sábado, 13 de febrero de 2010

Bernardita Zegers: Hilando Fino y entrevista

Texto seguido por entrevista

Hilando fino

“Qué le pasó a la Bernardita / Que no quiso más pintar? / Eso dicen los que no saben, / Pues nunca dejó de pintar. / Ahora lo hace con la vida. / Pintando pasa los días y / No hace más que pintar / sus rincones, su comida, / Sus juguetes, su pasar.”
Ximena Fernández, Tunquén, 2000

Bernardita Zegers ha ido decantando las técnicas, materiales y temas a lo largo de su carrera, buscando la manera más esencial de expresar su estado interior. Sensible y sencilla, fantasiosa y juguetona, va cumpliendo uno por uno con los hitos de la vida y reencontrándose con la nueva versión de ella misma tras cada etapa superada.

La nueva obra de Bernardita Zegers transporta a la artista a un territorio desconocido, tanto contextual como geográficamente. El vuelco en su estilo se debe a una sensación de inconformidad con los pasos y logros anteriores de su carrera. No quiso quedarse pegada al pasado propio, reconocible y reconocido.

Buscó su camino en el cambio. Para seguir creciendo como persona y también como artista, dejó de pintar, de retratarse de mil maneras distintas. Abandonó la pintura, el dibujo, las figuras contundentes, los colores fuertes, su manera de ser auto-referente, los atributos que distinguieron su obra anterior.

Dejó la concentración, la obsesión, las largas horas frente a una hoja de papel, buscando la definición y realización de la imagen que su público aplaudía. En su reemplazo buscó la dispersión, la apertura a nuevos apetitos, nuevos campos de acción. Aplicaba la misma pasión de pintar a crear platos en la cocina, ropa en la máquina de coser, a integrar los nuevos hallazgos a las paredes de la casa, a viajar, a reinventarse como abuela/guía, entre tantos otros roles. Disfrutó una renovación generacional.

Premonitoriamente, el poeta Diego Maquieira escribió del proceso de Zegers en 1986: “Hace mucho tiempo que no veía un poder de expresión constituirse en una forma de vida y darle cuerpo a una obra. Y a una obra que se encuentra muy lejos de las fórmulas de gesta y de los recursos de repetición, tan tontamente celebrados y ritualizados por los dogmas del arte y sus especialistas. Hablo de la fecundidad de la experiencia por sobre la esterilidad del experimento.”

Ella se recreó. Escaparse se convirtió en encontrarse. Hizo una serie de objetos de cosas prácticas y banales combinadas en juegos lúdicos, sueños insólitos, cajas con contenidos encontrados, naturales y hechos por el hombre. El resultado: mensajes mágicos, enlaces poéticos, una expresión singular a través de los restos de otros momentos, otras realidades.

“Al primer contacto con la obra de Bernardita, sentí la presencia de un Joseph Cornell sudamericano, a través de una colección de curiosidades fantásticas de la vida ordinaria, hechas extraordinaria por su presentación y contexto alterado, relicario, votivo, una sensibilidad religiosa distanciada de la institucionalidad de la religión. Ritos y reliquias de un centro femenino que envuelven un mundo creativo. Una sabiduría física y espiritual que conjura el tramposo. Juguetes y muñecas evocan la inocencia. Iconos reconfigurados trasmutan significados.” Esto fue la sentida evaluación de Anney Bonne.

La nueva obra mantuvo la frescura y la delicadeza de sus cuadros anteriores. Agregó además toques de humor, de nostalgia y recuerdos de niña, también referencias a la naturaleza y los ciclos que dirigen la vida de alguien que vive en un entorno donde los vecinos más cercanos son el mar y el viento, el sol y el cielo nocturno.

Benjamín Lira escribió en el catálogo de la muestra de estos objetos en 2005: “Sobre la mesa de trabajo, lentamente con el tempo de las mareas de Tunquén y con la libertad del azar, los diversos elementos se van encontrando, acomodando, decantando y evolucionando. La comunión entre las piezas interconectadas se potencian, articulándose entre si, hasta que se produce la vibración del nacimiento del nuevo objeto, insertándose como un rayo al sorpresivo universo de la poesía.”

Con los años de armar historias y fábulas, cumplió un proceso de catarsis artística. Convirtió cuestiones en cosas y emociones en imágenes tridimensionales. Juntó un arsenal de material, parecido al acervo de un museo municipal cualquiera. La novedad luego se volvió hábito, se acercó de nuevo al peligro de la repetición.

Volvió a buscar la novedad en las actividades diarias más cercanas: la casa, el marido, las hijas, los nietos y la madre, en la cocina, inventando platos para cada comida, frente a la máquina de coser, en las visitas a los mercados de pulgas de Santiago y Valparaíso, en las experiencias más sencillas vividas en los viajes a los Estados Unidos y Europa. Su imaginación se nutría de nuevas fuentes. Se siguió globalizando sin perder su enfoque casero.

Entre las cosas insólitas que su marido trajo consigo a Chile, Zegers encontró una gruesa carpeta de grabados antiguos realizados por el grabador francés J. E. Thierry en 1810: unas 160 imágenes sobre papel vergé de planos de edificios públicos hechos por un arquitecto itálico-suizo a fines del siglo XVIII en San Petersburgo. A la colección le faltaba una docena de páginas y no tenía gran valor bibliográfico o documental por no ser completa. El autor, Luigi I. Rusca (1762-1822), fue nombrado arquitecto de la corte del Czar Alejandro I en 1802. De origen suizo, estudió en Italia. Fue convocado por la Czarina Catalina a San Petersburgo a los 21 años en 1783. Empezó a diseñar palacios y otros edificios públicos en 1790. Fue nombrado a la Academia de Artes en 1815, ya como urbanista, decorador, y diseñador de muebles. Su obra incluye palacios, iglesias, una mezquita, la sede de los Jesuitas, el Correo, edificios militares, y archivos y bibliotecas.

Rusca aludió a “un cierto carácter de simplicidad y decoro” en sus creaciones rusas. Las dimensiones majestuosas de sus proyectos vuelven a una escala humana con la simpleza de las formas trazadas en sus planos, elevaciones y cortes. Es justamente esa sencillez de propuesta que hizo eco en las elucubraciones de Zegers: encontró una base en los grabados sobre la cual ella podía expresar lo que se sentía en relación al tiempo y al espacio esencial de lo sublime.

Bernardita decidió intervenir las estáticas imágenes arquitectónicas. La pregunta inicial fue: ¿cómo? Las miraba, las estudiaba, las dividía por temática o por perspectiva. Descartaba posibilidades. Barajaba ideas. El proyecto se clavó en su imaginación como una espina en la planta del pie. El proyecto volvía a inquietarla a cada rato. Empezó a conseguir elementos para agregar una tercera dimensión a la superficie tan plana de los planos. Inventaba historias, historietas. Trataba de mantener un hilo conductor con la historia original: la era dorada de la Rusia imperial, del esplendor del mundo de Pedro el Grande, la epopeya de aquella ciudad legendaria que explotó con grandeza en la última mitad del siglo XVIII.

En un viaje a Estados Unidos, visitó la ciudad de St. Petersburg sobre el Golfo de México en Florida, un paraíso playero para jubilados del norte de aquel país. Pensó ligar las dos versiones de una misma realidad. La versión de Florida fue inventada por un inmigrante ruso en el siglo XIX y creció con un lujo imperial hasta la Gran Depresión de 1929. Los testimonios encontrados que revelaban la etapa gloriosa del lugar fueron en su gran mayoría los recuerdos kitsch del turismo de paso: postales, afiches, llaveros, ceniceros, etc.

Juntó los tesoros testimoniales, más una cantidad de pequeños objetos con los cuales pudiera construir su mundo encima de las rígidas líneas de las edificaciones de los zares rusos. En Europa recolectó cantidades de hilos, telas, botones, figuritas, y luego en Buenos Aires, postales antiguas. Volvió con una masa infernal de materiales. Enfrentó el mismo problema de nuevo: ¿cómo integrarla a las antiguas hojas de papel de algodón, tan noble y fuerte, tan austero y parco?

Interiorizó la esencia de los planos. Empezó con el tema del St. Petersburg yanqui. Armó una doble lectura de las dos ciudades: la original majestuosa, la nueva superficial. Se sentía el contraste en la contraposición de materiales y actitudes. Aparecían postales de lugares típicos, bailarinas con cinco centímetros de altura de Bakelite blanco, un caballito, un ratón, todos se entremezclaron, armados en códigos que solo entendía la artista. La combinación de estéticas enriquecía a las dos propuestas, dando una vitalidad juguetona a la antigua materia prima, aquel papel parisino de hace doscientos años.

Hizo una cantidad de obras siguiendo estas pautas hasta que se empezó a cuestionar de nuevo. Se cansó de la trivialidad de armar cuentos: buscaba algo más sutil, menos anecdótico. Dejó de trabajar en el tema por un buen rato. Seguía machucando, meditando, sin encontrar el hilo con el cual seguir.

Un buen día le apareció: el hilo mismo era el hilo conductor. Empezó a atar puntos de referencias con hilos antiguos de los colores tan propios de San Petersburgo en su momento de gloria. Atravesó el papel con costuras, con líneas de hilo tensado de un punto del plano a otro, estableciendo lazos naturales entre las distintas perspectivas de los planos. Uno de sus hallazgos de Estados Unidos tomó el liderazgo entre todos los materiales. En un anticuario en el norte del Estado de Nueva York encontró una canasta con carretes de una vieja fábrica. Los colores de los hilos replicaban a la perfección los tonos de los antiguos palacios de San Petersburgo.

Conectaba la elevación con la planta, uniendo las dos proyecciones, por ejemplo, de una misma ventana. Creaba un efecto dinámico que captaba la atención. Arrugaba un poco el papel al tensar el hilo, dejando un juego de sombras sobre la superficie. Producía un juego inquietante entre las inamovibles líneas negras del original y las constelaciones de hilos que bailaban por encima del papel. El resultado es un poema en geometría, donde las texturas sobrepuestas establecen diálogos con las líneas del arquitecto. El color de los hilos enriquece la conexión, ya que los tonos son iguales a los de los muros originales, aun no construidos, proyectados en los planos.

La obra logra una tensión que vibra frente al ojo del que mira. La mente no capta el significado, porque no hay. Es un juego de sensibilidades, de renovaciones, de puentes en el tiempo y espacio. Papel y tintas del siglo XVIII, hilos de la Era Industrial, el uno compartiendo el espacio con el otro. El resultado es una obra que puede ser totalmente anónima, si el espectador no conoce las referencias: sólo un ejemplo de la destreza aplicada a un ejercicio estético. Con la información pertinente, el contexto otorga una plusvalía a la lectura, abriendo diálogos que empiezan con la historia y atraviesan el tiempo hasta hoy, cuando una artista decide impregnar esta estática hoja de papel con vida, con color, con la poesía de la búsqueda realizada.

Edward Shaw
Tunquén – enero 2010



ENTREVISTA

ES ¿Porqué tanto apego al cambio?

BZ: El cambio es natural en mí. Siempre siento que estoy haciendo cambios. No solo con el arte sino con cada acto de mi vida. El cambio puede ser legítimo o un pretexto para justificar la obra de uno a través de golpes del timón. En mi caso, hay cambios en mi vida que luego producen cambios en la obra.

ES: ¿Tu visión del arte es estática o se adapta a los tiempos?

BZ: No, no es estática. Tengo enfoques más amplios y hoy no veo el arte como algo milagroso, como algo que hay que rendir homenaje, Mi visión es más pareja: el arte, la naturaleza, la vida diaria merecen la misma prioridad para mí. Soy mucho menos prejuiciosa. Vivenciar la rutina, mirar con más profundidad, aplicar el mismo entusiasmo y dedicación a cada tarea, cada acto ayuda neutralizar la mística que alguna vez puedo haber tenido para el ‘Arte’ como desafío personal.

ES: ¿Te sientes más cómoda frente a tu obra que antes?

BZ: Tengo más certeza, más convicción: no lo temo a los cambios, tampoco los busco. Aparecen como las verduras en sus temporadas. Hay que estar listo para recibirlos y aplicarlos según la esencia de cada uno de nosotros. Mi estado de ánimo es constante, no me importa si me encuentro ante la cocina, la máquina de coser, el tablero, una nieta… Cada centro de atención me pide la misma actitud, que sería una mezcla de amor y responsabilidad. En mi caso, ser autodidacta es una ventaja: nunca dependía de un discurso teórico. Aprendí a ver el arte y luego a pintar como observador: no había intermediación académica u intelectual.


ES: ¿Crees que tienes una vocación como artista?

BZ: Si, tengo la vocación: lo que no tengo es una necesidad emocional para estar siempre expresándome a través del arte. Pero el arte ha sido el foco, la medula que he necesitado a lo largo de mi vida. En mi andar, siempre vuelvo a enfocarme. Las circunstancias me llevan a ser actor en la producción de arte. Diría que es cíclico este impulso que me urge hacer algo productivo. Hoy, por ejemplo, estoy haciendo lo de San Petersburgo con pasión y compromiso. Pero me doy cuenta que es una etapa en el camino del cambio.

ES: ¿Cuál fue la crítica que más te tocó?

BZ: Me acuerdo de un encuentro con un crítico hace muchos años. Mirando una de mis pinturas, dijo: “Es una buena pintura. Se puede colgar en un rincón.” Me sentí molesta en el momento, pero hoy me doy cuenta que es lo máximo que un pintor debe pretender: que alguien cuelgue una de sus obras en su casa u oficina, o aún mejor en un museo.

ES: ¿Entonces, pintas con la vida, como dicen las palabras de Ximena Fernández al comienzo del texto de este catálogo?

BZ: Si pintar es crear, sin duda ‘pinto’ con mi vida. Es un estado de ánimo. No tengo compromiso personal con el arte, con la pintura. Me fascina verlo, como la naturaleza y tantas otras cosas que uno ve en la vida. Mi compromiso es hacer las cosas bien, dentro de los límites de mis capacidades. Cualquier cosa que hago es en fin un compromiso conmigo mismo. No necesito disfrazarme de artista para ser artista. Aunque mi obra cambia cada década, mi esencia sigue firme. Lo que hago proviene de muy atrás, desde mis entrañas. Los formatos pueden variar, también las técnicas y temas, pero hay un hilo conductor que arranca desde el principio.

Siempre he hilado fino…

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