos.
El Sombrerero la despertó pasándole una plumita por una nalga que se le escapaba por debajo del ‘sarong’ Alicia se acordó de que estaba terminando de leer el texto de Bali cuando sus ojos se cerraron. Justo en el momento en que sentía el roce de la pluma sobre su trasero, había un balinés buen mozote ofreciéndole su flor de frangipani y otros órganos más afines. Guardó el librito, agradeciéndole al Sombrerero por el gesto de acercarla a una realidad más coherente con su sensibilidad.
En el Farm la cena de los miércoles se llamaba ‘La Fiesta del Palo’. Empezó con un miembro de la familia de la calabaza, tipo pepino por supuesto, en forma de pene. El plato fuerte consistía en salchichas de Viena con variadas salsas como adorno. Y de postre, había plátano bañado con una crema viscosa. La presentación del menú era un típico toque de humor del Dr. Saki, un renombrado sexólogo oriental de diminuta estatura, con la excepción de una parte prominente, según comentarios que Alicia había escuchado.
El buen doctor ofreció unas pocas palabras alusivas al encanto de integrar el sexo en todos los actos y actitudes humanas. A Alicia le parecía un poco obsesivo, pero para los demás, resultaba lo máximo. La última noche fue dedicada al “Carnaval de la Concha’. Prometía comida rica y variada, según le habían contado a Alicia. “¿Por qué la comida relacionada con el sexo femenino debía ser más rica que la que refleja el aspecto externo del miembro masculino?” Alicia ponderaba el tema, pero como no tenía ninguna práctica, no pudo resolver la inquietud.
Antes del banquete, tenía que tragar otra película. Dormitaba mientras veía que unas ninfas ejercitaban su dominio de las artes marciales en combinación con las posiciones del Kama Sutra. Se perdió un documental alucinante. En cambio, el Sombrerero quedó atónito ante las travesuras del elenco que lograba torcerse de tantas formas para luego llegar al mismo punto. Los cuerpos se revolvían enloquecidamente alrededor del eje de su polo magnético. Brazos, piernas, lenguas y labios aparecían y se ausentaban con tal velocidad que Alicia, al despertarse por un instante, no pudo seguir el ritmo y se durmió de nuevo.
El Sombrerero, más alocado que nunca, la despertó con un cosquilleo que la hizo saltar medio metro en el aire. “¡Yupi! ¡Lo encontré, lo encontré! Existe el punto ‘G’ y yo lo ubiqué en el primer intento”, le explicó a la atónita Alicia, imitando la voz del profe vietnamita. Alicia pegó un grito, “No me importa como lo llaman aquí, ni en inglés ni en chino, no me lo toques jamás.” Menos mal que el Sombrerero llegó tan agotado de las sesiones de la tarde, que el cuerpo no le daba como para molestarle más esa noche.
A la mañana siguiente Alicia, ya harta, decidió hacerse la cimarra y volver a buscar a Borges, cuyos ojos y mente evidentemente volaban a una altura superior a la de los alumnos del curso. Estaba harta de los confusos coqueteos carnales y de los deseos resueltos con un apretón de genitales.
Alicia amarró la cinta reglamentaria alrededor de su cintura y la pasó por arriba del famoso punto ‘G’, lo que le produjo una sensación placentera. “Ahora, a estas partes hay que asignarles letras para distinguirlas. Tengo que pedirle al Sombrerero que me enseñe el abecedario, hasta la ‘F’, por lo menos,” especuló Alicia, conteniendo su sexo. La playa en la mañana quedaba bajo las sombras de las palmeras y Alicia tuvo que caminar, con los pies en el agua, para alcanzar los rayos del sol.
A la distancia se percató de la solitaria figura de Borges, posada en su silla. Inmóvil como la estatua de mármol de algún muerto célebre, eternamente confrontando el baile de la marea y la salpicadura del viento; dando vuelta en su cabeza, hasta el infinito, como el misterio de la existencia. Alicia, en cambio, se aceleraba hacia el futuro; en las excitantes experiencias que iba a tener con el arcaico escritor que la entendía como a un Jabberwooky.
En este encuentro pasó algo increíble. “No se cómo ocurrió”, Alicia contó después en el Tribunal supremo del País de las Maravillas. Sin darse cuenta, la casi desnuda Alicia y el Borges tropical –cada uno con si propio ‘timing’– cayeron barranca abajo, por el famoso túnel que daba acceso al más allá, hasta llegar a las praderas verdes del paraíso del País de las Maravillas.
Alicia contó, años después, lo que recordaba del viaje con el poeta argentino. “Nos invitaron a la casa de la Liebre de Marzo, a tomar una rica taza de té. Allí todos se pusieron muy locos y empezaron a contarnos cosas raras”.
Alicia y Borges se encontraron en las mesa con La Liebre de Marzo, vestida de pantalones a rayas y una chaqueta súper elegante y el Sombrerero Alocado, en una galera que portaba una etiqueta que anunciaba su precio: 10 chelines y 6 peniques. El Conejo Blanco también asistía, con sus guantes blancos de cabritilla y su abultado abanico; a su lado, un lirón más dormido que despierto trataba de no caerse al suelo. Había dos lugares para los ilustres visitantes.
La casa le causaba mucha gracia a Borges. Las chimeneas tenían forma de orejas muy bien formadas, y el techo que parecía de paja crespa, fue, por extraño que parezca, trenzado de pelos púbicos muy tupidos. En el libro, Alicia recordó que Carroll usó la palabra inglesa, ‘fur’ –que suena más como pelusa de conejo. “En fin”, pensó. “le dije a Borges que las cosas comienzan a parecer extrañas.”
La Liebre se levantó, después de gritarle de mal modo que no había lugar para ella, y luego le ofreció un vaso de vino, aunque no le quedaba ni una gota. De repente y en forma muy irónica, el Sombrerero le preguntó a Borges si su padre no había sido murciélago, o acaso vampiro, refiriéndose burlonamente a su ceguera. Moría de celos porque ella había ido a una cita con un hombre tan elegante y erudito como Borges. Tenía sus arranques y sus rachas este personaje de la alta moda de ‘les chapeaux’, pero, como la misma Alicia había confesado a Borges, cuando uno está inmersa en la trama de la literatura, se aprende a aguantar muchas cosas.
Empezó una compleja pero muy concisa discusión del concepto del tiempo. El Sombrerero mostró su reloj que contaba sólo días, no horas ni minutos. Borges contó sus propias experiencias con el tiempo; habló de la memoria feroz de Funes y otros ejemplos por el estilo. Se llegó a la conclusión de que el tiempo es como un perro bien amaestrado, hace lo qué se le ocurra a su dueño. El tiempo se puede gastar, matar, golpear y siempre retoma a su ritmo, pisando pausadamente, paso a paso, hacia la eternidad.
Alicia sentía que acompañaba plenamente a Borges en la aventura en el País de las Maravillas, como una especie de guía de ecoturismo. Empezó a aportarle explicaciones y detalles, y pasaron la mañana juntos en un vuelo compartido, sin haber tomado la más mínima dosis del hongo o del líquido milagroso. ¿Acaso fue un sueño?
Alicia se aproximó a la sedentaria silueta del escritor y le dijo: “Hola, Borges, ¿cómo dormiste?”
Borges, quien tenía grandes dificultades para abandonar abruptamente su diálogo interior, no reaccionó enseguida. Finalmente contestó, “Muy bien, Alicia. Soñé contigo y con el País de las Maravillas”. Alicia se dio cuenta de que habían soñado lo mismo. Pero se preguntaba si habían compartido experiencias semejantes.
“¡Viejo verde!” pensó Alicia, demasiado susceptible después de sus experiencias cercanas con el alocado Sombrerero. “¿Qué locuras haz imaginado con mi cuerpo inmaculado?” Sin embargo, se portó bien y dijo, “Querido, ¡qué divertido! Cuéntamelo todo; cada detallito”.
Borges empezó a hablar con esa voz que irrumpía de sus entrañas como un volcán, “Soñé que usted venía de madrugada y me invitaba a acompañarle a su mágico mundo subterráneo. Para ubicar una entrada aquí en Bora Bora, sacaba una vieja guía del Diners Club, propiedad exclusiva de los socios residentes del País de las Maravillas. Al presentar la tarjeta Diners –válida en todo en mundo– se podía acceder por el túnel más cercano. Por suerte al costado de este mismo hotel había uno y, al completar los trámites, el número de la tarjeta no figuraba en ninguna lista negra. Nos metíamos y nos encontrábamos en la larga caída por el pozo. Me acordaba de que los costados estaban forrados con libros y cuadros, y los podía tocar al descender. Usted era muy diplomática y no me comentaba que había más títulos de Silvina Bullrich y Marta Lynch que míos”, le dijo.
“Finalmente aterrizábamos y entrábamos por un largo pasillo, pero ninguna de sus puertas estaba abierta. Entonces usted me recomendó probar un líquido sin sabor reconocible y me encogí, todo de golpe. ¡Qué divertido! Era del tamaño de mi gato, ¿Sabe?”
“Algo pasaba, que hacía que usted se pusiera a llorar, llenando el piso con un charco de lágrimas. Después de meternos en no sé qué problema con una colección de pajarracos, que empezaron a bailar desaforadamente, llegámos al aire fresco de un hermoso jardín. Sentía el calor del sol, el perfume de las flores y tocaba la tierra firme bajo mis pies”.
Alicia comenzó a agregar anécdotas –o eran antidotas– como sea, Borges la seguía, encantado de la vida, deambulando en las páginas del cuento de Carroll. Le contó de la vez que el Sombrerero se había embarcado en un complejo, y hasta peligroso experimento. En su afán de agrandarse el pene, en desproporción con el resto de su cuerpo –probando distintas dosis de polvo del hongo mágico– en una ocasión, se convirtió en un enorme falo, con pies y manos. Era una especie de torpedo con aletas .
Entonces el Sombrerero decidió zambullirse por el oscuro canal de su compañera de viaje. A Alicia esta aventura le hacía recordar el asombro de su primera caída por el pozo. Pero en vez de encontrar el paraíso, el Sombrerero se topó con un infierno pegajoso, húmedo y muy apretado. Por suerte, no había perfeccionado al máximo su auto reducción. Su cabello –siempre tan protegido– se había quedado del largo natural. Su angustiada amiga lo pudo salvar, sacándolo con un tirón de una mecha. Ese susto dejó al Sombrerero dócil por largo rato.
Alicia reflexionó, conduciendo ahora a Borges hacia el jardín de la Reina, “Es increíble como las apariencias engañan. Me acuerdo de mi primera impresión de esta manga de infelices. Ahora me doy cuenta de que son iguales a nosotros. Tienen las mismas obsesiones. ‘El puto mundo se está yendo al diablo’. (A Alicia le encantaba mezclar metáforas, aunque a veces sus dichos significaban exactamente lo contrario de lo que quería decir) Y todo esto, hasta en la tierra de las hadas. Si supieran mis vecinos lo que le hizo el príncipe a la Bella Durmiente, antes de despertarla, ¡cuántas cosas había descubierto Alicia sobre las verdades de la vida! “¡Qué porquería todo!”, suspiró la joven.
Llegando al palacio de los Reyes de Corazones, Borges le comentó, “Así que el proceso del robo de las tartas sigue; me hace pensar en la justicia de mi país”. Borges tenía presentes todos los detalles de los últimos capítulos de la obra maestra de Lewis Carroll.
Era mucho más complejo de lo que parecía a primera vista y después de haber escuchado los cuentos de Alicia, Borges empezaba a darse cuenta de lo que se trataba. Con su vasta erudición respecto al idioma, dominaba todos los matices y, de repente, percibió que las tartas perdidas no eran los pasteles de la Reina, sino que en realidad se trataba de las concubinas del Rey.
De allí en adelante, este descubrimiento facilitó la solución del misterio. Todo se jugaba con doble sentido. En el idioma sajón, según el diccionario, la palabra ‘tarta’ significa además de pastel dulce, una dulce tortillera. Si la Reina de Corazones llegara a enterarse de la existencia de este cuerpo de danza, casi infantil, con el que el Rey pasaba sus tardes, les cortaría a lo menos los clítoris. Pero la Reina, en su afán de organizar más galas de ‘croquet’, quedaba totalmente fuera de los entretenimientos de su marido; un flacucho infiel, que apoyaba el ballet como podía en su Reino, preparando concursos para encontrar nuevos talentos.
En una de esas tantas visitas al reino, hacía ya varios años, Alicia accidentalmente logró conocer al elenco de bailarinas exóticas del Rey. El Sombrerero Alocado le estaba contando a la Liebre de Marzo, compartiendo una rica tetera de ‘Earl Grey’, de las delicias que había pescado bañándose al borde del río, el día anterior. Aquella misma tarde, Alicia se escabulló del aburrido té perfumado y corrió hacia el río para ver qué era lo que tanto había agitado al enamoradizo Sombrerero.
“Desnudas al máximo, o al mínimo, mejor dicho”, pensó Alicia. Había una docena de jóvenes de unos tiernos veinte años, tomando sol, dándose sensuales masajes entre sí, o nadando en el agua. Alicia se acercó tímidamente a una de ellas, una espléndida rubia digna del pliego central de cualquier número de la revista ‘Playboy’.
“Soy Alicia”, entonó dulcemente la adolescente.
“¡Andáte pendeja, los bailes de este cuerpote de ballet no son para ti! Vuelve al colegio y al ‘rock and roll’”, le contestó la malhumorada rubia, brusca y desagradablemente. Estaba limándose las uñas de sus pies, que eran perfectas, como todos sus demás atributos.
“Soy turista aquí en “Las Maravillas”. Vengo bastante seguido. ¿Dónde bailan ustedes? Nadie me habló de un teatro aquí, solamente de los conciertos de la Reina.”, le explicó Alicia.
La mujer le contestó, “Cariño, bailamos en el bulín del Rey. Bailar es un decir”, aclaró.
Alicia ponderó. “‘Bulín’ será lo mismo que ‘budín’. Tal vez son como esas chicas que salen desnudas de las tortas en las fiestas de despedida de solteros”.
“Ah, tu hablas como la Duquesa con sus tontas moralejas”, contestó Alicia, cada vez más maravillada con el cuerpo de la ‘bailarina’.
“No me hables de esa chupaconchas. Me basta con el Rey y su rasposa lengua, por favor”, respondió la enfadada rubia.
Alicia decidió, “¡Basta, no sigo más con esta conversación! ¡Qué resentida esta loca! Y qué raro, no me había dado cuenta de la predilección de la Duquesa por los frutos del mar, nunca me habla de los crustáceos, ¿o eran los rosacruces? No me explicó por qué tenía una aversión por ciertas partes de la persona del Rey. Cada loco con su tema en este loco, loco mundo”.
Miraba a su alrededor y se daba cuenta de que cada chica era más atractiva que la otra. “¡Qué lástima que no quieran hacerse amigas mías”, lamentó Alicia. Se sentó debajo de la copa de un frondoso árbol y observó como las bañistas del Rey pasaban la tarde.
Escuchó la conversación de dos de ellas que prácticamente se comunicaban a gritos y carcajadas; se parecían a las argentinas que salen en la televisión chilena. “¡Ese Sombrerero Alocado es para no creerlo! Viene todo suavecito con su galera dura y su ‘bowtie’ almidonada”.
La otra, macerándose el cuerpo con una extraña loción, agregó, “Y después se saca el sombrero y como un mago empieza a exhibir todas sus porquerías.”
“Nunca he visto tal colección de instrumentos delirantes. Me encanta ese doble pene de goma dura –el cosquilleo simultáneo que me da, ¡Díos mío!– Como las ninfas se dirigían al agua, Alicia no lograba absorber más detalles. La Duquesa era tortillera, el Sombrerero un sátiro y la Sota, un nene de Papá.
Alicia, con su habitual encanto y paciencia, se hizo amiga de las bomboncitas del Rey y en varias oportunidades actuó de mensajera del amor, si así se podía llamar a lo que todos ellos hacían, entre las ‘tartas’ del Rey, el Sombrerero y quién sabe quién más.
Alicia se había extraviado en sus elucubraciones, olvidándose que Borges aún estaba a su lado y su interés se centraba en cómo se iba a definir el juicio. Ahora sí, la poesía que entregó el Conejo Blanco como testimonio a la Corte tenía su significado evidente. “Leáme el verso de nuevo”, reclamaba Borges.
Alicia recitó una vez más la famosa poesía.
“Me dijeron que a visitarla fuiste un día,
Y que de mí te comentó;
Ella habló bien de mí,
Pero dijo que yo no sabía nadar.
Él les mandó a decir que yo no había ido
(Sabemos que es verdad).
Si ella sigue insistiendo con el tema,
¿Qué pasaría contigo?
Le di una a ella, ellas le dieron dos a él.
Tú nos diste tres o más.
Todos se devolvieron de él hacia ti,
Aunque antes eran mías.
Si yo o ella por casualidad nos metemos
En el asunto
Él confía en que tú las liberarás,
Exactamente como antes nos encontramos.
Mi noción es que tú habías sido
(Antes de que ella tuviera el ataque)
Un obstáculo que apareció
Entre él, nosotros y aquello.
No le diga a él que a ellas les gustó tanto
Porque esto debe ser secreto
Guardado de los demás,
Entre tú y yo.
“¡Lo veo, lo veo! Es así, Alicia”, gritó Borges, con un entusiasmo juvenil. “Él que se titula ‘yo’ es la Sota, ‘ella’ es la Duquesa, ‘él’ es el Sombrerero, ‘vos’ sos vos tal cual, perdona la familiaridad, se me escapó, y ‘ellas’ son las chicas que en inglés también se denominan ‘tartas’, como te expliqué, y ‘esto’ es aquel extraño amor de la Duquesa por las niñas. Según el poema, fue la Duquesa quien raptó a las ‘tartas’ y a ellas les gustó tanto que hubo que mantenerlo en secreto. Pero es más complicado, como verás”.
Borges se levantó con la ayuda de su grueso bastón para acercarse al Tribunal y tomar el juramento. Puso su mano sobre un deteriorado tomo que el Conejo Blanco extrajo de un cajón. Por suerte, no pudo leer el título: ‘Bomarzo’ de Manuel Mujica Laínez. Borges solemnemente prometió decir lo que para él sería sólo la verdad y nada más que la verdad. Imagínense la cara de la Reina de Corazones cuando Borges se puso a hablar en sus tonos más profundos y serios.
El viejo autor argentino explicó a la corte: “La Duquesa y la Sota tomaron las ‘tartas’. La Sota le dio a la Duquesa la que más le gustó. Las ‘tartas’ hacían cachipún para elegir a las dos que podían irse con el Sombrerero. Y Alicia actuaba de árbitro de la selección, devolvía las restantes ‘tartas’ a la Sota y a la Duquesa, quien ya mostraba ganas de probar un nuevo bocado.
“A Alicia se le había dado la consigna de tocar la trompeta del heraldo, en este caso, su compinche el Conejo Blanco, si alguien trataba de involucrar a la Sota o a la Duquesa en el asunto de las ‘tartas’ extraviadas. Y el Rey, por supuesto, trataba de mantener las apariencias de las cosas frente al temible enojo de su señora, la Reina, insistiendo en la versión que daba fe de que el asunto se trataba de los ridículos pasteles encima de la mesa, al frente de todos ellos”.
Los jurados, abrumados por los detalles, escuchaban más testimonios. La Sota le admitió al fiscal que no sabía nadar. Eso fue sólo una alusión al hecho de que ella todavía no practicaba algunas de las locas técnicas preferidas por la Duquesa y el Sombrerero. No admitió nada más. La Duquesa largó una serie de moralejas no muy pertinentes, sin reconocer su culpabilidad. Por ejemplo, entre carcajadas, recitó, “Se dice que uno no puede poseer su ‘tarta’ y comerla a la vez’”.
La Reina no abrió la boca, provocando un silencio raras veces escuchado en un acto público en el País de las Maravillas.
El Rey estaba feliz al saber que las chicas estaban sanas y salvas. No consideraba que los abusos de la Duquesa ni los raros usos del Sombrerero constituían ultrajes a su persona ni a la de las ‘tartas’.
Por primera vez en el País de las Maravillas, el jurado logró votar, llegar a una coincidencia y elaborar un veredicto. “Por decisión unánime,” anunció el orgulloso Lagarto Hill, “condenamos a la Sota a diez años sumergida en el Estanque de Lágrimas sin salvavidas. A la Duquesa y al Sombrerero, los condenamos a diez años de rigurosa unión matrimonial. A las señoritas en cuestión, mercancías robadas o ‘corporas’ deleites, les solicitamos su inmediata devolución a Su Excelencia el Rey. Y a Alicia la metiche, su exilio del País de las Maravillas”.
“Agradecemos la amable y eficaz intervención del señor don Giorgio Luigi Borges, (el jurado había tomado el autor argentino por un italiano más) a quien recomendamos al Rey, para que le otorgue un lote de quinientos metros cuadrados, con vista al río en el flamante Country Club Barrio las Maravillas, además del título de honorable en primer grado, con todos sus beneficios de por vida. También la Orden del As de Corazones, y por último, en reconocimiento por sus servicios a la patria, más allá de lo imaginado, una llavecita de oro para el bulín real”.
Hubo un aplauso general. La Reina le pegó al Rey con su palo de croquet, dejando de paso sin sentido al pobre flamenco que le tocó servir de instrumento real aquel día. Los soldados llevaron a los tres culpables, la Duquesa, el Sombrerero y la Sota a cumplir sus respectivas sentencias, y a Alicia y a Borges a la boca del pozo más cercano para reenviarlos a sus respectivos hogares.
Alicia se la juega en el Mundial de México
Argentina había desaparecido de su pantalla cerebral. De vez en cuando, el diario mencionaba algún esporádico esfuerzo de negociar la paz entre Gran Bretaña y los ‘argies’, o el pomposo triunfo o triste fracaso de alguna estrella deportiva. Parecía que nada iba a reencender su pasión por aquella distante y agrandada península sudamericana. A Alicia le encantaba designar el término ‘península’ a cualquier elemento que proyectaba; una práctica que divertía enormemente a sus compañeras.
De repente los títulos de los diarios londinenses se llenaron de nuevo con noticias de Argentina. El matrimonio de Borges con María y su subsecuente enfermedad generaron titulares en todo el mundo. “¡Viejo verde! ¿Qué tiene ella que no tenga yo?” se decía a sí misma, sintiendo un toquecito de envidia por la mujer que había conquistado finalmente el corazón del reconocido autor. Trató de imaginar como sería el sexo con un oriental, pero como aún no sabía como podría ser con un occidental, abandonó el tema.
La posibilidad de un partido entre Inglaterra y Argentina en la Copa Mundial de Fútbol estimuló a la potente imaginación de Alicia, excitando su flamante nacionalismo y otras fantasías de naturaleza más personal. Tomó una decisión; tal vez la más acertada de su elástico y caótica vida. Pensó en las patrióticas palabras de Lord Horacio Nelson en el momento peak de la Batalla de Trafalgar: “Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber”.
Alicia había colgado un póster de Diego Armando Maradona en su clóset, donde no era demasiado evidente ante los siempre preocupados ojos de su mamá. “Ay, este bombón de chocolate blanco es para comérselo entero… Este excitante hijo de Escorpio, su celestial o, mejor dicho, bestial cuerpo, regido por los órganos sexuales, me excita. Muero por el momento en que meta un golazo en mi arco” Alicia volaba con una calentura incontrolable; tuvo que meter sus manos en los bolsillos de su saco.
Alicia seguía revisando ávidamente los avisos del ‘Express’ que anunciaban paquetes particularmente tentadores para asistir al Mundial de Fútbol 1986, en Ciudad de México. Como no iba a pagar el pasaje, no le importaba el costo del boleto, pero sí quería asegurarse de no caer en el bolsillo de algún lujurioso y violento miembro de alguna barra brava. No había llegado a esas alturas de la vida, intacta, para terminar como víctima de algún drogado aficionado de West Bromwich Albion.
En internet encontró un grupo con el cual podría viajar con total seguridad. “Tal vez ésta será la última vez que tengo que preocuparme por este incómodo tesoro que siempre transporto entre mis piernas”, Alicia, reflexionó al estudiar el aviso. “Los ex-alumnos de las Universidades de Cambridge y Oxford invitan a sus graduados y familias en nuestro Boeing 747 para estar presentes en los últimos tres partidos del equipo ganador del Mundial 1986, en el Estadio Azteca. ¡Partimos el viernes 20 de junio!”
“¡Perfecto!”, pensó Alicia. “Diego Armando Maradona, ese ‘fuzzy-wuzzy’, negrito de mierda, va a estar jugando todavía, y si le tocan los cuartos de finales contra Inglaterra, voy a matar dos pájaros de un sólo tiro”. Y pensando, se dijo a sí misma: “¡Qué buen juego de palabras. Cuando termine con Diego, o mejor dicho, cuando él termine conmigo, le va a quedar un pajarito que sólo servirá para ser embalsamado o puesto en un plato de polenta. Veremos al terminar nuestro encontronazo qué tal el campeón desarrolla su juego en la cancha después de su noche jugando conmigo”. Decía, inspiradísima, la joven aficionada.
Alicia se había quedado en casa muchos meses y llevaba un buen tiempo sin viajar; así, sus fantasías tomaban vuelo y cualquier mención a un macho torturaba su mente. Su rollo mental con Argentina volvió a tomar vuelo, agregando variaciones cada vez más estrafalarias. Siempre dada a lo dramático, Alicia recordó como calificó el poeta Rupert Brook al espíritu del guerrero británico: “Si muriera, creerán solo esto de mí –que hay algún rincón de un potrero (o, en este caso, una cancha) extranjera que, de ahora en adelante, será para siempre parte de Inglaterra”.
Alicia empezó a aterrizar su fantasía. “Como cualquier buen jugador, necesito el uniforme adecuado,” pensó la joven deportista. “Y aquí en este pueblito de m… no lo voy a encontrar”. Por suerte se acordó de un aviso en un número de ‘Mayfair’, el ‘Playboy’ de los británicos, de unos fragmentos de tela que imitaban camisones “para estas ocasiones tan especiales”, según el aviso.
“¿Cómo conseguirme un ‘Mayfair’? Si lo compro en el kiosco, el dueño le contará a mi mamá de mi adquisición, seguro”. Pensaba Se Alicia quedó perpleja y miró su reloj. Faltaban tres semanas para tomar el avión con los ex-universitarios, y se acordó de Ramiro, ese chico de la clase con cara de frutilla. “Compraba ‘Mayfair’ para hacer quién sabe qué porquerías con su cosa, en la soledad de su baño. Si lo visito, por un beso o dos y unos asquerosos toqueteos, tendré la oportunidad de conseguir la dirección y los datos sobre el modelo que mejor me quedará, frente al Rey del Fútbol. Menos mal que no es tan negro como Pelé. No es que sea racista, ni nada por el estilo, pero creo que hay reglas del juego que respetar y la iniciación debe ser con un caucásico, hasta un cosaco.” Alicia siempre analizaba cada decisión tomando en cuenta la máxima variedad de posibilidades con las que podía fantasear.
Con Ramiro, la estrategia funcionó tal cual como lo programó. Después de un beso tan horrendo que, por suerte, le produjo un ataque de tos que alarmó a su compañero, Alicia se excusó para refugiarse en el baño. Todavía no tenía muy claro los posibles peligros, pero se sentía bastante segura de que ni el beso ni el pus de los granitos de Rodrigo podían contaminarla, especialmente considerando la dimensión casi divina de la misión que le esperaba. “Nada de SIDA, sólo la vida”, fue el emblema de la joven en aquel estresante momento.
Debajo de una pila de toallas apareció una ‘Mayfair’, la de febrero, bien manoseada, con una sonriente tetuda alegrando la tapa; le daba una envidia feroz a Alicia. “¡Qué daría para poder proyectarme con un par de pechazos de aquellos!”, suspiraba nuestra heroína, con sus senos pálidos como miniaturas en dudosas vías de desarrollo. Ni con cirugía ni con siliconas podrían aquellas montañas de carne gomosa proyectarse encima de lo que ella veía como su esquelético torso.
Pero la rabia se le fue cuando encontró la página del aviso y descubrió el modelo ‘seducción satinada’. Por doce libras esterlinas, enviado en sobre sin membrete, proveería a Alicia con el marco para recalcar sus mínimos pero petulantes senos ante Diego.
Era una prenda negra que contenía dos agujeros, dando la impresión de anteojos con unos iris rosados en el medio. “El efecto exacto para distraer a Diego del escaso volumen de mis simpáticos, pero poco serios senos”. Alicia seguía obsesionada con el tema. “Mis piernas son espléndidas y de color alabastro. Siempre enloquecían a Lewis Carroll”. De esa textura que solía ser de doncellas inglesas criadas con abundante dosis de crema de leche durante sus interminables adolescencias campestres.
Para llamar la atención de su todavía intacto tesoro, optó por un calzón, también negro, con una rosa que hacia juego con el tamaño y tono de sus pezones. “Servirá como blanco, y para destacarlo más; pero, tal vez, sería mejor bordarla aquí en casa con la imagen de un arco, para así inspirar mejor su puntería”.
Alicia se retiró del mustio baño con los datos deseados y siguió tosiendo y escupiendo en su pañuelo, mientras corría por la escalera. Tiró un escaso beso hacia la blanda figura del sorprendido Ramiro, en su cama con el miembro en la mano.
Dentro de los diez días prometidos por la empresa, llegó el sobre de color beige sin la más mínima identificación. Su mamá preguntó, “Alicia, por Díos ¿Qué es este sobre grueso que te ha llegado de Londres. Por el matasello veo que proviene del Soho. Qué envío más extraño. Hijita, ¿en qué estás metida ahora, me quieres contar?”.
Alicia, reconociendo el riesgo de ser descubierta por su madre en estas actividades que tomaban dimensiones poco usuales para las inocentes señoritas de su clase social, había preparado una explicación que despistaba la curiosidad de su madre. “Claudia me dijo que había comprado una camiseta muy divertida para mi por haberla ayudado en el examen de física. Préstame el paquete que lo voy a abrir en mi cuarto”.
Alicia por supuesto había posteriormente escondido una camiseta en un cajón para mostrársela a su mamá en el momento preciso. Y las dos prendas negras desaparecieron en las profundidades de su placard. “¡Qué linda! Alicia, ¡qué suerte que tus amiguitas te responden!”, contestó su orgullosa mamá. “¡Si supieras hasta qué punto!” respondió Alicia con un silencioso suspiro.
Los diarios del día 15 trajeron noticias tristes. Borges había muerto en Ginebra. Alicia quería asistir al funeral, pero los preparativos para el paseo a México no le permitieron cumplir con tal lamentable misión. “¡El mundo sin Borges!”, pensó. “He perdido un buen amigo, el único que me ha acompañado al País de las Maravillas.
¿Qué suerte de servicio hará la ‘Corte de Corazones’, en memoria de nuestro testigo tan cuerdo? Siento de cierta manera que fue mejor que hayas muerto antes de mi desfloración. Chao, Borges, espero que logres la unificación de tus personalidades gemelas en el más allá”.
Alicia ya había leído todo sobre el Mundial. Tenía mapas, fotos de los lugares, planos de los edificios del campamento de entrenamiento, y hasta un croquis detallado del dormitorio de Diego. Había construido su propio plan de ataque para lograr su doble propósito: debilitar a Diego y liberar su malvado cuerpo, para terminar de una vez por todas con esta ceremonia medieval que conducía al reino del placer, como había aprendido en Bora Bora, y a la libertad de decisión posterior, que le permitía la nueva condición de ‘civil’.
Porque a Charles Dodgson se le había escapado de las manos, no había logrado seducir al Príncipe Andrew, ni a Borges, aquel sultán de las letras ‘esoróticas’ o ‘erotéricas’. Borges, a fin de cuentas, no le parecía presa propicia para esta iniciación tan carnal. Era tan perverso que le produjo un repelente rechazo.
“Y si no me apuro, ¡será la lengua, esa lima rasposa, de la Duquesa la que me penetre, comiendo mi virginidad como si fuera una tasa de Borscht ‘chambré’! Diego, divino número diez, todo está en tus manos y demás miembros; especialmente en ese desdoblable dedo número once que el macho levanta ocasionalmente, cuando el espíritu o alguna mujer, y hay que decir toda la verdad, u otro hombre, lo despierta”.
Para Alicia todo esto de ‘la primera vez’ le encantaba. Y poder combinar el acto con el bien de la Corona (de la Reina de Inglaterra, por supuesto) le parecía excelente. Imaginaba: “El partido de cuartos de finales –Inglaterra contra Argentina. Y Diego Armando, la lengua frotando su ombligo, sus piernas temblando como ‘spagetti’ en la brisa y su respiración fallando como un fuelle con Parkinson’s, jugando como las chicas del colegio. Cantaremos todos: “¡God Save the Queen!”. Ya la pobre Alicia estará más allá de la salvación. “Y nadie sabrá la verdad jamás, además del destruido Diego y yo, de la verdadera causa de la debacle del Dios de la Cancha, aquel 22 de junio de 1986”.
Alicia, como de costumbre, logró insertarse en el bolso de una acompañante de los ‘OxCams’ y viajó ayudada por un baño de ‘margarita’ (versión casera), que la señorita accidentalmente desparramó en el interior de su bolso. Alcoholizada, Alicia cruzó el Atlántico sin ningún sueño alucinante, envuelta en los brazos de un oso panda de ‘plush’, que acompañaba a su anfitriona.
Tenía un día libre antes del partido y recorrió en taxi todo el camino para poder llegar al dormitorio de Maradona, quien ya se había calificado como el máximo goleador del torneo. Encontró todo idéntico al plano que había recortado del ‘Express’. Durmió la última noche de su inocencia en la habitación del Hotel María Cristina, con la pareja que la había trasladado sin saber desde Londres.
Durante la noche se dio cuenta de que iba a tener que considerar la altura de Ciudad de México. El ex-delantero de Oxford casi se quedó para siempre después del vigésimo pistonazo, y su igualmente exhausta mujer no sabía si sentir rabia o lástima, al ver su derrota.
Alicia practicaba todas las técnicas de respiración yogui, hasta las repetidas inhalaciones del Saludo al Sol que había observado en la tele. Agregó algunos ejercicios tántricos por si acaso. Sentía que, con estos esfuerzos previos, iba a poder desempeñarse como campeona en su papel de seductora de Diego.
Pasó las primeras horas de su ‘Día-D’, como le divertía describirlo después a ella misma, pues no le iba a contar los detalles de su desfloración a nadie, nunca, juró. Tomó un café en ‘Sanborn’s’ como cualquier inglesa de buenos modales del principio de siglo XX, que viajaba a las colonias, como las de las novelas de Forster. Luego, fue a mirar los murales en el Bellas Artes de otro distinguido Diego. Casi va a ver una película titulada ‘Las vírgenes se vengan’, pero decidió no contaminar sus propios propósitos, dejando el desarrollo de la situación al azar de su amplia imaginación y todavía intactos poderes intuitivos.
Con el cuidado de un experimentado James Bond, elaboró un plan. Viajó en taxi hasta donde, al reducirse, podía pasar la vigilancia sin problema, y tomó su posición de espera detrás de una planta artificial que escondía la puerta de Diego, de cualquier intruso que se acercaba al largo corredor que conducía hacia su recinto. En cualquier instante, Diego Maradona volvería de la sesión de video sobre los ingleses. Alicia esperaba que el mucamo mexicano abriera la puerta del cuarto para dejar el vaso de jugo tropical que Diego tomaba antes de acostarse.
Cuando el azteca amariconado caminó hacia la habitación, Alicia lo siguió y ahora un poco más grande que un ratoncito, logró penetrar en la ella. “Me parece justo. Primero yo entro, y luego tú. Terminamos a mano”, pensó Alicia, gozando el justo equilibrio que siempre buscan los ingleses. Su plan era transformarse de ratoncito en sirena, mientras que Maradona hacía su aseo en el baño. Y, al salir de la ducha y dirigirse a su solitaria cama, descubriría la encarnación de una diosa, en llamas, extendida sobre su acolchado.
Alicia casi arruinó todo al encontrar al lado de la almohada de Diego, un acariciado osito ‘Teddy’ vestido en una versión mini de su propia camiseta impresa con una versión igualmente reducida del número diez. Sirvió para recordarle que debía preparar su trofeo, el testimonio de aquel monumental momento que sucede solamente una vez en la vida de cada chica, sin ningún reclamo de devolución. Sacó un ejemplar del ropero del ‘crack’, de entre una pila grande, una camiseta con el mágico doble dígito del Rey. “¿Por qué no agarrar dos?” tentada por la cantidad, pero descartó el extravagante impulso, por poco honrado en relación a las circunstancias.
Levantó la sábana y extendió la camiseta a la altura donde en sus fantasías había calculado iba a ocurrir la culminación de su sacrificio y, al escuchar parar la caída del agua de la ducha, recitó las famosas palabras de Lord Chesterton: “Pero los que lucharon por Inglaterra, siguiendo una estrella caída, qué lástima, qué lástima por Inglaterra, tienen sus tumbas tan lejos”. Ella esperaba hacer caer su propia estrella y el instante se acercaba precipitadamente.
Siempre sus metáforas volvían a escenas de Maravillandia. Miraba su propio aspecto. Lucía una suerte de camisón, con sus pechos al gélido aire azteca, sus pezoncitos encogidos como reacción al cambio atmosférico. Se pararon en aptas imitaciones de los ojazos rosados del Conejo Blanco.
“Con este calzón de guerra puesto, y la rosita indicando el camino más corto al delicado destino de la destrucción de Diego, ¡mato! La prenda con las fronteras bordadas en hilo plateado por mis propias manos marcando la apenas visible silueta de un arco. ¡Dieguito no puede perderse!”.
Se veía, sentada, sus piernas cruzadas, el blanco combinaba para formar un erótico triángulo equilátero con sus aureolas color magenta, suficiente para excitar a cualquier hombre digno de ser representante de su género. Y Diego seguramente no era ninguna excepción, sólo que mezclaba las mujeres con alcohol y drogas, decían las malas lenguas de la prensa farandulera.
Alicia se quedó pegada en la imagen fantasiosa de la sabrosura que provoca el macho total. “Pienso en Diego, después de un mes de tragar los retos de Bilardo, con el olor sudado de sus colegas, las tonterías de las periodistas, y la excitación natural de las circunstancias. Si en la cancha pisaba a los mejores en su marcha al arco, me imagino cómo será su ataque en la cama!”, Alicia se entregaba al frenesí de su fantasía.
“¡Es un espejismo! Y si no es eso, dile a Bilardo que lo es. No puede ser. ¿Eres la princesita precolombina de algún paraíso perdido, dulce?”, preguntó el asombrado Diego. Alicia había practicado un par de frases en castellano para esta precisa posibilidad, la de tener que conversar con el superstar del equipo argentino. “Qué lástima que no haya música”, pensaba Alicia. “Me olvidé de aquel detalle. ¡Qué tonta!” Diego metió la mano en un cajón y salieron los rítmicos sonidos del extático ‘Bolero’.
“Tal vez lo confundió con ‘golero’,” comentó Alicia a sí misma, en un momento de nervios, y enseguida se acordó de Bo Derek y la película ‘Diez’. “¡Guau! El destino me protege y encima me mima!” Diego se quitó la toalla que cubría su panza y Alicia, mirando con asombro lo que le esperaba, suspiró. “Parece más un palo de béisbol que el instrumento de un futbolista. ¡Yupi! ‘God Save the Queen’, recitó Alicia y, al pensar en la tarea que había escogido emprender, agregó: “Y qué salve a la pequeña Alicia también”, dijo con entusiasmo.
Alicia se reclinó sobre la cama, cuidándose de poner su cola encima del lugar donde descansaba la camiseta debajo de la sábana. Cerró sus ojos y se entregó al ataque de ese Diez masculino, el Bo Derek de la cancha, el fenómeno del fútbol. “¡Ven, mi negrito, mi ‘fuzzy-wuzzy’, yo seré tu osita esta noche”, dijo Alicia. Se perdió en una vorágine de sensaciones y emociones. Gritó, “¡Qué golazo! ¡Dale, Diego, viejo no más! Te doy un diez, Dieguito, ¡D I E Z!!!”. Y entre todo, se acordaba de entonar, sin mucha convicción, las letras de aquella canción patriótica del ´39: “Siempre habrá una Inglaterra”.
Algunos creían que había sido un temblor; otros la caída de un cometa, un ataque nuclear, y había quienes opinaban que habían sido simplemente truenos y rayos, pero en el momento preciso del clímax de Diego, la ciudad de México se encontró bañada en una luz inexplicable y sacudida por una abrupta serie de movimientos que nadie había sentido antes. La tierra manifestó su emoción de una manera no conocida por los seres susceptibles de archivar los actos humanos más estrafalarios. Frente a su perplejidad, la humanidad se olvidó rápidamente de lo ocurrido.
Alicia estaba a punto de perder su tesoro, y feliz de donarlo a una causa tan vital como el bienestar de su patria. Mantenía cerrados sus ojos, sintiendo que el gran momento se aproximaba. Conoció el enardecido palo de Diego encender las resbalosas paredes de su elástica carne; el gran instante se acercaba. Esta descripción la había memorizado de una nota que vio en una revista en la casa de su amiga Kate.
Su cuerpo se empezó a sacudir, preparándose para recibir la bendición de un nuevo estado civil. Pero, en el momento preciso del orgasmo mágico y mutuo, Diego de repente retiró su rígido miembro y, agarrándolo con la mano derecha, empezó a frotarlo con ganas. Gritó, “¡Perdóname, Claudia! ¡Perdónenme, niñas! ¡Perdóname, por favor, D…I…O…S!”.
Al implorar ese último deseo, hubo una erupción de tamaño volcánico, y Alicia y su camiseta quedaron bañadas en el líquido lechoso que corría de la ya desaparecida erección de Diego. “Diablos”, lloró Alicia, “¡Mi virginidad ha sido rescatada de nuevo, esta vez por la mano de Dios! La mano de Dios realmente está en todas partes” A Alicia no le parecía justo que la desfloración ocurriera sin orgasmo, y estaba dispuesta a considerar la breve penetración como una suerte de magistral ‘fore-play’, un deber a la Corona, pero nada más que eso.
Despertó un tanto frustrada, como si fuera saliendo de un sueño. El refrán de ‘Mother Goose’ hizo eco en su mente. “Fi, fi, fo, fum, huelo la sangre de un hombre inglés” Pero no hubo ni una gota de sangre, sólo un charco de la efusión de Diego. Dio vuelta su cabeza hacia el cuerpo de Diego, pero el jugador dormía profundamente abrazado a su osito. A Alicia le costó liberar la camiseta desde debajo de su macizo cuerpo. “Me imagino que este partido que acabamos de jugar lo ha debilitado y que hoy, por lo menos, correrá sin energía”. Como había programado, Alicia hizo un pequeño paquete de la prenda mojada, un trofeo manchado con su ignominia, y se preparó para reducirse y luego retirarse del recinto de los jugadores argentinos.
Le dio un último beso a su espléndido caballero, con su lanza ya desvanecida, y huyó con lo que debe ser uno de los trofeos deportivos más cotizables del siglo XX. “Tal cual como el texto original de Dodgson sobre Alicia que se vendió tan caro, y como las medias de Marilyn y las boberías de Brigitte, algún distante día en Sotheby’s, valdrá tal vez cien mil libras esterlinas”, calculaba. Pero Alicia, en el acto, decretó, “Nunca lo venderé, ¡jamás! Tal vez haga una donación al ‘Victoria & Albert’, el museo que aloja este tipo de tesoros nacionales”. Se sentía ennoblecida, habiendo cumplido con, por lo menos, la mitad de su doble propósito con tanto ‘savoir faire’. Estaba convencida de que la magia de Diego había quedado en la camiseta que llevaba de recuerdo.
Alicia tomó un sorbo del líquido reductor como era habitual. No le pasó nada. Tomó otro y otro. Luego casi todo el frasco. Pero quedó igual de grande. “¿Qué carajo me pasa?”, exclamó, en voz baja para no despertar al Rey Durmiente. Trató de determinar el motivo de su condición. “¿Qué me pasa? ¿Qué voy a hacer? Tal vez al coger, no me puedo encoger. ¡Qué dilema! Quiero ser como el pene de Diego, telescópico. Díos mío”. Lloraba sin perder su siempre presente sentido de humor lingüístico, pero no cambiaba de tamaño.
¡La fórmula mágica solo servía a las vírgenes! Aunque Alicia aún se imaginaba pura, la ciencia, al aparecer, no respetaba su decisión. Tuvo que escaparse del campamento en tamaño natural. Por suerte, todos dormían y nadie vio a la semidoncella desaparecer, rumbo la campiña inglesa
Ese mismo día, una vez más, Diego llevó a Argentina a la victoria, como si nada hubiera sucedido. Su primer gol quedó clasificado en la historia como ‘El Gol de la Mano de Dios” y Alicia nunca pudo aceptar ni comprender este inexplicable acto de intervención divina. “¿Soy víctima de mis acciones? Si Diego encargó su orgasmo a Díos, en vez de a mí, ¿fue el gol, el premio por evitar un acto poco sacro? ¡Qué complicado!”
Alicia se preguntó, “¡Qué huevón el tipo! Me manosea y después pide disculpas a su mujer, sus hijas y a Díos. ¿Qué clase de comportamiento es ése? Y yo me quedo con la flor un poco marchita pero aún intacta. ¿Dónde está la justicia divina en todo eso?”
Y peor aún, el segundo gol del capitán de la selección albiceleste ese día quedó calificado para la eternidad como un perfecto diez. Hubo quienes proclamaron que fue el hito de su monárquica carrera.
“Sin Borges, ni Andy, lejos de Wonderland, con la virginidad en cuestión, en estado de medias tintas, ¿qué me espera de la vida? ¡Malditos ‘argies’!”, lloró la despistada niña.
“Antes, me metí por un tubo en el túnel y encontré las mil maravillas. Hoy me meten el tubo en mi túnel y todo sale al revés. ¿De qué lado del espejo estoy parada?”. Alicia, excitada, no estaba acostumbrada a encontrarse con dudas ni incógnitas. Pero, algo sí, había aprendido: el sexo no debilita a los campeones. Y eso fue una lección que quería poner a prueba. “Voy a buscarme más campeones, para no dejar esta tarea a medias. Ser una semivirgen no es nada cómodo para mí. Cómo le explico a un pretendiente. Si me pide la mano, es una cosa, pero, si me pide algo más, qué le digo.”
Alicia renueva relaciones con los ‘argies’
Después de la vergüenza que pasó con las manos, y otras partes, de Diego Armando Maradona, Alicia borró Argentina de su caótica cabeza. Se concentró en formarse como se debe en la campiña inglesa, siguiendo los códigos de su casi siempre acertada mamá.
Wimbleton y el British Open pasaron a ocupar su entusiasmo; la etapa del fútbol quedaba atrás. No sentía susceptibilidad alguna por las locuras de ninguno de los países de sus fantasías, ni el de las Maravillas, ni Argentina. Sin embargo, ella seguía preocupándose de su virginidad –como algo que tenía que jugarse a cada rato, y no con la espaciada frecuencia de un mundial de fútbol–.
Había pasado un buen rato desde su fracasado viaje a México. El tiempo, en su caso, pasaba a un ritmo lento. Nunca, por ejemplo, terminaba con la secundaria; avanzaba y avanzaba sin acabar jamás. Su vida transcurría al ritmo de un caracol. Ningún novio había aparecido en el último tiempo. En su pueblo, no se renovaba el stock. La escasez de jóvenes calificados la tenía aburrida. Empezó a sentir ganas de cometer una locura.
Tuvo su oportunidad. Como solía ocurrir, vino a través de algo que leyó en el diario; en esta ocasión, en ‘The Guardian’: “La leyenda se cumple: Llega el Profeta del Norte”, decía entre las noticias internacionales. “El nuevo presidente de los argentinos es un héroe popular que llega desde una pequeña provincia del noreste para rescatar al país de sus dramáticos desastres económicos. Las profecías populares aseguran que va a cambiar el rumbo de su país”. ¡Qué interesante!”, pensó Alicia. Sentía nostalgia por la tierra de los ‘argies’, aunque todavía no la conocía. Se acordó también que había decretado en México que iba a buscar un héroe para terminar con el aún incompleto proceso fisiológico, ¿o era psicofísico?
Carlos Saúl Menem era, como dicen los ‘argies’, un turco, nacido en la provincia más pobre del país. Había tenido una carrera política colorida y una vida privada agitada. “¡Su apellido es capicúa!” exclamó Alicia. Nunca había conocido a nadie con un apellido que se leyera igual al revés. Se daba poco el fenómeno entre los anglosajones. “Es una señal”, pensó Alicia, y su mente empezó a elucubrar una estrategia. “Nunca fui a Argentina. Es un deber que tengo pendiente”.
Lo que no tenía claro era con quién podía hacer el viaje, ni cuál sería el propósito. Evidentemente tendría que ser la conquista del ‘profeta’ o, sería ¿una conquista capicúa? Pensó en llevar a la Sota, pero era demasiado mamona. Decidió no arrastrar a nadie con ella; total, Buenos Aires tenía reputación de ser una ciudad genial, y con una libra esterlina, según había averiguado, compraba un bife del tamaño de un ladrillo y una botella de vino tinto bastante pasable, aunque ella nunca tomaba alcohol.
Planificaba la peregrinación para conocer la capital de los ‘argies’, y bailar el tango entre otros pasos más atrevidos, con el nuevo presidente. Tenía que superar la reacción de su primera impresión cuando lo vio en la tele: parecía más mono que macho, y eso le preocupaba. Pero se acordó de la película ‘Tarzán’ y la reincorporación del héroe en la sociedad británica, y se sentía mejor.
Menem debe estar ya bastante civilizado. Los árabes inventaron ‘Las mil y una noches’ y el baile del vientre. El ‘Kamasutra’ venía de por allá. ¿Los indios eran árabes también?, Alicia especulaba.
Su rollo con este emblemático proyecto ganaba velocidad. Se metió en Internet para aprender más sobre su presa y cómo cazarlo. Encontró que, como el Rey de Corazones, tenía un bulín, en su caso en el elegante Hotel Alvear Palace. “Suena casi imperial”, pensó Alicia, ideal para la etapa final de mi desfloración. Averiguó que Borges había vivido a unos diez minutos a píe del clásico hotel, y que la Casa Rosada, desde donde regían sus sequitos Evita e Isabelita, quedaba a diez cuadras en línea recta. ¡La ubicación era perfecta!
A partir de lo que leyó en Internet, se dio cuenta de que había un problema serio; Menem casi nunca estaba sin compañera. Primero su primera esposa, que había conocido en Siria cuando fue de la mano de su mamá en busca de una novia apropiada. Tenía su amante de toda la vida que, según los rumores, iba a tener su despacho, como eufemísticamente lo llamaban, al lado de las oficinas del presidente en la Casa Rosada. Y su buen amigo, el regente del Alvear Palace, proveía una suite repleta con material altamente palpable. Acostumbraba siempre tener una mujer a su lado, y de preferencia, horizontalmente.
Concentrándose en su volón con Menem, empezó a jugar con el alcance de las capicúas: primero, pensó en nombres. Se acordó de su tío Otto, aquel aparente caballero del imperio que fue administrador de las propiedades del Maharajá de Sutrapur. Siempre andaba con su amuleto favorito. Otro capicúa, ‘anna’, la antigua moneda menor de la India, los ‘pennys’ del país asiático. Cuando Otto venía de visita a casa, solía invitar a Alicia a subirse en su regazo y le ofrecía un puñado de ‘anna’, mientras que acomodaba su turgente miembro, envuelto en un grueso pantalón de franela, por suerte, entre las piernas de la sorprendida niña. “A las chiquillas hindúes les encantaban mi regalos de ‘anna’”, le contaba a una desesperada Alicia. Por suerte, el entusiasmo duraba poco; el miembro pronto se desvanecía, y Alicia llevaba los ‘anna’ al cajón donde ya tenía centenares. “Viejo verde de mierda, si fueran chelines, tendría para un viaje alrededor del mundo”, comentó a si misma.
Alicia, en reprospecto, pensó, “El pene es capicúa en su actuar, igual que el ascensor. Comienzan, suben, bajan, y vuelven a donde empezaron; una perfecta simetría. También los números pueden ser ‘palindromes’, como decimos en inglés. ‘Las 1001 noches’, por ejemplo. ¿Y el 69, es capicúa o solo simétrico? De todos modos, qué trabajo da”. Se acordaba de sus breves experiencias con Ramiro. Por suerte era propenso a la eyaculación precoz, no como Douglas, que duraba y duraba, aguantando todos los trucos que ella había aprendido de su prima Doris. “De todos modos, me parece que no es capicúa, solo chancho”. Buscaba otros ejemplos ilustres, pero ninguno era tan nítido como ‘Menem’. No había duda, tenía que ser él, el escogido, para Argentina y para ella.
Alicia sentía que podría llegar a la altura del desafío y empezó a armar su ajuar. No tuvo que prestar demasiada atención; supo por Internet que a Carlos Saúl le gustaban las chicas con poco, o nada de ropa. Descubrió que tomaba una bebida llamada ‘guaraná’, de origen brasileña, que incrementaba sus ya legendarios poderes sexuales. Trató de encontrar el elixir en el supermercado local, pero la chica que atendía no lo conocía. Compró jugo de arándano de Chile, pero no sentía ningún aumento en ninguno de sus poderes.
También averiguó que a Carlitos le gustaba el deporte, sobre todo las carreras de auto. Jugaba fútbol, básquet y quién sabe qué más. Tenía un avión que, cuando era gobernador de La Rioja, lo mandaba en viajes semanales a Asunción. Las malas lenguas decían que volvía con contrabando y hasta drogas, para financiar sus campañas políticas. Además, junto con su ministro de economía, inventaron una moneda paralela, el bono provincial, un instrumento sin respaldo, decía la nota. “Debe ser como un pene que no puede”, pensó Alicia. Pero la niña se quedó impresionada, ¡un provinciano que pudo inventar su propia plata!
Esta vez, Alicia decidió viajar con toda la ropa que tenía en su clóset, una gran variedad de prendas deportivas que se usaban en el campo británico. “Voy, en parte, en representación de mi Reina, para intentar mejorar las relaciones bilaterales. “¡Qué encontronazo bilateral vamos a tener!” No podía contener su entusiasmo. Como propósito de su peregrinaje, puso la tarea de renovar las relaciones con los ‘argies’, empezando con su honorable presidente electo.
Alicia pensó que viajar en Aerolíneas Argentinas sería más coherente con su misión. Sabía que el servicio era mucho mejor en British, pero estaba dispuesta a hacer el sacrificio para Su Majestad. Escogió la elegante bolsa Vuitton de una exuberante porteña que evidentemente llevaba todas las gangas que ofrecía Harrod´s en aquella temporada. Era una rubia –hecha a mano, por algún cirujano muy capaz– que desplegaba un busto de dimensiones heroicas, como el mascarón de proa de un velero transoceánico de antaño.
La ‘totem’ viajaba con una amiga, morena, igualmente robusta, con facciones más árabes que europeas; también vestida de catálogo de multitienda internacional. Conversaban de sus amantes y los amantes de sus hijas. Por casualidad, la ‘niña’ de la morena parecía haber enganchado a Carlitos y lo visitaba con frecuencia de tardecita en su suite del Hotel Alvear. Según la orgullosa mamá, su hijita era muy bien capacitada para satisfacer al ‘viejo’, apodo con el cual se referían al riojano. “¡Carajo, hasta en el vuelo, me topo con la competencia! Va a haber filas en el corredor del hotel. Tengo la ventaja de poder reducirme al tamaño del taco de mis rivales y entrar sin despertar atención”.
La charla de sus compañeras de vuelo le sirvió para llenar muchos vacíos en sus conocimientos sobre Menem, pero después de un par de horas y una cena poco apetecible, las dos mujeres se pusieron máscaras y se acostaron a dormir. Alicia también dormitaba durante la noche. Después del desayuno, fueron al baño a aplicarse varias capas de cosméticos para atenuar su ‘look’ de vedettes avejentadas. Llegaron refrescadas a Ezeiza y Alicia se quedó en la bolsa de mano hasta que llegaron a Barrio Norte, el distrito más pituco del centro de la ciudad.
Cuando su anfitriona se puso a vaciar sus cuatro maletas, Alicia se escapó; salió de la puerta del siútico departamento, y al llegar a la calle, tomó la dosis reglamentaria para agrandarse al tamaño de los demás transeúntes. Compró un mapa. Se encontraba en la esquina de Talcahuano y Arenales, a diez cuadras del Hotel Alvear. Había leído que todo el mundo tomaba café en un bar cercano que se llamaba ‘La Biela’ y se dirigió hacia el cruce de Junín con Quintana, donde se instaló al aire libre para ubicarse en su nueva situación. Era una jovencita en plena capital de la República Argentina. “¡Qué maravilla, qué lugar más lindo! Esta vez, sí, ¡voy a lograr mi propósito!” Sentía que el destino la acompañaba, viento en popa
Era temprano y pensó que era buena idea ir a la Casa Rosada para ver el entorno de trabajo del presidente. Caminaba por el centro, fascinada por el estilo de los argentinos y las argentinas. Eran guapos, bien vestidos y súper atractivos. “¡Qué mala mano me ha jugado el destino, cualquiera de estos minos me parece más atractivo que Menem.”
Se redujo de tamaño para esquivar a los guardias de seguridad y trepó arriba, a las oficinas de la Presidencia. Rápidamente logró averiguar cuál era del Presidente; había una heladera llena de ‘guaraná’, y un sofá-cama. Había fotos de él y su amiga de juventud en edades más tiernas, y souvenirs de viajes al Medio Oriente. Alicia, sin embargo, no logró agregar ninguna faceta a su identi-kit de Carlos Saúl Menem. Su personalidad no había dejado marca alguna en el frío ambiente institucional.
Por lo menos vio la sede del poder de Argentina; el mismo Menem estaba inaugurando una fábrica, seguramente después de que su cuñado cobró el peaje para conseguir los permisos estatales requeridos. Ya había aprendido las reglas del juego que regían en el país de los ‘argies’ y se sentía lista para conocer al Jefe de Estado.
Caminaba por la calle Florida en busca de un regalito con el cual presentarse ante su presa. No tenía idea de que sería lo adecuado para este tipo de ocasión. Descartó la idea de un libro; no tenía ni el tiempo libre ni la concentración enfocada. Tampoco ropa, tenía su estilista, su sastre y su peluquero; todos con sueldos del Estado. Vino tampoco, su familia fabricaba lo suyo, bastante malo, pero popular en ciertos círculos. Y, de todos modos, celebraba con champagne y pizza, costumbre que la prensa internacional comentaba con sarcasmo. “¡Chocolates!”, pensó, “a todo el mundo le cae bien una cajita de bombones.” Compró una caja de ‘After 8’, importada, y con sabor a menta, muy refrescante para la boca, por si hacía falta.
Llegó al Alvear y pidió un ‘Lapsang Souchong’ en el bar del lobby. Desde su asiento podía observar las idas y venidas de la gente. Por supuesto, Menem no iba a pasar por aquí; usaba un ascensor privado para subir a su suite. Normalmente llegaba a las ocho, tomaba una ducha y esperaba la llegada de la novia de turno. El plan de Alicia se basaba en llegar antes que él y recorrer la habitación para poder programar su ataque. Sería seguramente el primer encuentro oficial en muchos años entre un alto funcionario de Argentina y una representante de la Corona británica.
Subió en el ascensor, caminó por el pasillo hasta estar segura de que nadie la miraba, y se redujo a la más mínima expresión. Entró con la sombra de la veterana mucama y esperó a que ésta terminara de arreglar la cama ‘King Size’.
Alicia preparó su atuendo, una tenida blanca con el ‘look’ de una tarde de tenis. Y llegó el momento. Menem entró jadeando, molesto con algún detalle de su atareado día. Fue directamente al baño maldiciendo todo en el camino. “¡Ojalá que los chocolates mejoren su humor, además de endulzar su aliento!” pensó Alicia.
La joven aumentó su estatura en un 20 por ciento más que su tamaño real. Quería parecerse a las rubias de las tablas de los cabarets. “La ropa me queda súper apretada, ¡qué sexy! ¡Mato! ¡Prepárate Carlitos! No soy Diana, pero mi pinta está bastante bien para un producto de exportación”.
El Presidente salió del baño sin nada puesto encima. Vio a la joven, mezcla entre una ‘Girl Scout’ y una novicia ofreciéndose en su boliche. “¿Qué haces aquí, buena moza? Te equivocaste de cuarto. Éste es la suite presidencial y yo soy el Presidente al natural. Es un honor darte la bienvenida a mi habitación. ¿Qué te trae a Buenos Aires? Es evidente que has llegado hoy.”
Alicia trataba de aplicar su intuición para tomar el próximo paso. Adoptó un tono didáctico, o era dactílico, marcando sus puntos con los dedos. “Soy Alicia, su Señoría. Alicia del País de las Maravillas, pero vivo en el campo en Inglaterra. Quiero reiniciar las relaciones con la Argentina, ¿y quién mejor que el propio presidente para cumplir con este cometido? En realidad, vengo en misión secreta, ni la Reina está enterada de mi presencia aquí.” Dijo. Decidió no agacharse ni hacer ninguna reverencia; temía que al acercarse al pequeño pene, cuya cabecita se escapaba de una gruesa mata de pelo púbico, éste podía levantarse, como una cobra y escupirle en el ojo.
Menem quedó perplejo. Nunca había visto una persona tan ingenua, no sabía qué pensar. Decidió obviar la referencia al País de las Maravillas, debía estar hablando de la misma Argentina. Él no había leído el libro de Lewis Carroll.
Pero la Trixie estaba a punto de llegar, y no le gustaría encontrarse con una joven embajadora con un ‘look’ tan fresco e inocente. “Tengo que deshacerme de ella”, pensó. “Mire, señorita Alicia, me parece que su misión es muy loable, pero estamos tratando temas de la seguridad del Estado. No puedo actuar sin el beneplácito del honorable Congreso, que respeto tanto; tengo un hermano que es senador. De aquí a un par de meses, voy a hacerme del poder para hacer todo por decreto, pero en este momento, tengo mis manos atadas, y usted sabe que cualquier relación de este tipo empieza con las manos”.
De repente, unas lágrimas empezaron a gotear por las mejillas de Alicia. Menem se enterneció y le dijo. “Mira, nena, creo que podemos acelerar el proceso si consigues que algunas empresas inglesas como Shell, British Airways e ICI, por ejemplo, hagan donaciones a la causa. Hay que distribuir sobres entre los parlamentarios, amorcito. Pescas la mosca y te prometo la mejor relación bilateral entre nosotros. Puedes traer a la Reina también, si quieres”. Alicia se acordaba de que el tío Otto pescaba con moscas en Escocia con aquel otro Carlitos, el hijo de la Reina, pero no tenía idea de lo que hablaba Menem. “¿Mosca?” Alicia preguntó. “Guita, plata, pero sólo libras, nada de pesos; te doy la tarjeta de mi cuñado. Pueden arreglársela directamente con él; habla un poquito de inglés. Ven a verme más adelante, y veremos esto de las relaciones congeladas. Trataremos de calentarlas un poco”, contestó con su sonrisa más seductora.
En ese preciso momento, la puerta se abrió y entró una joven de una belleza despampanante. Alicia nunca había visto algo parecido. “Y esta flacucha, qué diablos hace aquí, y tú desnudo con todas tus peludeces al aire. ¡Quiero una respuesta y debe ser convincente!” La Trixie sudaba rabia.
Carlos le contestó, “Esta es Alicia, embajadora del País de las Maravillas. Viene con una misión de la Corona. Hay ciertos asuntos de Estado que hay que tratar en privado. Viene disfrazada. Ya se va. Hemos resuelto la trama de nuestras diferencias con la Reina, Trixie. Pero este episodio no forma parte de las ‘relaciones carnales’ que mi futuro Canciller va a tramar con los gringos. Ahora soy todo tuyo, mi delicia. Ven a papi”. A Alicia no le convenció mucho el paquete que le esperaba a Trixie. “Adiós, señor Presidente, hasta la próxima. Espero que en un futuro cercano podemos concretar nuestras relaciones”.
Alicia huyó, con su tesoro aún intacto, y el honor de la Reina también. Trixie aseguró que no volvería, con un portazo que casi la golpeó en su esbelta cola. “¡Manga de chantas!” Alicia gritó a los cuatro vientos. Por suerte, ninguno de ellos soplaba y su comentario se quedó retumbando en el pasillo del piso de Menem. La puerta sin embargo, quedaba abierta, y si quisiera, podría volver a visitar al Presidente, tal vez en otras circunstancias.
Alicia tomó un taxi al aeropuerto y se embarcó en la primera bolsa que encontró en el vuelo de la noche de Aerolíneas, con su sed de aventuras apaciguada.
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