miércoles, 11 de febrero de 2009

Colombia: viaje de iniciación

El Ojo Ajeno

Collage colombiano: un aún inconcluso viaje de iniciación

Colombia, para mí, es un viaje que empezó el 15 de diciembre de 1950 – a la tierna edad de catorce años – y que sigue fluyendo por los luminosos canales de mi memoria. Colombia cambió mi camino. Me convirtió en aventurero de la vida, en uno de los primeros pioneros posmodernos, en residente del globo grande, sin ataduras a una sola patria, sin las fronteras de tinta negra que aparecen en los mapas.

Descubrí mi propio Macondo antes que García Márquez lo tallara en palabras; conocía los personajes de Botero antes que los adhiriera tan finamente a la tela; sentí mi Sudamérica antes que Arciniegas definiera la libertad y el miedo.

La Colombia de mis primeras impresiones: una época anterior a la droga; un período de paz entre luchas guerrilleras, preludio de una aún más aguda; el Caribe de las primeras cumbias; los Llanos desiertos de cuerpos y almas; la Colombia de la bota bruta; la América emergente de la brocha de Diego Rivera.

Un adolescente de los suburbios de Nueva York, de un Manhattan pulcro y puritano, que apenas estaba probando las tentaciones de la posguerra, trasladado a un país andino. Variaciones climáticas, alturas que atacaban los corazones neófitos, sombras que amenazaban al desprevenido en aquellos años de Rojas Pinilla.

Mi primer recuerdo de Bogotá: el olor. La nafta dejaba sus residuos en la nariz; el Pielroja, su acre dulzura. La comida: frutas desconocidas, salsas extrañas, especies intrusas, texturas no reconocibles, perfumes que impregnaban la ropa, el pelo, persiguiéndome hasta la cama.

Las tinieblas generalizadas en las estrechas calles del Bogotá nocturno: los metros de tela gris oscura que envolvía a todos: sacos, sobretodos, ruanas, una monotonía de tonos grisáceos que reflejaba tantas veces el cielo opresivo. Las caras, con facciones nunca registradas por ojos curiosos pero inexpertos. Con cada ojeada devoré infinitas novedades.

Los ruidos de una ciudad en frenético movimiento, en contraste con el silencio impuesto, a sus espaldas, por las inmóviles montañas. La vida conducida en otra lengua, por palabras que apenas podía separar como tales. A veces, ametralladoras de sonidos que me aturdían. Mis pocos meses de castellano no me servían frente a tal avalancha de expresividad.

La sopa con sabor de hierbas desconocidas; el arequipe, dulzón, empalagoso: hasta la carne guardaba un gusto que me sorprendía. Los platos aparecían en el mismo orden, pero presentados en otro idioma. Tal vez lo que más rompía mis esquemas: la comida no tenía el sabor que esperaba de ella.

Me topé contra un mosaico de sensaciones que me costó trabajo asimilar. Había cambiado de mundo, de universo. Colombia parecía un planeta aparte, combinación de fantasías soñadas y realidades inesperadas. Colombia despertó en mis entrañas el reconocimiento de lo atractivo, de lo no experimentado: la seducción de lo primario, de lo esencial. Subía de su tierra una fuerza: en lo vegetal, tropical; en lo humano, primitiva. Me sentí en presencia de raíces profundas.

Como en cualquier relación, fui ahondando mis conocimientos a través del tiempo transcurrido y la distancia transitada. Cronológicamente, fueron muchas las visitas y los viajes. Cada vez conocí otro rincón del país que me abrió las puertas al mundo.

El joven de Estados Unidos, en aquel entonces, generalmente iniciaba su salida al mundo exterior por algún puerto europea, en camino a las capitales culturales, como Londres, París, Roma. Fue años más tarde cuando México y las islas del Caribe comenzaron a convertirse en polos de diversión para la juventud neoyorquina. Y Asia, Africa, hasta la luna, fueron agregándose solamente con la creación del Cuerpo de Paz y la iniciación de los programas espaciales.

Colombia, en aquellos tiempos, se vestía con una gran dosis de exotismo. Juan Valdés todavía no había entrado en los hogares de la república norteamericana. Uno de los episodios que más recuerdo fue leer que un grupo de intolerantes, montados a caballo, había irrumpido, cuando se celebraba un culto, en un templo protestante. Otra anomalía fue la primera llegada. ¡Quién iba a imaginar que el avión no lograría alcanzar su destino el mismo día de su salida! En aquella Constelación de Panagra, después de hacer escalas en Miami y Kingston, aterrizamos en Barranquilla para pernoctar, en espera de seguir a Bogotá cuando el sol se elevara sobre el Caribe.

Así pasé mi primera noche fuera de mi patria, en el Hotel del Prado, comiendo un manjar de langostinos con salsa de coco, que todavía provoca en mi paladar una feroz nostalgia. Bogotá, aquella primera vez, no se mostró, embozada en su capa de nubes, y tan sólo pude saludarla al liberarme del aeropuerto, tras participar, fascinado, en esos trámites de adultos que requieren la presentación de pasaportes y demás documentos afines.

En la casa de mi amigo de infancia, Fernando Toro, encontré otra versión de la vida, aquella que acontece entre latinos. La expresividad, la abierta demostración de afectos, la interrelación con el servicio doméstico. Esta calidez, agregado a lo exótico, me fue envolviendo en una telaraña de la cual jamás pude - ni quise - sustraerme, al punto tal que, casi cuarenta años después, me encuentro instalado en Buenos Aires, con mujer e hijos espléndidamente latinos.

Hay recuerdos que no ceden nunca su lugar privilegiado en mi memoria: observar la turbulenta tierra líquida, que es el río Magdalena, batida por la rueda lateral del vapor que nos llevaba río abajo desde La Dorada a Barranca, en el mejor estilo del río Misisipí de mis bisabuelos; o estar incómodamente posado en un árbol, a lo largo de una interminable noche, esperando que un jaguar se acercara para atacar la cabra que habíamos atado como cebo. Nunca apareció ninguna fiera, pero la frustrada aventura marcó un momento de iniciación en mi vida. Quise remontar en canoa un angostísimo arroyo, con la escopeta lista para bajar algún trofeo, cualquier trofeo que tontamente cruzara mi camino. Apareció un mono y tuve la agridulce sensación de haber dado en el blanco. Cuando la pobre y flaca presa se puso rígida ante mis ojos, me di cuenta de que mi carrera de cazador había concluido tan rápido como había comenzado.

Después me llegó la Colombia de León de Greiff, de Jorge Isaacs, de José Eustasio Rivera. La Colombia de la selva, la Colombia romántica y la Colombia cerebral, que luego cedió a la Colombia fantástica, de la que tanto se ocupó Gabriel García Márquez. Hace poco encontré, en un viaje a una casona cerca de Medellín, una foto de De Greiff, que me emocionó hondamente, a los cinco años, vestido de niño elegante. Me llegó, así mismo la amistad tricontinental que me ha unido a Fernando y Cecilia Botero, como también los recuerdos de su hijo desaparecido, Pedrito, cantando; aquel chico que tendría la edad de mi hija Tania, y que en las charlas familiares fueron tema de fantasías de noviazgos futuros.

Todo empezó con Fernando Toro y sus padres, Emilio y Amelia, quienes incentivaron aquel viaje original a mis catorce años. Me estimularon a convertirme en sudamericano, a participar en el desarrollo de esta otra América, que en los años cincuenta parecía tener tanto para ofrecer, cuyo futuro se abriría como un gran abanico de lado a lado del arco iris. Y, como con el elixir de Alicia, así lo bebí, convirtiéndome en yanqui de botas de siete leguas a la caza de fortunas, felinos, femmes fatales y la felicidad de acogerme a una misión, si no divina, por lo menos, inspirada.

A veces la euforia me abandonaba, y encontrándome entre tanta fuerza bruta, entre tanta alocada expresividad, mi modo de ser, tan anglosajón, de limitadas palabras y sofocados gestos, parecía separarme para siempre de cualquier acercamiento a mi meta. Pero mi imaginación, mi poder de fantasía, siempre fueron más grandes que mis temores, y emprendí mis iniciales viajes alrededor de Colombia, este país que fue mi puerta de entrada a Sudamérica.

Bajar el magdalena, subir el Opón, cruzar los Llanos, escalar el nevado de Ruiz, siempre con la sensación de ser pionero, de rescatar esa frescura que mis antepasados tal vez experimentaron al extender las fronteras del viejo oeste con más sensatez y menos romanticismo. Todo parecía posible en aquel entonces cuando, con singular certeza, la civilización occidental ofrecía el crecimiento como cápsula mágica para difundir la felicidad.

Compré parte de una finca con Fernando y sus hermanos. Hace treinta años, cuando los Llanos empezaron a revivir después de su lamentable desangre, me parecía que no se debía perder la oportunidad de participar en la reocupación de estas vastas tierras. Acostumbrado a un tambo familiar en donde se sabía a ciencia cierta que todo respondía, la odisea de instalar una actividad ganadera en medio del Meta proveía las incalculables posibilidades del pasmo.

Pero ser propietario de tapires, hasta un oso hormiguero, de todo un territorio rodeado por ríos y caños, bordeado de palmeras, me parecía igual a poseer mi propio pedazo del paraíso en el aquí y ahora. No conté con los peligros de tal empresa, en tal lugar. Recuerdo la vez que casi condené a mis padres a un entierro precoz, por considerar como tal lo que nos habían vendido como nuestro propio aeropuerto, apropiado para recibir cualquier avioneta: nunca había visto un piloto cambiar de color tan repentinamente, pero la suerte nos acompañó, y por centímetros pudimos aterrizar y despegar.

O cuando una araña del tamaño de un puño decidió transitar el cuerpo de mi hermana, en camino de un lado a otro de la cama. O la culebra enroscada que miraba a mi mujer como lujurioso sádico, en el precario baño de la finca. Momentos éstos ya superados, pero que cuando sucedieron nos colocaron al borde del pánico desenfrenado.

Cruzar los llanos en campero: un vasto horizonte, todo el enorme pastizal como un posible camino conducente a lugares paradisíacos; sentirse solo, en un espacio tan extenso como un condado europeo, con una bandada de gansos canadienses que hacían escala en una laguna; el sol que bañaba todo en suaves colores durante su ocaso diario; toparse con un animal al que, por lo común, tan sólo se encuentra en un zoológico, son experiencias que hoy aprovechan las fábricas de zapatos deportivos para venderle a uno como highs: ocurren sólo cuando corre parejo media hora en sus flamantes Adidas. Pero quienes descubrimos las maravillas del mundo a solas, nos damos cuenta de que estas sensaciones pertenecen a los ojos del asombrado, del que los abre ante lo inesperado, en esas circunstancias en que la naturaleza se revela tan nítidamente.

Colombia, en verdad, me condujo a un eterno viaje. No me atrapó, tal vez porque no me otorgó la compañera que buscaba, como Diógenes, en cada rincón de mi persistente periplo. Fue en la Argentina, años después, donde ella se materializó.

Más tarde, durante una temporada, hasta me acompaño por los caminos más abandonados de Colombia. Noches en posadas pueblerinas, donde las habitaciones se separaban tan sólo por bastidores de tela: donde, al alba, todos los comensales se reunían en el patio central para lavarse los dientes y tomar el primer café del día. Y ella, abstemia por naturaleza, se fortalecía con un sorbito de aguardiente, una manera de dilatar su visión de la estética.

Tuve la insólita suerte de dar mi mano a media docena de presidentes colombianos. El primer apretón de manos no fue de igual a igual: yo tenía apenas once años. Un día de sol brillante, caminando por la elegante avenida Park, de Nueva York, Emilio Toro me presentó a Alfonso López Pumarejo. Después en la casa de don Emilio en Bogotá, desfilaban todos: los Lleras, Alfonsito… En el casamiento de Fernando conocí la mano de Turbay. Cuando formé parte del equipo que fundó Artesanias de Colombia, recibimos a Guillermo León Valencia en nuestra sede. Siempre, yo, en el papel de ser una mano más entre tantas que resumen la vida pública de un presidente.

Más tarde, tuve con Belisario la suerte de sentir su calidez y de sentirme reconocido. Años atrás, había comprado un ejemplar de Colombia cara a cara (1961), cuando Belisario era sólo senador. Como todo papel que encuentro en mi camino, lo había guardado cuidadosamente. Cuando supe que iba a participar en una entrevista colectiva con un grupo de colegas argentinos, llevé el libro conmigo. En el acto de presentación, saqué el libro e hice notar a don Belisario que su aspecto no había variado con la foto de la contratapa, treinta años atrás. Belisario dedicó “este libro de viejas ilusiones” a mi hijo, y recibí un fuerte apretón de mano combinado con una mirada chispeante. En este mismo viaje, conocí a Andrés Pastrana en una cena en la Embajada Argentina, unos pocos años antes de que asumiera la presidencia.

Un día, en 1964, pasando por la Librería Central, donde antes habían colgado los primeros Boteros que adquirí, descubrí el fantástico mundo de Noé León. Era su primera incursión en el mercado de arte de Bogotá, y compré Misionero comido por tigre, cuadro que todavía gozo. Un par de años después, tuve que pasar por la costa; decidí tratar de localizar al autor de este inquietante tema. Fue imposible rastrearlo. Siempre me ha quedado la incógnita de si realmente existía este personaje tan particular, o más bien, había sido el invento de un periodista genial, con gran talento artístico, que aparentaba auspiciarlo. En todo caso, la pintura me llenaba de alegría – no por la muerte del pobre misionero, naturalmente, sino por el efusivo tratamiento de la selva – y, por conducto de dicho periodista, pude conseguir varios Leones más.

Entre todos los viajes, se destacan aquellos en medio de las lluvias de los Llanos, donde desaparecían las huellas del camino bajo un opaco espejo de agua y nos guiábamos por brújula, como si anduviéramos en avión. O aquellos por los circunspectos pueblos coloniales de Boyacá, o, a través de sinuosos caminos, por las alturas andinas de Cauca y Nariño. El más azaroso fue en canoa, por la ciénaga de Zapatosa. Desembarcamos en el caño Anima Grande, rumbo a un lejano Chimichagua. Bajar el río me trajo recuerdos de todas las aventuras de los exploradores que tanto se esforzaron para encontrar El Dorado o las fuentes del Nilo. Sufrimos desastres minores, premios a la inexperiencia. Se volcaba la canoa, y la comida se humedecía; nos atacaban hormigas con mandíbulas de tiburón, mosquitos con aguijones de raya.

Había lugares donde teníamos que talar árboles. A veces debíamos llevar la canoa por tierra. De noche, los astutos mosquitos nos atacaban desde abajo, penetrando la gruesa tela de nuestras hamacas, que se hallaban cubiertos, desde luego, por impenetrables mosquiteros. Pero también habían recompensas: asar y comer un pescado recién atrapado, estar aparentemente solos en la inmensa laguna, rodeados por millones de pájaros.

Durante varios días navegamos, encontrando primitivos pueblitos y pobrísimos pescadores. Afortunadamente, habíamos llevado suficiente agua potable y no nos ocurrieron mayores desgracias.

De Tolú a Puerto Gaitán, de Buenaventura a Santa Marta, pasando por Ráquira o Sabanagrande, las mil y una Colombias que palpitan por mis vías energéticas conforman a veces un gran mural que se consolida en la exuberancia de una explosión pictórica de Obregón, la fantasía de García Márquez, ese cariño con que trata sus temas Botero, hasta en la traviesa profundidad de los poemas de De Greiff.

Empecé en Colombia mis incursiones al mundo de los negocios, en diversas actividades industriales durante distintos viajes. La finca en los Llanos terminó convirtiéndose en coto de casa de unos deportistas caldenses. Pasé por insignificantes episodios filatélicos y fracasadas búsquedas de tesoros precolombinos. Finalmente, opté por combinar la tecnología yanqui con las materias primas colombianas, y entré en una sociedad que habían adquirido Fernando Toro y su hermano Felipe para la elaboración de productos alimenticios derivados del maní. En realidad, la planta industrial consistía en una batidora semiindustrial, unos asadores de horno y una anciana dama de San Andrés que dirigía la media docena de niñas que freían los maníes y los empaquetaban en sobres de celofán.

Después de haber sobrevivido la vida universitaria estadounidense gracias a peanut butter, pegajosa sustancia preparada a base de maní molido, bautizamos nuestro producto con el nombre de “crema de cacahuete”. No resultó ser muy atractivo en las estanterías de los supermercados Carulla: el aceite se separaba de la pasta y muchas veces logró escaparse, porque nuestra máquina de sellar tapas no funcionaba del todo bien. Un día hicimos una venta millonaria a un comerciante de Neiva. Vino con su camión y llevó todas las existencias, dejando a cambio un cheque. En aquel instante conocí mí primer cheque “chimbo”.

En uno de mis viajes a Colombia, navegando por el Caribe en bote de vela, conocí en Trinidad unos hermanos que fabricaban una bebida de maní batido con leche: peanut butter punch. Lo vendían a los colegios, entre los cuales disfrutaba de gran éxito, por su alto valor nutritivo. Los Toro tenían un primo con una pasteurizadora importante. Ofreció hacer una prueba de mercado. El resultado fue un excelente elixir, repleto de todos los elementos que reclamaba el cuerpo humano. Empezamos a entregar las botellas en las casas de sus clientes. Bien pronto nos dimos cuenta de nuestro nuevo fracaso. Al segundo día, el producto se fermentaba y explotaba, cubriendo el interior de la heladera con una fina capa de pegajoso engrudo láctico. Después de un veloz e igualmente fallido experimento como accionista en una fabrica de vehículos de tres ruedas, abandoné mi carrera como empresario en Colombia. Decidí probar mi suerte con la bolsa. Compré unas acciones por valor de quinientos dólares. Subieron al doble. Cuando vendí en seguida, volvieron a bajar, con la misma velocidad, a la mitad.

Alguien menos ingenuo hubiera tal vez aprendido alguna lección de estas experiencias. A mí me sirvieron como temas de reflexión y de cuentos de sobremesa. Por suerte. A lo largo de este precipitado recorrido como autor de mi propio El Dorado, conservaba los cuadros de Botero y, más importante aún, a mis amigos colombianos, aquellos que me presentaron a su país, que me acogieron en sus hogares como hermanos.

Cada viaje es un concierto de lugares, acontecimientos y personajes. Para mí, Colombia se inició en los corazones de la familia Toro: Fernando, sus hermanos Rodrigo, Pablo y Felipe, y sus padres Emilio y Amelia. Cada uno me hizo sentir parte de una gran familia, cómplice en sus múltiples actividades, valorizado y entendido. Mientras tuve que luchar con mis primeras palabras en castellano, en ese frustrante aprendizaje de la comunicación, demostraban infinita paciencia y compasivo buen humor. Nos unen treinta y cinco años de amistad la cual me ha conferido, a lo largo de todo ese tiempo, el título de colombiano por adopción.

Desconocidos compañeros de ruta, apreciados compañeros de trabajo en las oficinas de ECOPETROL, donde tuve mi primera, y última, experiencia como burócrata; en Artesanías de Colombia, donde luché para imponer una idea: que las artesanías colombianas podían exportarse con provecho comercial; un par de familias que habitaron nuestra finca en los Llanos, cuidando 20.000 hectáreas con una sola bicicleta – todos me abrieron el camino hacia la ‘colombianidad’.

Mi par, el pintor Jim Amaral, quien se encontró con su colombiana Olga, y que ahora goza de los frutos de su creación más fecunda en Colombia: sus hijos Diego y Andrea, creadores, ellos mismos, por derecho propio. Recuerdo los numerosos buenos momentos compartidos, en conversaciones que tanto trataron de aclarar las diferencias culturales de los pueblos.

Ahora, por suerte, en Buenos Aires, cuento con mi vecino colombiano, y es, como tenía que ser, un poeta. Buen amigo con una red internacional de extravagantes personajes, Juan Gustavo Cobo Borda siempre encuentra, entre su infernal productividad y su labor de diplomático, momentos para recordarnos a Colombia. En él se concentra todo eso que distingue la querida gente colombiana: entusiasmo, calidez, claridad y compromiso. El me ha cedido, también, la amistad de sus amigos: Daniel Samper y Mauricio Obregón, brillantes exponentes de las maravillas que puede producir la cultura de un país pequeño pero profundo, como Colombia.

Colombia, que me concedió vivir la plenitud de la amistad, reteniendo sólo los misterios del amor. Que nos dio una ahijada, Fabiola, cuyas cartas fielmente cuentan el peregrinaje por los senderos de su vida veinteañera. Colombia, ahora conocido más por los sombríos títulos de los diarios, que anuncian sistemáticamente sus desgracias. Colombia, que corre por mis venas, convertida en definitivo componente de mi propia sangre. Colombia, aquella tierra de mi iniciación, que tanto dio para ensanchar mis fronteras.

Juego mi vida, cambio mi vida,
De todos modos
la llevó perdida…
Y la juego o la cambio por el
más infantil espejismo.
La dono en usufructo, o la
regalo…

En Colombia aprendí – como le sucedió al poeta León De Greiff – a jugar la vida, a cambiarla. Ahora acepto que la llevo perdida, en la medida que no la puedo llevar conmigo hacia la eternidad. Pero, sí que puedo vivirla y disfrutarla, llenándola de experiencias, como fue para mí el descubrimiento del mundo a través de Colombia. Y más adelante, los demás viajes, que cada vez más me van adentrando en la magia, que es este mundo y sus seres. Agradecido estoy con Colombia, que me permitió dar los primeros pasos de una caminata todavía inconclusa.

Edward Shaw

Publicado en:
Boletín Cultural y Bibliográfico de la Biblioteca Luis Angel Arango, Banco de la República, Bogotá, 19??

Viajeros Extranjeros por Colombia, editado por José Luis Díaz Graneros, Biblioteca Familiar Presidencia de la República, Bogotá, 1997. pp. 415-428.

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