lunes, 9 de febrero de 2009

Viaje a la pampa 4

3. Futuro: crónica de cuatro ciudades

La vedette de América

Dejamos los últimos detalles de la pampa encendidos con el rojizo fuego de la puesta del sol. Al acercarse al Gran Buenos Aires, la amorfa masa de las cercanías de la gran ciudad reemplaza el constante vigor de la pampa y las estancias se convierten en chacras, luego bloques de departamentos, y el autopista nos deposita en plena centro con el Obelisco dándonos su bienvenida.

La transición hoy de lo rural al urbano es instantánea. Antes uno pasaba por interminables avenidas con semáforos sin sincronización y tráfico sin orden, plagado por buses, carros a caballo y camionetas sobrecargadas. Hoy un par de peajes y uno emerge por la Nueve de Julio sin trastorno ninguno. Nos encontramos en Kilómetro Cero, el centro político si no geográfico de la República Argentina.

Vamos a la cúpula que compré en ruinas hacia quince años como apuesto al renacimiento del barrio de Congreso. La cúpula en si tuvo su renaissance, pero el barrio no progresó, de los pocos que no ha participado en el boom de prosperidad de los últimos años. La misma Plaza de los Dos Congresos también sufre los altibajos de la vida política y económica del país. Se puede medir su salud por la cantidad de bombitas de luz que los legisladores nacionales dedican a iluminar el palacio más representativo de la Argentina democrática.

De nuevo está oscuro, apenas visible a los trescientos metros de la terraza de la cúpula. Las tinieblas se explican como una colaboración con el pueblo, una anecdótica manera de ahorrarles a los pocos que pagan impuestos algunos pesitos. Otro barómetro que da su medida de la salud de la gran nación en su rincón medular, Kilómetro Cero, son la cantidad y intensidad de las protestas y manifestaciones. El desagrado ciudadano goza de una robusta salud: las marchas se sobreponen, las gritonas de los micrófonos llenan el barrio de sus ladridos, y el tráfico se desvía por otras calles, garantizando que los valores inmobiliarios del barrio se mantendrán en baja.

El edificio de la cúpula es uno de los más espectaculares de la ciudad, con sus dos cúpulas rojas gemelas, que como una pareja de abuelos, son testigos de los desastres de las generaciones más jóvenes. El gobierno de la ciudad autónoma ha hecho un gran esfuerzo últimamente en reparar las fachadas de los edificios centenarios de la Avenida de Mayo. El problema con ‘La Inmobiliaria’, como fue nombrado el nuestro en 1910, es que su fachada ocupa el largo de una manzana, desde San José hasta la misma Plaza. Y peor, el edificio está habitado por personas sin ningún interés en participar en la restauración de su barrio y menos del edificio mismo.

Pero la cúpula después de quince años de mejoras es un oasis a treinta metros del bloque de concreto y su chapa de bronce que marcan el Kilómetro Cero y de una versión también centenaria del ‘Pensador’ de Auguste Rodín que seguramente dejó de pensar en el futuro de Argentina poco después que fue plantada allí por quien sabe quien en conmemoración del centenario de la aún adolescente república.

Nos faltan tres años para celebrar el segundo centenario y todavía no se ha resuelto el problema del agua de las fuentes, las luces del Congreso, la suciedad de los perros y el destino de los ‘homeless’ que acampan aquí en estas tres manzanas cuadradas privilegiadas de intermitentes espacios verdes.

Arriba en la cúpula la visión es distinta: casi todo tiene un buen lejos… Nuestra ‘nieta’ Matilde se levanta de noche y, hechizada, se planta frente al muro de vidrio para contemplar el esplendor. A ella no le molesta el deterioro del proceso democrático y solo, como dijo Guido Di Tella, ‘goza la vista más imperial de todo Buenos Aires.’

La cúpula en si ocupa seis pisos interconectados por una antigua escalera caracol que va hilando los escuetos cuartos en una colección de espacios anecdóticos. Cada uno es distinto y más impráctico que el de arriba o más abajo. Mi hijo Tom la tomó hace unos años y la convirtió en un tesoro del diseño contemporáneo dentro de un engarce de imposiciones anacrónicas de la arquitectura itálica que tanto floreció en Buenos Aires.

La historia de la cúpula es tan errática como la del mismo país donde es un hito emblemático. Hace veinte años lo que se llaman el cupulín – de unos 10 metros de alto - quedó colgando después de una tormenta de viento. Fue quitado y tirado al lado del río. El dueño en aquel entonces resultó ser el cuñado de un cuñado, también de aquel entonces, mío – los tres con el nombre de Eduardo.

Eduardo Oliveira César, quien conocí como joven banquero se convirtió en pintor de un cierto éxito en París, y dejó la cúpula en manos de amigos al irse a Europa. Los amigos dejaron el lugar a otros y sucesivamente, hasta que solo quedó una ruina. Sin cupulín el agua entró torrencialmente, destrozando lo que los amigos no arruinaron. Lo compré así y juntó con las autoridades de la ciudad, logramos restaurar el cupulín y amenguar el flujo de agua. Fue dos años de pena con pequeños toques de gloria.

Hoy se alquila el lugar – sus seis niveles – por internet a extranjeros que buscan sentir el verdadero clima de Buenos Aires con su sabor agridulce. Un diplomático español aguantó subir los seis doble-pisos a pie por falta de ascensor, víctima una riña administrativa. Otros han sufrido cascadas de agua por los peldaños de la escalera caracol o goteras, por ejemplo, encima de la cama. Pero el folklore también tiene su precio en la era de hoteles uniformes y fomes, sin identidad nacional o carácter personal.

Venimos a Buenos Aires para hacer trámites: tengo que demostrar mi supervivencia cada tres meses, apareciendo vivo en la sucursal más cercana del Banco de la Nación Argentina, donde firmó un registro y me sacan una fotocopia de mi Documento Nacional de Identidad (DNI), en la cual las autoridades pusieron al revés mis nombres y apellidos, todo para recibir mi jubilación – que no logra pagar el viaje trimestral que debo hacer para realizar el trámite.

Mi ex-corredora de bolsa mandó unas acciones de una pequeña empresa en Salt Lake City para registrarlas en mi nombre y su corresponsal las perdió – una historia que ya lleva dos largos años. La visité para apurar la rectificación del error. El certificado de mi divorcio faltaba un último sello, el del Consulado de Chile en Buenos Aires. Una larga espera, un viaje para pagar 20 dólares a un banco cercano, de vuelta para entregar el recibo, y una visita el próximo día para recuperar el papel con su flamante sello y el recibito del banco abrochado al papel, como prueba definitiva de la disolución de mi primer matrimonio.

También hubo visitas con Tania y Tom, mis hijos, y las hijas de ellos. Y momentos breves pero gratos con algún que otro amigo. Los tres días trascurrieron a un ritmo que no dejó oportunidad de visitar museos o revolver librerías. Nada de compras. ¡Una contradicción imperdonable en una visita al París de Latino América!

Logramos comer memorablemente dos veces – una por la comida y la otra por la compañía, aunque las dos ocasiones fueron por supuesto una combinación de los dos propósitos. Quería almorzar con Horacio Costa, viejo amigo de extracción Radical con un estudio (abogado no artista) en el mismo edificio de la cúpula. Horacio tiene una manera muy personal, tal vez muy Radical, de ver el mundo de las inversiones globales. Me encanta intercambiar experiencias y posibilidades con él.

Horacio aceptó con la condición de ir con amigos. Siempre hemos gozado los compañeros de mesa que suele aportar Horacio, y esta vez no fue una excepción. Llegó a la cúpula con Elba Roulet – pilar de la política Radical – y un joven amigo con el cual Horacio almuerza todos los jueves. Nos faltaba el tercero – que por una confusión iba a encontrarse con nosotros en otro restaurant peruano. Como tenía casi noventa años, teníamos que prever el traslado de un restaurant al otro.

Yo esperaba un anciano casi inoperante. Imagine nuestra sorpresa cuando entró al Resaurant Chanchan un hombre de paso más liviano que el nuestro. Tomó la cabecera de la mesa, de una manera amena, y enseguida empezó a hilar anécdotas y cuentos sin parar. Pasamos tres horas entre pisco sours y bajativos peruanos, escuchando los relatos de un veterano de los pormenores de la vida política de los últimos setenta años. Horacio interrumpía cada media hora para darle una oportunidad de comer un bocado de ceviche.

Los temas cruzaron todas las líneas posibles. Conoció o conoce todo el mundo. Había acercado a Borges en muchas ocasiones y tenía un excelente anecdotario sobre el escritor: por ejemplo, un joven se acerca a ayudar a Borges cruzar Corrientes. Le dice: “Perdón, Borges, soy Peronista”. Borges responde: “Está bien, m’hijo, yo soy ciego también.”

Pensamos qué lujo estar tan vital, flexible y conectado a los 90. Horacio contó que está evaluando una nueva novia – joven – para acompañarlo cuando sea grande.

Tom tuvo menos suerte con Elba Roulet. Estaba en el proceso de organizar una muestra de fotos de obras del Arquitecto Salamone en el Centro Cultural Borges y, como Elba había sido vice-gobernador de la Provincia de Buenos Aires, imaginaba que tenían un tema en común. Ella nunca había oído de Salamone y sus 75 edificios municipales en todos los rincones de la provincia que gobernó.

Abandonamos el restaurant en bloque a las cinco de la tarde. Ya el personal estaba sentado en una mesa cercana, mirándonos fijo, como tratando de inducir nuestra retirada.

El otro almuerzo inolvidable fue el domingo en San Telmo. Fuimos con Tom para buscar ‘chandeliers’ para reemplazar uno magnífico de René Lalique que compramos hace 25 años en Montevideo y otro para el nuevo departamento de Santiago. Encontramos dos en un local del complejo del ex cine Cecil: eran nuevos pero de impecable diseño Deco. Ya teníamos los cuatro que queríamos para Santiago.

San Telmo crece y crece, ya para no creerlo – como ArteBA o la Feria del Libro. Son entretenciones al nivel europeo. Me acuerdo cuando José María Peña tuvo la idea y ejerció la voluntad para empezar el proyecto en 1967. ‘Peñita’ es el máximo héroe de la revitalización de San Telmo y el Centro: opera desde su ‘bunker’ en el ecléctico Museo de la Ciudad, otro invento suyo, del cual ha sido director ya más de 40 años. Lleva un perfil tan bajo que nadie ha querido desplazarlo y cada uno que trata de invadir su territorio se encuentra con la sorpresa que es inviolable. Tímido y tenaz, erudito con buen gusto y excelentes contactos, es el antitesis del burócrata de carrera – la excepción que confirma la regla…

Caminamos por la calle Defensa, que ya está convertida en peatonal del otro lado de la avenida Independencia para alojar cada domingo una creciente feria de artesanías y parentela de dudoso origen. Maravillados por todo que vimos, las mercancías, tiendas y sobre todo la masa humana, de una diversidad en constante expansión.

En la esquina con la calle México hay el Brasserie Petanque (Defensa 596, te 4342-7930/6794), un viejo boliche refaccionado por un joven chef francés con estilo y categoría. Combina lo clásico del barrio con toques contemporáneos internacionales y un menú de manjares inesperados en tal lugar. Ya, sin embargo, ha sido descubierto por los aficionados de la buena cocina del Barrio Norte y más allá: saludé a Teresa, la mujer de Clorinda Testa con un trío de damas conocidas y a un caballero elegante que me reconoció – sigo tratando de ponerle un nombre a la simpática cara.

Comimos un ‘tartare’ de salmón, una ensalada de ‘chevre chaud’, una ensalada ‘gourmande’, ‘creme brulé’ con sabor a pistaccio y para acompañarlo, un Humberto Canale Semillón – todo sumó 20 euros… El recuerdo sigue delicioso, original, bien servido y recomendable.

Buenos Aires terminó en una vorágine de detalles, idas y venidas y apuros. El último día cité a Manolo Mora y Araujo, presidente de la Universidad Torcuato Di Tella para hablar del futuro del centenar de cuadros que tenemos colgados en los dos edificios de la institución que empezó Guido hace 20 años. Como suele suceder, Manolo se encontró víctima de una marcha de protesta que cortó el cruce de un lado al otro del Centro y llegó atrasado. Nosotros teníamos que juntarnos en Núñez con Tania, Azul, Jazmín y Mora en una parrilla a un par de cuadras del colegio de las niñas de las 12:30 a 13:15.

Entre las corridas, encontré en la puerta del edificio a una pareja de alemanes de pinta intelectual elegante. Los saludé. Media hora después las encontré de nuevo en el ascensor bajado con el hijo de Osvaldo Giesso. En ese instante, habían comprado el cuarto piso de la Inmobiliaria, dos niveles debajo de la Cúpula, con una extraordinaria vista de la plaza y el Congreso. Los invité a conocer a su vecino Tom y recorrer la Cúpula. Al mismo tiempo llegó Manolo. Nos quedaba quince minutos para todos. Los alemanes subieron por la escalera caracol y tuvimos diez minutos con Manolo; los alemanes bajaron, Manolo subió a conocer los otros pisos, y huimos sin saludos, llegando justo a tiempo para el almuerzo con las nietas. Comimos el último bife de chorizo de Buenos Aires, y después del postre arrancamos rumbo Rosario, el auto lleno de lámparas, una selección de obras en papel de amigos para las paredes del nuevo nido y lo demás acumulado en el viaje.


La República de Rosario

Salimos de las garras de la gran Nación Argentina y entramos en la verdadera república de Rosario después de cuatro horas de camiones y vacas. Son ya quince años que no visito Rosario. En aquel entonces era una ciudad sin destino, a la deriva, con ganas de retomar las riendas de su propio desarrollo. La planta urbana tenía la triste patina de derrota, una falta de dinamismo, de construcción. Se sentía una fuerza subterránea en el mundo cultural, una conexión directa con Europa casi más vigorosa y autentica que en Buenos Aires.

La ciudad de Rosario es totalmente independiente… no debe favores a nadie. La una vez segunda ciudad del territorio no es capital de su provincia, Santa Fe, ni tiene los macabros lazos con las grotescas administraciones nacionales de turno que controlan los destinos de las demás ciudades del país. Esta autonomía garantiza una sorprendentemente consistente política administrativa, que no es necesariamente el caso de la provincia donde se encuentra.

Los intendentes de Rosario han sido socialistas desde la derrota del más reciente régimen militar – o sea casi 25 años de las mismas sanas actitudes hacia la ciudadanía y el manejo de sus platas. El resultado es una seguidilla de competentes y dedicados gobernantes y una ciudad más similar a lo añorada que lo real, especialmente en Latino América. Fundada en 1746, aglomera un millón de habitantes; creció como el puerto principal del interior, rival a Buenos Aires en el envío de granos y carnes a Europa. La costa del Río Paraná cuenta con más de 25 kilómetros de instalaciones portuarias, ya la mayoría recicladas para actividades de otro índole.

Todo es distinto al resto de Argentina: calles prolijas, gente cómoda, alguna próspera. Las instituciones funcionan como se debe. Hasta ‘Le Monde’ publicó una nota describiéndola como un destino cultural obligatorio. Fuimos para gozar este renacimiento cultural, provocado por un grupo de jóvenes con vuelo, energía y apoyo. Queríamos comprobar que la Argentina en manos de gente normal podía producir una sociedad con esperanza.

Nos dirigimos hacia la casa de Mauro Machado (La Paz 2991, te 341 432-9063), un artista cuarentón que vivía ya añares en una cómoda casa en un barrio residencial céntrico. Con la asistencia de dos transeúntes y un generoso hombre con su auto llegamos a la puerta de Mauro sin perdernos ni una vuelta. Conocí a Mauro en el primer taller de Guillermo Kuitca en Barracas – él venía todos los viernes en bus para asistir a las reuniones con Guillermo y se quedaba un par de días pintando. Lo conecté con el galerista George N’Namdi y tuvo su primera muestra individual internacional en Detroit – el paso inicial a una prolongada interacción con el mundo en diferentes actividades. Nunca sucumbió a la tentación de trasladarse afuera, ni a Buenos Aires. Como el mismo Kuitca, se maneja desde su casa. Mauro, artista de gran sensibilidad, impregna su obra con sustancias químicas que dan texturas y combinaciones especiales a la superficie, creando resultados repletos de misterio y belleza.

Como Rosario no tiene mercado ni estímulo para ocupar un artista ‘full-time’, Mauro, científico de origen, decidió volcarse a formar un centro cultural donde los jóvenes locales tendrían un lugar para entrar en contacto con lo que iba pasando en el mundo de las artes. Un amigo había comprado el edificio que cobijaba el prostíbulo más grande de Rosario – como inversión inmobiliaria y no actividad comercial. Mauro logró tomarlo en préstamo, formando una fundación que se llama ‘El Levante’ (Ricchieri 120, Pichincha, web – www. ellevante. com. ar).

Había la posibilidad que podíamos dormir en uno de los departamentos donde reciben artistas del exterior como residentes por períodos cortos. El local de Levante es enorme e intrincado. En la planta baja hay salas de exposición, aulas para clases, estudios para baile y un bar-restaurante. Pasando por unos pasillos y subiendo una precaria escalera, como habrán hecho miles de marineros y comerciantes en los tiempos aquellos, llegamos al sector destinado a las visitas.

Justo había llegado una artista rusa residente en Nueva York, Raya Dukham, y tenía sus pertenencias desplegados entre los dos departamentos. La saludamos, dándonos cuenta que no iba a haber cama para nosotros, y la dejamos en medio de un espacio genial para instalarse por unos meses.

Quería ver a Daniel García, otro pintor del grupo original del Taller de Kuitca. A lo largo de los años había acumulado una decena de sus obras y quería ver como se desarrollaba su carrera internacional desde Rosario. Tenía mis dudas. Tuvimos suerte: se presentaba un libro en el nuevo Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (MACRO - Avenida de la Costa & Oroño) y Daniel participaba en el panel. Fuimos a buscarlo y conocer el nuevo complejo, armado en un enorme silo reciclado de nueve niveles.

Llegamos al séptimo nivel donde se presentaba ‘Industria Argentina: arte contemporáneo en construcción’, un compendio de las opiniones de 19 ‘movers & shakers’ en el mundo de las artes plásticas en el país. Cada uno escogió a dos artistas como promesa a futuro. Armado por la periodista Cristina Civale, el libro es un estudio fascinante en como el poder opera en el mercado del arte. Como suele suceder, hasta en Rosario, casi nadie acompaño a la autora en su presentación, y llegamos para encontrar el panel a solas consigo mismo.

Combiné con Daniel para ir a su taller en la mañana y también con Fernando Farina, el joven director de los dos museos más importantes de Rosario, para verlo en el Museo Castagnino (Av. Pellegrini 2202), y también visitar a dos artistas más, Carlos Herrera y Marcelo Villegas. El pequeño grupo se desintegró y salimos a comer con Mauro. Pasamos la noche en el Hotel Viena (Ovidio Lagos 555, te 0341 439-0037). El hotel era un perfecto ejemplo de lo que esperaba al vendedor viajero en sus giras por el país durante el último medio siglo: parco y poco atractivo, de mal gusto y poco mantenimiento.

Salí temprano hacia Fisherton, un suburbio residencial a unos 15 kilómetros en línea recta de Rosario por una avenida que iba cambiando de nombre hasta terminar en Eva Perón. Fue fácil encontrar la casa donde Daniel vive y trabaja (Friuli 160, esq. Eva Perón 8000, te 0341 451-5875). Entre libros y obras de amigos, el living conduce a un gran espacio rectangular donde el artista trabaja. Había una variedad de cuadros de distintas épocas. Daniel sigue pensando que el acto de pintar es una valida manera de expresarse: no participó en los tan anunciados funerales para la muerte de la pintura. Su obra es fuerte, demasiado para muchos, pero es duradera y de los pocos pintores latinoamericanos que sobrevivirán el juicio del tiempo.

Le pregunté como se defiende desde Rosario. Dijo que cinco coleccionistas habían llegado el año pasado de Europa, Estados Unidos y Buenos Aires – Rosario no está tan alejado del mercado como había imaginado. Compré un pequeño cuadro de un perro con un cartel que decía ‘AYUDAME’. Lo había pintado como donación para un beneficio a favor de animales domésticos pero el paquete se perdió en el Correo Argentino. El Correo lo devolvió a su casa tres meses después del remate, y así estaba disponible.

Volví al hotel para buscar a Bernardita y salimos a píe a la casa-taller de Marcelo Villegas (Catamarca 2654 B, te 439-5317), donde íbamos a encontrar a Carlos Herrera (15 586-3082). Marcelo vive en una suerte de conventillo a final de un largo pasillo en un compacto espacio de dos pisos conectados por escaleras precarias, con un acogedor jardín, una mujer diseñadora y una perra que se mueve sin cesar desde la cola como una elástica bailarina adolescente.

Raras veces hoy entro a un taller y veo algo que sé que voy a llevar. Lo mismo sucedió a Bernardita… El taller es un pequeño rectángulo con dos obras colgadas y una instalación de madera desmontado en el suelo. Marcelo no hace su obra sobre tela - lo hace perforando la tela, siempre de un solo color, con irregulares recortes geométricos. La tela cuelga sobre la superficie de la pared sin la intervención de un bastidor, produciendo un fuerte efecto, una invasión sutil del espacio. Pensé en Lucio Fontana y sus cuadros con tajos – otro rosarino interrumpiendo el espacio a través de la ausencia.

Una obra de color ladrillo de 130 x 160 centímetros nos fascinó. Bajamos para ver otras obras en el living, otro espacio escueto que conectaba con el taller de su mujer arriba. Nos gustó todo lo que vimos. Pedí el precio. Su respuesta superó mi estimativo por cincuenta por ciento: lo expliqué porqué y llegamos a un acuerdo. Justo en este momento llegó Carlos Herrera y Marcelo subió de nuevo para embalar la obra para nuestro viaje.

Carlos es un artista que arma instalaciones que integra en su obra fotográfica. Tiene mucho ingenio y humor, un ojo clínico y un manejo impecable de sus materiales. Sus fotos son alucinantes, la extensión de su singular visión de lo que lo rodea. Miramos la carpeta de fotos de objetos armados de frutas y verduras. Ya habíamos cubierto el presupuesto – en realidad, nunca habíamos pensado comprar obra actual. Rosario, sin embargo, resultó irresistible. Todavía la fotografía no cuaja con mi sensibilidad - o pragmatismo – de coleccionista. Pero casi pierdo la virginidad en el tema.

Felices, encontramos dos artistas desconocidos para nosotros, y recuperé dos amigos de muchos años. Todos están creciendo en su obra y en sus carreras, manejándose desde el distante Rosario. Buena parte de esta inserción de la ciudad ‘socialista’ se debe a las acciones de Fernando Farina, ingeniero civil y artista, gestor y director, crítico y profesor. Tuvo la suerte de merecer la confianza de intendentes con proyección que le dieron mano libre para convertir los museos de la ciudad en centros de arte activos y vigentes. Lo hizo con ánimo, criterio y empuje. Los resultados son sorprendentes: modelos para emular en cualquier ciudad de Sudamérica.

El Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino es un prócer en el tema en la Argentina y tiene una rica colección. Farina lo ha contemporanizado sin perder su sabor de tradición y calidad. Nos dio un breve tour del establecimiento: la muestra temporaria consistía en una yuxtaposición de obras de todos los tiempos de la coleción permanente, titulada ‘Joyas de la Corona’. Fue un estimulo ver obras quitadas de su contexto académico y puesto en juego con obras recientes. El humor y el espíritu de juego es lo que más llama la atención en Rosario.

Farina volvió a la reunión que interrumpió para acompañarnos. Nos despedimos de él, Marcelo y Graciela Sacco, otra sorprendente artista rosarina que no había vista en una quincena de años, y fuimos a ver con más tiempo el audaz MACRO adentro de su silo multicolor. El museo en si es difícil seguir: los espacios en cada nivel no son amplios y hay sectores que aún no están habilitados. Pero otra vez, se siente la energía y juventud en una propuesta que está encaminándose.

Compramos un catálogo de la reciente muestra de Antonio Seguí y dos afiches de Liliana Porter y fuimos a almorzar en la explanada entre el Museo y el río. ‘Davis – complejo gastronómico’ (Avenida de la Costa y Oroño, te 435-7142) es un gran restaurante de diseño contemporáneo con mucho estilo, con mesas al borde del agua. Comimos bien y partimos hacia Córdoba.

Tuvimos que parar en mitad del camino, un camino terrible, angosto, lleno de camiones y difícil de mantener un buen ritmo. Si promediamos mas de 100 kilómetros por hora entre Buenos Aires y Rosario, el rendimiento bajo a solo cincuenta entre Rosario y Córdoba, la segunda y tercera ciudades de la República Argentina. Pasamos la noche en Bell Ville, la capital deportiva del mediterráneo argentino. Compartimos el Hotel Central de Cachín Hermanos, SRL (J. Pío Angulo 532, te. 03534-414071) con varios equipos de bochas y una cantidad de jóvenes tenistas, todos compitiendo en distintos campeonatos.

El hotel tenía dos sedes una a cada lado de la avenida, con un inmenso cartel que cruza la calle. También tiene el único restaurant visible en el pequeño centro de la pequeña ciudad. Conseguimos el último cuarto en el hotel, dos escaleras para arriba: pequeño pero adecuado. Cenamos y desayunamos sin contratiempos, y partimos en la mañana para Córdoba.

Recuperando Córdoba

Habíamos llamado a la escultora Sara Galiasso (Pasaje Escuti 762, te 351 468-5705) para verla y nos invitó a quedar en su casa – estudio al lado de Paseo de las Artes, donde hay una feria de artesanías y antigüedades cada fin de semana, ubicación perfecta para nosotros. Uno de los proyectos principales en Córdoba era de conocer a Luis González Palma, fotógrafo guatemalteco, casado con una argentina de Misiones. Habíamos conocido su obra por primera vez en una muestra en el Museo de Artes Visuales en Santiago y nos quedó las ganas de conversar con él. Había escrito una columna en la revista ‘Capital’ y desde allí establecí el contacto.

Luis ofreció encontrarnos en el centro de Córdoba: vivía en Unquillo, a media hora. Pero nos gusta encontrar a los artistas en su hábitat natural y le dijimos que queríamos ir hasta Unquillo. Para llegar a Unquillo hay que pasar por Villa Allende. Decidimos almorzar allí: un chico en moto nos recomendó ‘Yepeto’, una parrilla, grande y profesional, al margen del pueblo. Del restaurant, llamé al escultor Tulio Romano (03543 433173). Vino a vernos al Yepeto y volvimos las cuatro cuadras a su casa para ver su obra reciente.

Conozco Tulio y su familia desde los años 80 y tengo varios de sus esculturas en madera. Aplica un cierto humor irónico a sus figuras, que suelen ser acróbatas, boxeadores, personajes pocos retratados por artistas de vanguardia. 2007 ha sido un año duro para Tulio: su mujer tuvo un cáncer y su recuperación ha sido lenta. Su preocupación ha debilitado su concentración y la obra no demuestra su habitual brío. Tenía una muestra preparada para enviar a la Galería Rubbers en Buenos Aires: obras sobrias y reflexivas. Nos incomodó sentir a toda la familia peleando las circunstancias.

Seguimos a Unquillo y luego al barrio donde vive Luis González Palma y su mujer Graciela De Oliveira con sus dos hijos, Alitzell y Alejandro (El Nevado 427, Barrio Cababa). El barrio quedaba retirado del pueblo por un camino de montaña y bordeado de árboles. Finalmente encontramos el lugar: la casa en si está plantada encima de una colina con vistas por todos lados. Luis bajó a recibirnos, es casi de mi estatura, enérgico, con una sonrisa que establece una inmediata complicidad. Subimos al nivel de una terraza donde nos instalamos para conocernos, los cuatro. Por suerte, todo fluía como entre viejos amigos, poniéndose al día con los vaivenes de los niños, y en nuestro caso, los diez nietos.

Entramos para mirar unas obras en la compu. No tiene nada en la casa. Imprime en Chicago y Buenos Aires y tiene un taller en el centro de Córdoba donde maneja la producción local. Graciela ya es parte de la operación, como la Heidi con Alvin Toffler o la Marie Claude con Christo. En este caso, ella titula toda la obra y se encarga de hacer textos para los catálogos. Vemos las fotos nuevas, ahora con color: mantienen el mismo equilibrio de fuerza y belleza. De la obra de Luis, hay que volver a usar el término ‘bello’, tan trillado que generalmente solo sirve para describir una cierta clase de niños y mujeres.

Subimos al escondite de Luis, unos niveles más arriba, donde vemos el sitio donde van a construir el hogar ‘definitivo’ – ya se decidieron que van a permanecer en Unquillo. La vista es amplia, variada y atrapante. Ya la tarde terminó y nos vamos, felices de haber encontrado nuevos amigos y triste de no haber visto más fotos.

En la vuelta a lo de Sara, paramos en una suerte de anticuario – titulo concedido con harta generosidad – donde encontramos una vieja manta catamarqueña bordada con flores sobre un fondo blanco, manchado con el color rosa de una de ellas. Peleo el precio hasta un monto que me satisface y la metemos en el auto junto con los demás tesoros. El camino al centro es rápido y pronto encontramos el pasaje donde Sara convirtió un galpón en palacio. Tiene una particularidad que nos encantó la primera vez que la vimos: se puede estacionar dos autos en el living.

La casa/taller/sala de exposición deambula por el espacio, cambiando de niveles y formatos en el camino. Es una situación ideal: qué suerte tuvimos que con solo 24 horas de preaviso, Sara nos invitó. Nos instalamos, mirando la obra que se desplegaba por todo el territorio del lugar, colgada del techo, en los pequeños patios, acostada, apoyada, amontonada, despedazada, fragmentada, tapada con trapos, maderas, piedras, metales, materiales en vía de inclusión, tablas rústicas, palos con potencial – el arsenal de un artista en plena actividad.

Sara combina los materiales con cariño y fervor, logrando una magia de síntesis que asombra al ojo. Está preparando una retrospectiva en el museo municipal de Córdoba, un desafío fundamental para ella y su carrera. Salimos a comer en la noche a la terraza en el segundo piso de un boliche en frente de la feria, donde se goza el animado barrio. De repente, sentimos un ruido cercano y un grito: una joven gringa había tropezado con la punta de mi silla. Se desparramó entera por el suelo con un golpe que hizo vibrar la precaria terraza. Volvemos a casa a dormir, ya cansados de la ruta y las visitas. Mañana recorreríamos la feria y a la tardecita iríamos al Centro de Arte Contemporáneo en Chateau Carreras, cerca del estadio de fútbol de la ciudad, donde una artista amiga Maria Finocchietti (Diagonal Espinosa 1980, Jardín Espinosa te 464-0160) cerraba su muestra retrospectiva con una gira guiada.

Volvimos a la feria. A nuestra sorpresa, acostumbrados a San Telmo, encontramos todo cerrado - hasta las cinco de la tarde… Caminamos de vuelta a la casa de Sara por el prolijo Pasaje Escuti, prolijo gracias a los esfuerzos de ella, que convenció a los vecinos que sería más agradable vivir en un ambiente ordenado, un sueño que logró cumplirse. Llamé algunos amigos para ver si sería posible verlos. Rosa María González y su marido Oscar Bracamonte (Betania 3284, Bajo Palermo, te 351 453-4538 / 481-4587) tenían un almuerzo familiar pero iban a tratar de pasar de todos modos – un almuerzo familiar de domingo en Córdoba puede durar hasta las 10 de la noche.

Lograron llegar en camino al almuerzo con sus dos hijos. Rosa es una artista fuera de serie y Oscar es poeta: los chicos son de estas edades conflictivas – pueden ser geniales o pueden ser insoportables, como Oscar los describe en su carta anual a los amigos. Rosa hace collages en cajas de una ternura con garra que sorprende. El Museo Municipal la había hecho una exposición importante este año y toda la familia seguía celebrando el reconocimiento que merecidamente recibió. Ha regalado a Bernardita varias obras: el entusiasmo de Berni no conoce límites cuando desborda. En una ocasión en Chile, le quitó la camisa pintada por ella y la cambió por otra. Aun usa aquel trofeo…

Oscar suele hablar con autoridad sin freno, pero su poesía es la esencia pura: usa escasas palabras para trasmitir grandes ideas. “Sólo puedes pretender ser puerto de partida para tus hijos - y sin embargo duele.” Sensible y sensato, va hilvanando perlitas de síntesis con destreza y decoro en su último libro Ábrete Sésamo (Alción Editora, 2006). Le quitó el ejemplar que había dado a Sara para dedicarlo a nosotros. (Ojalá que se acuerde de reemplazarlo). Es una pareja deliciosa, de esas especies en vías de extinción.

A las cinco en punto cruzamos La Cañada, el arroyo que tímidamente cruza entre las calles de la ciudad y nos metimos en los anticuarios: las artesanías fueron simplemente atroces y en cantidades industriales. Bernardita encontró dos fuentes Art Deco de diseño digno de la época en 10 euros cada uno y varios cucharas y tenedores para servir la mesa del mismo período. Volvimos a casa para partir de nuevo. Había encontrado otro amigo artista, Fernando Allievi, que vivía cerca de Chateau Carreras, y nos quedamos en pasar por su casa nueva para tomar algo antes de prender viaje hacia las sierras y luego Mendoza.

Cargamos el auto y partimos con Sara en los dos vehículos para la muestra de María. El Centro es un emprendimiento de Antonio Seguí: lo he seguido desde sus inicios y traté en aquel entonces conseguirles fondos, sin mayor éxito. Me acuerdo la inauguración: Antonio había convencido a su compañero de colegio, el entonces gobernador Eduardo Angelóz de prestar la vetusta mansión a una fundación que fundaría un centro de artes visuales contemporáneos para la cuidad. Logró convertir la iniciativa en realidad y el Centro ya es parte del paisaje cultural de la cuidad. En la inauguración, Antonio dio un discurso con el mismo tono de voz de generaciones de políticos cordobeses, logrando gritar en los momentos precisos y aclamar cuando hacía falta.

Hoy el Centro florece bajo el mando del artista Jorge Torres, que empezó su carrera como operador cultural allí hace unos años, don que se ha perfeccionado con la práctica. La muestra de María ocupaba cinco salas – una con una emocionante instalación, todo de un pálido blanco. Condujo el tour guiado con simpatía y autoridad, compartiendo la palabra con la curadora, que supo explicar los misterios del arte contemporáneo con claridad y sencillez. Logré conseguir un encargo: un texto de catálogo para Oscar Páez, artista amigo, cuyo catálogo de la Galería Ática lo prologué en los años 80. Comimos sándwiches de tajadas de media res asada colocada en todo su esplendor sobre una mesa en el patio central, acompañada con un rico vino.

Sara nos guió a la casa de Fernando Allievi (351 425-6052) y su familia – una nueva sede, grande con jardín y pileta, y una colección de cuadros de todos los valores de Córdoba. Fernando es un artista generoso – devuelve parte de su éxito a la comunidad, comprando y apoyando otros artistas. Cuando nos gustaron unas fotos, instantáneamente llamó a la artista, Adriana Bustos (3543 427869 / 351 15 540-1598) convenciéndola de dejar la cena en donde se encontraba para venir y conocernos. Llegó una hora más tarde y pasamos un buen rato charlando con ella en el jardín. Construye su obra de temas anecdóticos que encuentra en el camino: retratos de caballos de cartoneros, burros lisiados del este de Europa viviendo su vejez en Inglaterra…

Llegamos a destiempo y salimos a las 11:30 sin haber tomado o comido nada, rumbo un hotel en el camino hacia Mendoza. No teníamos claro que iba a ser nuestro destino, pero la ruta nos llevó a Villa Carlos Paz, la cosa más parecida que Córdoba ofrece al estilo de Las Vegas. Allí cenamos en una bomba de benzina y trasnochamos en el Hotel Kin (Av. San Martín, esq. Gob. Roca, te 03541 421545). El Hotel Kin intenta instilar el clima de Las Vegas en su ambientación. Pero no creo que ninguno de los emprendedores de Villa Carlos Paz haya visitado la Meca del Pecado del norte.

La avenida principal del pueblo es alucinante: alude a un mundo totalmente ajeno a los valores tradicionales cordobeses. Todo es luces de neón y palmeras, ventas de condominios y piletas gigantes, con un ‘look’ de los años 1950. El hotel podría ser para parejas de pasiones breves o para familias: a nosotros nos tratan como familia. No hay nadie más que la dueña, robusta y llamativa. Nos sirve un buen desayuno después de una noche en un cuarto decorado de dudoso gusto. Nos vamos felices.

Habíamos visto una ferretería (MS Construcción en Seco) que vendía escaleras de madera, elemento utilitario indispensable que no habíamos encontrado en Santiago. Compramos el modelo ‘número 342 tamaño familiar 6 peldaños’, que cabía justo en el auto y luego debajo de la cama. Después de idas y venidas, nos dieron una bonificación de 0.10% o sea 10 centavos de peso…

El camino por las sierras de Córdoba es pintoresco: paisajes de rocas y manadas de cabras. Tenemos unas nueve horas hasta Mendoza, la mayor parte pasando por la Provincia de San Luis, donde los hermanos Rodríguez Saa han hecho carreteras de cuatro carriles de un lado al otro de territorio desértico. Bajamos de los cerros a la ciudad de Villa Dolores para almorzar. Buscamos un lugar a la entrada de la ciudad. Preguntamos a un joven que nos mandó devuelta a las afueras. “No hay nada que vale la pena en el pueblo…”

Al retroceder pasamos un lugar con buena pinta pero no había actividad. Retrocedemos a una parrilla cuya única clientela fue los turistas de un gran bus lleno de brasileros. La parrilla restaurante Lomas (Ruta 14, Villa Dolores, Traslasierra, te 03544 421788) nos sirvió un buen bife de chorizo con la ensalada mixta de siempre y una botella de Etchart Torrontes. Había un viento que casi voló a los brasileros cuando volvieron a su bus, enviando sombreros hacia el sureste.

Las cinco horas de San Luis no ofrecieron ni vistas, solo viento, polvo, y páramos. Llegando a la capital, no estaba marcado el desvío a Mendoza y tuvimos que retroceder una veintena de kilómetros para retomar la ruta directa. Al salir del paraíso caminero de San Luis, la ruta volvió pesado y lento, hasta las cercanías de la ciudad de Mendoza. Otra vez los camiones alentaban el ritmo y el paisaje, algo más grato que San Luis, aún faltaba el estímulo para pasarlo bien.

Una pasada por Mendoza

Decidimos evitar la ciudad e ir a un suburbio antiguo en vías de aburguesarse: Chacras de Coria. Nos perdimos en los viejos caminos, siguiendo instrucciones que solo nos enredaron más. Finalmente llegamos al destino: el Parador del Ángel de María Marta Cortés y Daniel Alessio (te 261 496-2201). Lucy Pujals de Pescarmona nos recomendó el parador y nos reservó una habitación: quedaba a una cuadra larga de su casa.

Llegamos después de la puesta del sol y nos encontramos en un lugar que sí merece el titulo ‘paradisiaco’. La joven pareja, María Marta y Daniel, habían armado una hostería ‘boutique’ – como dicen los pitucos hoy – aprovechando de una casona vieja y sus instalaciones. La armonía entre los jardines y la edificación, que cubren casi una manzana, creaba un clima de paz y tranquilidad. La decoración combinaba objetos de campo, pintados audazmente estilo Memphis con los cuadros de la madre de dueña, Marita Lavoisier. En realidad toda la familia había participado en la restauración, tíos carpinteros, mueblistas y escultores con la dirección de la pareja, que tenía clarísimo el clima que querían lograr.

Cada una de las ocho espaciosas habitaciones seguía la línea de la decoración global y no tenía ni teléfono, televisor o frigobar. Uno tenía que crear su propio entretenimiento, vivir del mundo interior. En un rincón de la propiedad había un edificio independiente con un televisor y un computador con internet, con la cual logré reconectarme con mi mundo exterior. En las mañanas, se sirve un desayuno con jugo con naranjas de verdad recién exprimida, pan recién hecho, dulces caseros y un convincente café. No hay ni almuerzo o cena, pero uno puede traer una botella de vino de la región y tomarla en el cuarto o frente al televisor.

Lucy nos invitó a almorzar en su casa. Los Pescarmona son los empleadores más grandes de Mendoza, con unas 8.000 personas a su cargo, la mayor parte de ellos ingenieros. Las empresas operan en todo el mundo, preparando proyectos de infraestructura de todo tipo. La casa es el hogar en donde los hijos se criaron y ya grandes, se fueron. Enrique y Lucy viven entre cuadros y colecciones de objetos acumulados a lo largo de los años y los viajes. Grandes jardines y patios rodean la cómoda casa.

Almorzamos con Julieta G. (0261 155 101017), que inventó y dirige el museo/galería de la bodega Salentein en Tupungato. Al estilo de la Hess Collection en California, los dueños han hábilmente combinado los mejor de dos mundos: arte y vino. La idea de la galería es promover jóvenes artistas de la región y lo han hecho con mucho éxito en términos de ventas. ¡Nos queda un programa para la vuelta!

Lucy, atenta a todo lo que pasa a su alrededor y más lejos aún, nos describe la triste realidad de Mendoza. No tuvo la suerte de Rosario y las administraciones han caído últimamente en manos de políticos peronistas. La ciudad se ha empobrecido, se ve sucia, todos miran a la gran teta del Estado para su supervivencia. Lo que fue la cuidad-jardín de la República ya pasó a ser otra de las capitales del noroeste con su caudillismo y dependencia del clientelismo. Pero en Chacras de Coria no se nota está verdad y los habitantes del pueblo parecen vivir lejos en el tiempo de la actualidad sociocultural que domina el resto del país.

En los dos días que quedamos en el pueblo, sin pensar en transitar los veinte kilómetros a la ciudad, encontramos un par de muy buenos restaurantes. Mar & Monte (Darragueira 648, te 0261 496-5164) es entre los mejores que hemos encontrado en mucho tiempo. Tiene su sede en la ciudad bajo el mando del reconocido chef chileno (con 25 años en Mendoza) Aldo Ansaldi. Su alumno Gustavo Carmona está encargado de la cocina en Chacras y se esmera preparando un imaginativo y delicioso menú. Compartimos el ‘Chivito con hongos en reducción de Malbec y arroz con queso’. Nos dimos cuenta que el chivito tenía su lugar más allá de la parrilla.

El otro lugar fue Karma (Italia 6055, te 0261 496-1731), cuyo dueño Karma Apo Tsang es un tibetano que vino a Mendoza para actuar con Brad Pitt en una película supuestamente puesta en Asia y decidió quedarse. Probamos las especialidades: ‘Asian Soup’ y un ‘Eye Rib Aludum’ con pan ‘Paratha’ y una botella de Portillo Sauvignon Blanc. Diferente y por momentos sorprendente. Apo Tsang ha logrado integrar los productos locales con los orientales que consigue para producir una válida ‘fusión’ este/oeste que uno no espera encontrar en las afueras de un pueblo mendocino, pero hoy en día las sorpresas culinarias exóticas son muchas y encontrables en casi cualquier parte.

Después del desayuno del último día partimos, con el auto repleto, hacia la frontera. Subimos al borde del Río Mendoza hacia Uspallata, gozando de un perfecto día soleado y una vista de fantasía. Almorzamos por supuesto en La Estancia de Elías, esta vez, un cabrito asado a los brasas con vino de la casa y una abundante ensalada, y seguimos hacia la frontera. No tuvimos ningún incidente con las autoridades. Una joven inspectora nos revisó el auto con celeridad y cuidado, pero no topó con ninguna máscara africana u objeto oceánico. Nos salvamos de la debacle del anterior viaje cuando nos quitaron varios morteros de madera, antiguos y sospechosos, por violar las normas contra la introducción de plagas.

Felices, bajamos de la cordillera y tomamos la ruta a Santiago. Llegamos al departamento, sanos y salvos, con el cargamento de hallazgos en perfecto estado. El periplo resultó ser una peregrinación a satisfacer todos los sentidos e inquietudes: lugares, gente, hospedajes, comidas, estímulos culturales y sociales, en fin, una inmersión en la vida misma, compartido con familia, amigos, algunos nuevos, algunos viejos, algunos prestados, algunos apropiados.


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