Radiografía de un regalo real
La única belleza que traspasa los achaques del tiempo es la de una magistral obra de arte. La naturaleza corre su circuito en ciclos, renovándose con cada corrida de las temporadas: dejando la promesa de la flor marchita al pasar de la semana. La belleza humana rebrota con implantes y cosméticos, pero nunca sobrevive el siglo. Es el arte que mantiene su esencia, ganándole al tiempo la batalla del desgaste, milenio tras milenio. La apreciación de su valor varia según la madurez de la mirada del observador, pero una obra maestra en si queda inalterable, su merito más allá de las inconstancias del ojo ajeno.
Visto en este contexto - ¡qué mejor regalo puede hacer un padre en vía hacia la madurez a su hija en busca de la suya! Generalmente este noble sentimiento se satisface con una lámina del museo más cercano – emblemática expresión de los valores comunes de una sociedad que deposita su confianza en trilladas marcas registradas, como Dali, Chagall, Picasso o Warhol. Así la banalidad se perpetúa, contaminando al hijo con las limitaciones visuales de los padres. La cultura y el arte ya se han convertido en iconos del consumidor medio. La pasión, el compromiso, la locura y la magia son valores ajenos a esa gran mayoría de nuestros pares.
Nos falta una fuerte dosis de genio, de aplicación para verdaderamente entregarse a las maravillas que rondan detrás de las caras bonitas de las obras de arte, del buen ‘pedigree’ que otorga el sello de aprobación de una obra. Todos tenemos ‘arte’ en la casa – cuadros, objetos, antigüedades - heredadas, recibidas con el matrimonio, impulsos de algún viaje. Casi nadie reconoce una obra maestra por si sola, antes de verla en un libro o un museo. Miramos la etiqueta primero y luego la obra. Somos bastante minusválidos en poder juzgar el valor esencial del arte.
Hay varias maneras de hacerse experto en el tema. La mejor es nacer con ‘angel’, tener nariz, boca y el paladar que tanto exige la calidad del buen vino, o, mejor, con un refinamiento inequívoco. Otra manera es estudiar hasta el hartazgo – ese camino es muy peligroso, porque el intelecto es una arma de doble filo, fácil de desvirtuar y engañar. La tercera y más común sale de la práctica diaria de vivir cada momento rodeado con obras de arte, hasta llegar al punto de identificarse con los autores de todos los tiempos. El éxito en este rubro depende del pálpito, el tacto, la intuición, el instinto, hasta el apetito.
Es el devorar el conocimiento del otro, abrir el canal de la sintonía, sentir el pulso, poseer el atrevimiento, la audacia de dejarse fluir. Así el conocimiento y el reconocimiento de la obra de arte, se convierten en aventura, en leit motif, en hechizo. Es el que se conecta con la carga auténtica de las grandes expresiones del arte, no importa su género o su origen, que llega; el que escoge un camino que atrapa los sentidos y posee la mente.
Llegamos al nudo de nuestra tarea: presentar el regalo de un padre singular a una hija amada. Es un juego de seducción muy fino. El padre quiere encandilar a la hija con la maravilla del arte; quiere liberarla del dominio de las Barbie y afines, de la trampa colectiva de lo superficial y fácil. Quiere inculcarla con la fascinación, con el legado de los siglos pasados, que es la savia acumulada de la humanidad y la base para entender los siglos venideros.
Eduardo invita a su hija Stephanie a sobrellevar un rito de pasaje, tal cual como lo hizo con su hija mayor Alejandra hace unos años cuando le regaló una insólita e inolvidable colección de objetos rituales de pequeños formatos de culturas tradicionales africanas. Ahora ella, la segunda, recibe un tesoro, en todos los significados de la palabra: un tesoro de oro, objetos rituales respetados y amados por reyes y princesas.
Una colección es una acumulación de objetos formada a través del tiempo con ciertos criterios que reflejan la personalidad del ‘cazador’ que los junta. Aquí también entra en juego las calificaciones del personaje. Sus dones determinan la validez y peso de tal colección. Stephanie tiene suerte: su padre sabe coleccionar. Es ecléctico pero tenaz, obsesivo pero selectivo, intuitivo pero astuto. Eduardo Uhart tiene ‘angel’, posee este sexto sentido que permite a un individuo llegar un paso más allá que el común de sus pares.
Pocos personajes son atacados por la obsesión o adicción de acumular sin freno el arte. Esta distracción puede ocurrir en cualquier estrato de la sociedad: falta combinar la ambición y la avidez, la intensidad más la dedicación, la nariz de un sabueso con el hambre del beagle. Para convivir con un coleccionista, su pareja debe ser comprensiva y complaciente. Lo ideal es que compartan la pasión, porque las demandas de una colección toman prioridad ante cualquier otra cosa: casa, familia, hijos, horarios, ahorros… El camino puede ser vertiginoso, comprometiendo los recursos y planes de la familia. Eduardo lleva su cometido hasta el borde de los límites de la cordura. A veces lo sobrepasa y luego logra recuperar el equilibrio necesario para volver a seguir con el mismo acelere.
Eduardo ve las dimensiones de una colección en toda su magnitud; ha formado y entregado al mercado docenas de ellas – antiguas y modernas. Cada una comienza con un flechazo, el descubrimiento de algo novedoso, desconocido. Sale de unas búsquedas realmente intrincadas, detrás de las cortinas de los conventos, de los baúles de los marineros de antaño, debajo de la misma tierra. No importa donde, solo importa que él llegue primero. Adquiere el primer eslabón de lo que se convierte en una larga cadena de variantes, de símiles versiones que él siente que caben en su visión de ‘la’ colección. Se va puliendo el gusto, reconociendo los errores de un entusiasmo raras veces mal dirigido.
Cada vez su desafío deviene más complejo; su gusto va puliéndose, cada vez es más difícil avanzar. Aparecen duplicados, falsificaciones, ejemplos menores. Cada vez es más fuerte la urgencia de encontrar el eslabón perdido – esta pieza que ayuda a cerrar el proceso. Lo que empezó como un antojo, con un solo objeto con potencial, se convierte en una cruzada, motivo de dejar de dormir. Hasta que el ciclo se cierra y otro objeto gatilla una nueva búsqueda. El proceso – como tantos – puede ser simultáneo, con una bifurcación paralela - o puede ser totalmente exclusivo. Eduardo no juega por las reglas del tímido.
En el caso de Eduardo, la exclusividad se multiplica, se desdobla, se sobrepone, se entremezcla. El ojo se mueve a un paso más veloz que la capacidad de realización – siempre la próxima posibilidad amenaza, se acerca, lista para aflorar en cantidades de variantes sobre un mismo tema. El conocimiento crece, el refinamiento se profundiza, la red de contactos se extiende.
Pero a Eduardo se le están terminando las hijas – son dos, y cada una ya tiene un pase asegurado a la selección chilena, a ese pequeño circuito de grandes coleccionistas del país. Cada una seguirá su camino, y Eduardo su obsesión, su adicción a la belleza tangible, a la meta de encontrar y poseer, de acaparar y reciclar, de dejar a otros las sensaciones que lo han impulsado a él este último medio siglo. Sus hijas representan el futuro: las depositarias de los tesoros que el hombre ha creado con o sin reconocimiento específico de su hazaña a través de la historia de la humanidad.
Pero el camino no es tan nítido, tan directo. En el caso de esta acumulación de tesoros de oro africano, se escapó el tesoro de los tesoros. Eduardo, en un rapto de lo que podamos llamar generosidad, lo regaló a su mujer. Ella feliz, lo presta para esta exposición en el Centro Cultural Las Condes, y la deja como herencia a su hija – pero no tiene ningún escollo en no ‘donarlo’ a la colección que su marido formó para su hija menor. Ella no entra en el juego de su pareja. Le encanta el objeto en si, y quiere poder usarlo cuando quiera.
Es un collar formado de seis placas de oro intrincadamente elaboradas en diseños abstractos. Le queda espléndido y se lo pone con orgullo y élan. Eduardo frunce las cejas frente a lo que le parece un acto de rebeldía contra el dogma del coleccionista – le gusta poner cada eslabón en el lugar que a él se le antoje.
El recipiente de una colección hecha por otro se encuentra con una situación compleja. Conoce la historia familiar de la formación del conjunto, reconoce las piezas y mantiene una relación emotiva e intelectual con ellas, puede o no puede acercarse a su sensibilidad, puede ser la base para su propia iniciación como coleccionista o una anécdota excepcional en su propia historia. Con un padre tan sobredimensionado como Eduardo, Stephanie va a tener que pelear su autonomía.
Pero es este tipo de lucha la que pueda enriquecer las vidas de todos los involucrados, aún más que encontrarse de repente como princesa bañada en oro. Eduardo regala, pero a la vez, reclama que su hija se ponga a la par con él, que comparta esta conexión casi umbilical con el arte. Para aclararlo de una vez por todas, Eduardo no es perfecto. No mide su propia pintura con la misma vara que el arte ajeno. Puede dejar su entusiasmo nublar su juicio, vencer su certeza. Stephanie recibe la carga de este bulto de circunstancias, a veces un tanto contradictorias. Tiene que forjar su propio camino, ya con una ventaja enorme, un patrimonio exótico y poco entendido, regalo de un padre de iguales características.
En fin, las tres mujeres de Eduardo viven rodeadas de bellezas más perennes que la de ellas mismas. Eduardo celebra todo: su mujer, sus hijas y sus posesiones, sabiendo que todo es transitorio, pero mientras dure, delicioso, especialmente cuando uno tiene la sabiduría de compartir y gozar la belleza en todas sus manifestaciones con sus amados.
Edward Shaw
La única belleza que traspasa los achaques del tiempo es la de una magistral obra de arte. La naturaleza corre su circuito en ciclos, renovándose con cada corrida de las temporadas: dejando la promesa de la flor marchita al pasar de la semana. La belleza humana rebrota con implantes y cosméticos, pero nunca sobrevive el siglo. Es el arte que mantiene su esencia, ganándole al tiempo la batalla del desgaste, milenio tras milenio. La apreciación de su valor varia según la madurez de la mirada del observador, pero una obra maestra en si queda inalterable, su merito más allá de las inconstancias del ojo ajeno.
Visto en este contexto - ¡qué mejor regalo puede hacer un padre en vía hacia la madurez a su hija en busca de la suya! Generalmente este noble sentimiento se satisface con una lámina del museo más cercano – emblemática expresión de los valores comunes de una sociedad que deposita su confianza en trilladas marcas registradas, como Dali, Chagall, Picasso o Warhol. Así la banalidad se perpetúa, contaminando al hijo con las limitaciones visuales de los padres. La cultura y el arte ya se han convertido en iconos del consumidor medio. La pasión, el compromiso, la locura y la magia son valores ajenos a esa gran mayoría de nuestros pares.
Nos falta una fuerte dosis de genio, de aplicación para verdaderamente entregarse a las maravillas que rondan detrás de las caras bonitas de las obras de arte, del buen ‘pedigree’ que otorga el sello de aprobación de una obra. Todos tenemos ‘arte’ en la casa – cuadros, objetos, antigüedades - heredadas, recibidas con el matrimonio, impulsos de algún viaje. Casi nadie reconoce una obra maestra por si sola, antes de verla en un libro o un museo. Miramos la etiqueta primero y luego la obra. Somos bastante minusválidos en poder juzgar el valor esencial del arte.
Hay varias maneras de hacerse experto en el tema. La mejor es nacer con ‘angel’, tener nariz, boca y el paladar que tanto exige la calidad del buen vino, o, mejor, con un refinamiento inequívoco. Otra manera es estudiar hasta el hartazgo – ese camino es muy peligroso, porque el intelecto es una arma de doble filo, fácil de desvirtuar y engañar. La tercera y más común sale de la práctica diaria de vivir cada momento rodeado con obras de arte, hasta llegar al punto de identificarse con los autores de todos los tiempos. El éxito en este rubro depende del pálpito, el tacto, la intuición, el instinto, hasta el apetito.
Es el devorar el conocimiento del otro, abrir el canal de la sintonía, sentir el pulso, poseer el atrevimiento, la audacia de dejarse fluir. Así el conocimiento y el reconocimiento de la obra de arte, se convierten en aventura, en leit motif, en hechizo. Es el que se conecta con la carga auténtica de las grandes expresiones del arte, no importa su género o su origen, que llega; el que escoge un camino que atrapa los sentidos y posee la mente.
Llegamos al nudo de nuestra tarea: presentar el regalo de un padre singular a una hija amada. Es un juego de seducción muy fino. El padre quiere encandilar a la hija con la maravilla del arte; quiere liberarla del dominio de las Barbie y afines, de la trampa colectiva de lo superficial y fácil. Quiere inculcarla con la fascinación, con el legado de los siglos pasados, que es la savia acumulada de la humanidad y la base para entender los siglos venideros.
Eduardo invita a su hija Stephanie a sobrellevar un rito de pasaje, tal cual como lo hizo con su hija mayor Alejandra hace unos años cuando le regaló una insólita e inolvidable colección de objetos rituales de pequeños formatos de culturas tradicionales africanas. Ahora ella, la segunda, recibe un tesoro, en todos los significados de la palabra: un tesoro de oro, objetos rituales respetados y amados por reyes y princesas.
Una colección es una acumulación de objetos formada a través del tiempo con ciertos criterios que reflejan la personalidad del ‘cazador’ que los junta. Aquí también entra en juego las calificaciones del personaje. Sus dones determinan la validez y peso de tal colección. Stephanie tiene suerte: su padre sabe coleccionar. Es ecléctico pero tenaz, obsesivo pero selectivo, intuitivo pero astuto. Eduardo Uhart tiene ‘angel’, posee este sexto sentido que permite a un individuo llegar un paso más allá que el común de sus pares.
Pocos personajes son atacados por la obsesión o adicción de acumular sin freno el arte. Esta distracción puede ocurrir en cualquier estrato de la sociedad: falta combinar la ambición y la avidez, la intensidad más la dedicación, la nariz de un sabueso con el hambre del beagle. Para convivir con un coleccionista, su pareja debe ser comprensiva y complaciente. Lo ideal es que compartan la pasión, porque las demandas de una colección toman prioridad ante cualquier otra cosa: casa, familia, hijos, horarios, ahorros… El camino puede ser vertiginoso, comprometiendo los recursos y planes de la familia. Eduardo lleva su cometido hasta el borde de los límites de la cordura. A veces lo sobrepasa y luego logra recuperar el equilibrio necesario para volver a seguir con el mismo acelere.
Eduardo ve las dimensiones de una colección en toda su magnitud; ha formado y entregado al mercado docenas de ellas – antiguas y modernas. Cada una comienza con un flechazo, el descubrimiento de algo novedoso, desconocido. Sale de unas búsquedas realmente intrincadas, detrás de las cortinas de los conventos, de los baúles de los marineros de antaño, debajo de la misma tierra. No importa donde, solo importa que él llegue primero. Adquiere el primer eslabón de lo que se convierte en una larga cadena de variantes, de símiles versiones que él siente que caben en su visión de ‘la’ colección. Se va puliendo el gusto, reconociendo los errores de un entusiasmo raras veces mal dirigido.
Cada vez su desafío deviene más complejo; su gusto va puliéndose, cada vez es más difícil avanzar. Aparecen duplicados, falsificaciones, ejemplos menores. Cada vez es más fuerte la urgencia de encontrar el eslabón perdido – esta pieza que ayuda a cerrar el proceso. Lo que empezó como un antojo, con un solo objeto con potencial, se convierte en una cruzada, motivo de dejar de dormir. Hasta que el ciclo se cierra y otro objeto gatilla una nueva búsqueda. El proceso – como tantos – puede ser simultáneo, con una bifurcación paralela - o puede ser totalmente exclusivo. Eduardo no juega por las reglas del tímido.
En el caso de Eduardo, la exclusividad se multiplica, se desdobla, se sobrepone, se entremezcla. El ojo se mueve a un paso más veloz que la capacidad de realización – siempre la próxima posibilidad amenaza, se acerca, lista para aflorar en cantidades de variantes sobre un mismo tema. El conocimiento crece, el refinamiento se profundiza, la red de contactos se extiende.
Pero a Eduardo se le están terminando las hijas – son dos, y cada una ya tiene un pase asegurado a la selección chilena, a ese pequeño circuito de grandes coleccionistas del país. Cada una seguirá su camino, y Eduardo su obsesión, su adicción a la belleza tangible, a la meta de encontrar y poseer, de acaparar y reciclar, de dejar a otros las sensaciones que lo han impulsado a él este último medio siglo. Sus hijas representan el futuro: las depositarias de los tesoros que el hombre ha creado con o sin reconocimiento específico de su hazaña a través de la historia de la humanidad.
Pero el camino no es tan nítido, tan directo. En el caso de esta acumulación de tesoros de oro africano, se escapó el tesoro de los tesoros. Eduardo, en un rapto de lo que podamos llamar generosidad, lo regaló a su mujer. Ella feliz, lo presta para esta exposición en el Centro Cultural Las Condes, y la deja como herencia a su hija – pero no tiene ningún escollo en no ‘donarlo’ a la colección que su marido formó para su hija menor. Ella no entra en el juego de su pareja. Le encanta el objeto en si, y quiere poder usarlo cuando quiera.
Es un collar formado de seis placas de oro intrincadamente elaboradas en diseños abstractos. Le queda espléndido y se lo pone con orgullo y élan. Eduardo frunce las cejas frente a lo que le parece un acto de rebeldía contra el dogma del coleccionista – le gusta poner cada eslabón en el lugar que a él se le antoje.
El recipiente de una colección hecha por otro se encuentra con una situación compleja. Conoce la historia familiar de la formación del conjunto, reconoce las piezas y mantiene una relación emotiva e intelectual con ellas, puede o no puede acercarse a su sensibilidad, puede ser la base para su propia iniciación como coleccionista o una anécdota excepcional en su propia historia. Con un padre tan sobredimensionado como Eduardo, Stephanie va a tener que pelear su autonomía.
Pero es este tipo de lucha la que pueda enriquecer las vidas de todos los involucrados, aún más que encontrarse de repente como princesa bañada en oro. Eduardo regala, pero a la vez, reclama que su hija se ponga a la par con él, que comparta esta conexión casi umbilical con el arte. Para aclararlo de una vez por todas, Eduardo no es perfecto. No mide su propia pintura con la misma vara que el arte ajeno. Puede dejar su entusiasmo nublar su juicio, vencer su certeza. Stephanie recibe la carga de este bulto de circunstancias, a veces un tanto contradictorias. Tiene que forjar su propio camino, ya con una ventaja enorme, un patrimonio exótico y poco entendido, regalo de un padre de iguales características.
En fin, las tres mujeres de Eduardo viven rodeadas de bellezas más perennes que la de ellas mismas. Eduardo celebra todo: su mujer, sus hijas y sus posesiones, sabiendo que todo es transitorio, pero mientras dure, delicioso, especialmente cuando uno tiene la sabiduría de compartir y gozar la belleza en todas sus manifestaciones con sus amados.
Edward Shaw
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