lunes, 9 de febrero de 2009

Mis relaciones con Cuba


MIS

RELACIONES

CON

CUBA





La Habana – Tunquén
febrero – abril 2008




Relaciones con Cuba





Prologo

Decidimos ir a Cuba cuando Bolivia entera se inundó. El viaje que habíamos planificado con tanto entusiasmo se colapsó, víctima de deslaves y avalanchas. Y habíamos alquilado nuestra casa por el mes de febrero: ¿adónde ir?

Cuba estaba en el radar porque Loa, la hija de Bernardita, quería ir unos días en mayo y habíamos averiguado los detalles referentes a una visita a la Habana.

¿Porque no vamos a Cuba? Conseguí pasajes, ajustando las fechas a la disponibilidad: Chile en pleno verano y el peso local más fuerte que nunca contra el dólar. Todo el mundo viajaba, y muchos de ellos a Cuba.

Partimos. Hicimos escala de un día y medio en Panamá para cumplir con una inquietud de Bernardita: ¿cómo es el país que ha recibido todos los dictadores y demás trásfugos del hemisferio por tanto tiempo?

Yo había estado allá un par de veces – viajes relámpagos en busca de tesoro: objetos precolombinos de oro. Mi único recuerdo claro es encontrarme en la puerta de la casa de un senador de la república que traficaba piezas de calidad de museo.

Abrió la puerta apuntando un revolver grueso hacia mi pecho y luego me hizo pasar. No he conocido ningún otro panameño.





Escala en Panamá

“¡No hay nada de eso, mami!” respondía la mujer. Algo hay en el aeropuerto de Panamá, pero lo que sí no hay es una librería. Sin embargo, docenas de boutiques ofrecen grandes variedades en valijas para guardar las compras compulsivas de los miles de pasajeros centroamericanos que circulan por Tocumen hacia algún otro destino del Caribe.

En Panamá, no hay libros, en la Habana, ninguna valija, y no hay otra cosa que libros. En Panamá, todos cargan cajas de electrónica y electrodomésticos. En la Habana, no hay acceso individual al Internet; no hay grandes tiendas de artículos de consumo. ¿Cuáles son los caribeños atípicos, los cubanos o los panameños?

Hay cascos históricos y cascos históricos. La Habana Vieja es un espectáculo, el casco de Panamá está en vías de invención. A tal grado, que el día de nuestra visita, las autoridades locales habían alquilado el Palacio de Gobierno al productor de la próxima película de James Bond. Era una manera no-tradicional de refaccionar el noble edificio: solo que las marquesinas encima de los ventanales decían ‘Andean Palace Hotel’ y la policía en la calle vestían de bolivianos. En Cuba Eusebio Leal, el legendario Historiador, convence a los europeos pagar las restauraciones; en Panamá, el gobierno alquila el patrimonio para que lo pinten de andino. ¿Cuál estrategia es más cuerda?

Panamá es un tablero de ajedrez de rascacielos sin ocupantes, plantados al azar donde el ojo vuela: la Habana es un gran hormiguero donde la gente circula bailando. Panamá crece a la sombra del gran sueño de Miami: mientras más alta la torre, más status para el residente. La Habana, al revés, el estancamiento urbano garantiza una uniforme falta de status. ¿Cuál alternativa indica mejor el camino?









La restitución de la inocencia

“¡Díos Salve a Batista! ¡Batista Salud! Salud! (Carteles en la Concentración Popular del 7 de abril, 1957)

Mi primera relación con Habana fue primaria – la búsqueda de una identidad que suele escapar a muchos adolescentes. Llegué tarde para la cita, pero el encuentro me acompañó toda la vida.

La artista plástica cubana Sandra Ramos hizo una obra titulada ‘La pérdida de la inocencia’, donde se encuentra George Washington acostado con una mulata. La connotación es que ese intercambio cultural se ha repetido en la Habana desde la llegada del primer invasor. Yo, sin embargo, llegué a la Habana como penitente buscando la salvación mía, una salida del embrollo al que me tenía sometido mi cuerpo.

Mi primera Habana fue la de la carne. Estuve en ese momento saliendo de una prolongada adolescencia y ansioso de explorar, si no los misterios y secretos de la carne, por lo menos sus intrigantes realidades. Nunca entró una ‘Mrs. Robinson’ en mi vida, y las más atractivas de la servidumbre nunca me consideraron apto para compartir los placeres del cuerpo.

Si el joven intelectual vuela directo a la Rive Gauche para profundizar en los intrincados laberintos del cerebro o el incipiente santón monta a las alturas del Tibet, el joven al que le apura computar los impulsos de su cuerpo viaja a Cuba, imperiosamente si la fecha de la aventura es 1956, hace ya medio siglo, cuando las conejitas de Playboy aún estaban en pañales y solo los machos tenían derechos humanos.

Nací en la cuna de una familia tradicional, de sólidas credenciales WASP (blanco/anglo sajón/protestante), descendiente de los sobrevivientes del Mayflower, de ocasionales tribulaciones con los indios nativos de Nueva Inglaterra, y siglos de traumáticas restricciones éticas, morales y religiosas. Entre nosotros, las emociones se escondían o se reprimían, y las expresiones corporales se limitaban a un fuerte apretón de manos. El cuerpo servía para dar y recibir golpes en el fútbol yanqui o el rugby inglés, las máximas demostraciones públicas de la hombría de uno.

Llegué a los 20 años con un cuerpo flacucho y tenso, su potencial irrealizado, sin haber besado una joven en una década (entre los 8 y 10 años tuve un romance precoz que me hizo saber como sentirme cómodo dentro de mi piel: ella tenía el mismo entusiasmo y ganas de compartir mi búsqueda de compenetración, sin ninguna posibilidad física de penetración, y lo pasamos genial imitando lo que se podía de las actitudes amorosas de los grandes. (Acuérdense que estamos en los años 40, antes del poder divulgativo de la televisión.)

De repente, al morir mi abuelo, me mudaron de barrio y se terminaron abruptamente mis tempranas aventuras con el sexo opuesto. Pero me quedó el perfume del beso y el calor de dos frágiles troncos pegados como siameses. Me tomó una década para llegar a la reiniciación: dejé lo que se podría llamar la sagrada emulsión de mi virginidad entre las piernas de una perpleja puta sobre la sábana sudada de un incómodo colchón de un bar en Monterrey, México. Sentí solo una parcial sensación de alivio. Lo mejor evidentemente me seguía eludiendo.

Aún buscaba esa comunión con un cuerpo entregado en plenitud a mí ser, esa transformación alquímica de convertir el manipuleo en magia. Seguía siendo un mirón que no pudo involucrar más que la mirada en una relación con una mujer. Mis manos seguían auto-referentes, capaces de producir desconcertantes espasmos propios pero ningún placer ajeno. Mi timidez me encerró en una celda con mis propias añoranzas, mi miembro como periscopio escudriñando el horizonte sin definir ningún blanco atajable. Por los demás carriles, sin embargo, mi vida fluía a las mil maravillas. Decidí entonces intentar compartir con mi cuerpo el bienestar que gozaba mi mente. Una fuerte dosis de inteligencia, algo de humor y suficiente astucia me servían para contrarrestar los miedos que inhibían mi libertad corporal.

Cuba en los 1950 había ganado de nuevo una legendaria fama como la meca de la sensualidad, la lujuria, hasta la degeneración: fue el edén del casual encuentro sexual, un imán cíclico, que había ocurrido en los años 1930 y volvería a repetirse de un modo distinto en la primera década del actual siglo. Cada escritor que ha visitado la Habana relata el alcance de esta verdad.

Parecía que toda joven mujer cubana se dedicaba a satisfacer los deseos animales inmediatos de cualquier hombre hambriento que pasara por su camino. Aparte de este alucinante dato, Cuba fue sinónimo de sol, ron, playas, casinos, espectáculos y los inigualables cigarros. Como todo rumor, algo de verdad había en la exagerada reputación de la isla. Sobretodo, en mi caso, más que lo suficiente para provocar una visita de emergencia.


La otra cara del mito

“Con Batista que Es la Paz” “Un Hombre para su Pueblo” (Carteles, 1957)

También, amenazaba la Cuba oscura, la de la histórica incapacidad de manejar la política en forma equitativa. La corrupción, los abusos del poder, la represión sin tregua florecían a cada rato, haciendo estragos en las vidas de los opositores de turno. La isla, que tanto José Martí trató de inculcarle un alma cívica, nunca pudo encontrar su propio norte y terminaba dependiente de su vecino del norte. La sombra de aquellos Estados Unidos del ‘Destino Manifiesto’ oscureció cualquier esperanza de una autonomía autodidacta.

Como estudiante de la historia de América Latina, los síntomas fueron demasiado reconocibles y las recurrentes curas inoperantes bajo las circunstancias existentes. El lápiz imborrable del destino marcaba sus trazos sin que nadie los pudiera frenar ni alterar. Si fui mirón en el campo de las relaciones de pareja, fui observador sin voz ni voto en los vaivenes de la política de los países de mi especialidad.

En aquel entonces, al alba de mi iniciación en los ritos de la isla, el sol caribeño de cada mañana blanqueaba la mugre de la noche anterior en la Habana Vieja, y el calor del nuevo día quemaba la baba de las quejas, hasta que una nueva noche encendía la mecha de la conciencia de los comprometidos. Poco pasaba frente a mis ojos, pero detrás de los zaguanes los buenos y los malos tramaban sus golpes.

Las vacaciones en la Habana ofrecían un abultado menú carnal a un sensible veinteañero en campaña de entenderse a si mismo dentro del contexto del absorbente mundo que le rodeaba más allá de las fronteras de su propia Madrepatría. Para facilitar el viaje hasta la isla en auto, decidí buscar un compañero para acompañarme en la temporada de Navidad de 1956. Fue la época dorada: el dólar en pequeñas dosis compraba de todo, el sexo era seguro en si: en el peor de los casos, la salud del sistema genito-urinario se reestablecía con cuatro días y un frasco de píldoras antibióticas. Un yanqui viajaba con orgullo, sin temores de ninguna índole, en aquellos años del Presidente Dwight D. Eisenhower.


Conexiones familiares

“Gloria Eterna a los Mártires de la Patria” (cartel de ruta, 2008)

Desde mis tiernos ocho años, sin darme cuenta, desarrollé una estrategia que me serviría para toda la vida, hoy inclusive: entablar amistad con la más amplia gama de personas a mí alcance. Establecí una red de amigos por todo el mundo. Sin embargo, a los 20 años, Cuba no pertenecía al club, situación que me puse inmediatamente a remediar.

Tenía conexiones familiares lejanas y conflictivas con la isla que databa desde antes de la Independencia. Mi abuelo Albert Shaw intervino periodísticamente en el proceso de la liberación y mi abuelo materno William Stone Luckett, sureño de Kentucky, renombrado como astuto comprador de tabaco a una temprana edad, a tal grado que, con unos 25 años, entró en el directorio de la American Tobacco Company, encargado de las compras de materia prima en toda Cuba.

Mi abuelo paterno creó un periódico de opinión, The Review of Reviews, en Nueva York en 1891. Dedicó las páginas editoriales a la defensa de las causas que quiso promover y a los hombres que le inspiraba confianza. Theodore Roosevelt fue uno de ellos, llegando a ser uno de sus amigos más cercanos. Las robustas políticas expansivas de TR encontraron amplio respaldo en las columnas de la Review. Tal vez, ambos abuelos visitaron Cuba entre 1890 y 1910: no lo puedo constatar. Tuvo que pasar casi medio siglo antes de que un nieto – por motivos totalmente distintos – volviera a tomar en cuenta la isla.

Varios libros escritos por mis antecesores se trataban del tema de Cuba. El más enciclópedico es: “The Story of Cuba: Her Struggles for Liberty… The Cause, Crisis and Destiny of the Pearl of the Antilles”, escrito por un primo de mi abuelo, Murat Halstead, en 1896, y reeditado en 1898 inmediatamente después del hundimiento del Maine. Son 668 apasionadas páginas sobre la historia de la isla: su conclusión: “Con el destino de Cuba en las manos de su propio pueblo, ella obedecerá la irresistible atracción de nuestra Unión para hacerse uno de los Estados Unidos.”

Mi abuelo, Albert Shaw, publicó “A Cartoon History of Roosevelt´s Career” (1910), un compendio de 630 caricaturas coleccionadas de la prensa internacional que se referían a las actividades de Theodore Roosevelt hasta esa fecha. También se refirió a Cuba en su libro “Internacional Bearings of American Policy”, publicado por Johns Hopkins Press en 1943. Criticó el tenor del ‘Manifiesto de Ostend’, una propuesta informal en que el gobierno de los Estados Unidos ofrecería una suma a España para tomar título de la isla, y si España se negara a venderla, Estados Unidos tendría todo el derecho a ejercer una ‘conquista divina’ Pero luego estuvo de acuerdo con la política de Roosevelt y apoyó la guerra para echar a los Españoles. Su intervención más directa fue integrar por un tiempo la junta directiva de la “Cuban Educational Association of the United States of America”.

Mi tío Roger Shaw, historiador, escribió dos libros con breves referencias a la isla: “Handbook of Revolutions” (1934) y “Shaw´s Outline of Governments” (1938). Habla de las obligaciones de la ‘Platt Amendment’ que dio a los Estados Unidos el derecho de asegurar la independencia de la isla, supervisar su política internacional, regular su deuda externa, y gozar el uso de dos bases navales. Este acuerdo fue abrogado en 1934 y Cuba en aquel entonces finalmente logró una independencia legal, liberada de la cuestionable paternidad norteamericana.

Con estos antecedentes, sentía una histórica y conflictiva conexión con Cuba, sin aun haber asimilado las sutilezas de los eventos que condujeron a la eventual liberación de la isla y los distintos grados de dependencia e independencia a los cuales fue sujeta a través de los años.










Preparativos

“¡Viva la Revolución!” (cartel, 2008)

El viaje a Cuba empezó a tomar forma: busqué contactos directos con gente de la Habana. Peter, el compañero de Princeton que aceptó acompañarme, tenía una pista. La compañera de cuarto de su novia en Vassar College era cubana. Hicimos las cinco horas en auto a Poughkeepsie un fin de semana para conocerla. María Elena Cárdenas se hizo buena amiga y dedicada anfitriona en la Habana; alegre e inteligente, nos conectó con la crema de la sociedad local.

Fuimos a su casa en Vedado (Calle H no. 556, entre 23 y 25), a bailes y cenas en grandes mansiones o el legendario Club de Golf (hoy convertido en el Instituto Superior de Arte, con una centro universitario espectacular diseñado especialmente en los 1960s), donde conocimos a los hijos de muchas de las familias más pudientes. Batista había logrado introducir a su hijo menor en el circuito; era un joven sencillo y reservado, sin la aparente prepotencia de su hermano mayor que estudiaba con nosotros en Princeton. Aparte de la agradable presencia de Albert Einstein en la universidad, que uno observaba como un ornitólogo a una especie en peligro de extinción, la otra figura emblemática fue la de Rubén Batista, robusta, cuya frente avanzaba, sin tregua sobre el pelo del heredero del Sargento Fulgencio. Descarté Rubén como el contacto para facilitar este viaje.

El otro contacto era amigo de mi amigo más universal, Ted Starr, nacido en Boston y cosmopolita por excelencia. Ted conoció a Pepe en Freiburgo o Madrid o Londres, centros académicos donde los dos habían tenido el buen tino y la capacidad lingüística de asistir. Pepe, que vivía en Miramar, fue hijo de un gran personaje público de Cuba, que abogaba una Cuba libre, independiente y autónoma, donde el estado de derecho reinaba en armonía con el bienestar del pueblo, versión tropical del ‘Gran Sueño Americano’, que calzaba la realidad de la isla en aquel entonces. En 1956 mantenía su línea firme, sin tener una palestra desde donde ejercitar una abierta oposición al régimen de Batista.

Ya tenía asegurado los apoyos necesarios para involucrarme en dos de las tres áreas de mi interés: carta libre a la vida social al más alto nivel vía María Elena, y acceso directo a una de las figuras más valiosas de la tradicional democracia cubana. Me faltaba solo encontrarme con la mujer que me iba inducir en la puesta en valor de mi cuerpo.


Viaje a la Habana

“¡Respaldemos a Batista!” (cartel, 1957)

Llegó diciembre de 1956, terminamos las clases y cargamos el auto para el largo trayecto a Miami. No me di cuenta de lo profético del vehículo que manejaba. El marido de mi hermana inició la importación de autos europeos en Greenwich, Connecticut, negocio que rápidamente se convirtió en mina de oro. Él había tomado un Oldsmobile 98 convertible del año 1955 en cambio por un Mercedes y me lo pasó a su costo. Era gris oscuro con tapicería roja, escandalosamente hermosa. Íbamos a hacer nuestra gloriosa entrada a la Habana y pasear por Cuba en un modelo de auto que llegó a ser la marca favorita de Fidel y su elenco y aún hoy es un clásico en la isla, alquilado para casamientos y otras ocasiones de lujo.

Manejamos sin escala de New York a Key West, veinte y pico de horas, tornando vigilias al manubrio, el otro dormitando en el asiento trasero. Llegamos el 13 de diciembre a Key West sin incidente, y fuimos directo al puerto para comprar pasaje en el “City of Havana” de la West India Fruit & Streamship Company, Inc. Tuvimos que esperar un par de horas. Hicimos los trámites de migraciones y aduana y embarcamos rumbo Cuba. No había muchos autos ni pasajeros. Esa misma tarde nos encontramos en la isla: hicimos los trámites de inmigración y aduana en el Muelle Hacendados y pronto nos encontramos manejando por el famoso Malecón.

Buscamos un hotelito céntrico, el ‘Pino’, en la calle Maloja 806, y nos pusimos a recuperarnos del largo viaje. En el atardecer salimos a caminar por el barrio sin tener la más mínima idea por donde ir. Necesitábamos comprobar lo que las ganas serían capaces de producir. La ilusión y la imaginación crean múltiples escenarios posibles, pero en territorio totalmente desconocido, fue difícil dar sustancia al sueño de una mujer que me llenaría aquel hueco que llevaba en la profundidad de mí ser.

Pasamos un par de bares que no nos parecían ser lo que buscábamos, por decir lo menos. Sin embargo, en una esquina unos tres cuadras más lejos, encontramos uno, el ‘Victoria’, en Pajarito 202, cerca de la Calzada de Infanta, con una barra invitadora, sencillo y pulcro, sin clientela, seguramente por la hora. Nos convenció la mezcla de orden y carácter local; impartían una sensación de seguridad.

El ‘barman’ era joven, flaco, con bigotes en vías de desarrollo, y sonriente. Puse mi mejor castellano a su disposición, y frente a un ron blanco con agua tónica y limón, intercambiamos las banalidades de rigor en todos los bares del globo. Detrás del bar había una sala con una decena de mesas, también sin comensales. Jorge, ya amigo, nos contó que en un rato llegarían las chicas: una docena de jóvenes, la mayoría recién llegadas del interior, las coperas que animarían el ambiente nocturno del modesto ‘club’. El lugar servía como un primer paso hacia los clubes más profesionales en la Habana.

Un clásico ‘jukebox’ fue el único objeto utilitario a la vista: ofrecía una mezcla de la música popular yanqui con canciones románticas latinas que no reconocía por sus títulos. Decidimos dar una vuelta para hacer tiempo hasta la hora indicada, cuando el elenco de chicas llegaría a sus puestos en el escenario de nuestras fantasías.

Volvimos. Las jóvenes, de un promedio de veinte años, en sencillos vestidos que revelaba la bondad de la naturaleza cubana, estaban sentadas a un lado del local, algunas en grupos, otras solas. ¡Ni el Viejo Pascuero y la Lotería Nacional juntos podrían haber preparado un mejor paquete de premios!

Pedimos más ron, y sentados atónitos, no sabíamos por donde empezar. De la nada misma a estar entre doce bombones, ¡una más apetecible que la otra! La única competencia era un par de jóvenes marineros en sus impecables uniformes blancos, miembros de la flota norteamericana que dejaron tantas hijas en Cuba con primeros nombres como ‘Usnavy’.

No tuve que tomar ninguna decisión. Una de las chicas solitarias se me acercó y preguntó si nos podía acompañar. El sí fue rotundo, salió en coro de la boca de los dos. El milagro empezaba a tomar cuerpo, en una figura esbelta y larga, con movimiento de gacela, sus curvas apenas post-adolescentes, de piel tono canela, con largo pelo negro. Sus facciones reflejaban esta cuádrupla herencia de tantos isleños, rasgos americanos, africanos, europeos y orientales.

Todo en Cuba es más suave, la luz, la brisa, la mirada, la piel, hasta la facha. Este velo de suavidad la envolvía. La miré, respondiendo a su sonrisa con una cara que esperaba no revelaría mi chochera. No usaba cosméticos, no llevaba sostén. No creo que había visto una mujer más natural.

Como con Jorge en la tarde, hablamos de quién sabe que temas: ella había dejado a su familia hacía unos meses para probar suerte en la capital, tomaba un curso de peluquería en las tardes, pasaba un turno de seis a ocho horas como copera y afines. Llamó a una amiga para acompañar a Peter, y los dos, cada uno con un mínimo arsenal de palabras del idioma del otro, parecían estar pasándolo bien. Me hizo bailar, llegaba a mi pecho. Su cuerpo se incrustó suavemente en el mío. Una nueva sensación de cercanía recorría mi tronco. Pasamos varias horas juntos en la mesa.

Había poco movimiento en el boliche, uno de centenares similares que poblaban la Habana de los 1950. Pregunté como proceder para ‘salir’ con ella. Me respondió que su turno terminaba a las tres de la madrugada y a esa hora podríamos ir a su cuarto. Miré el reloj, eran las 11:45. Faltaban más de tres horas para la ‘cita’. Decidimos con Peter irnos al hotel y tomar una siesta, para poder volver refrescados, al revés que Cenicientas, al encuentro encantado. Así sucedió. Encontramos el club sin clientes. Salimos mano en mano, yo con China, el apodo de Ada Luisa González y Peter con Caridad.

Vivían en cuartos en una pensión a la vuelta de la esquina. Subimos a su habitación, sencilla, sin adornos, y con pocas pertenencias a la vista. En seguida, nos encontramos cara a cara y cuerpo a cuerpo, mirándonos con sonrisas, la de ella marcada por el cansancio.

Mis ojos no podían desviar su mirada: subían y bajaban desde su rostro a sus pies, devorando cada detalle, cada curva, cada plano. Se extendía sobre la cama, su armónica figura elástica como el de un felino, del color de los sueños, parejo de arriba abajo. No pude contener mi regocijo, el objeto de mi deseo materializándose, el sueño de mis sueños cumpliéndose.

Me instalé a su lado, mis pies saliendo de la superficie del colchón, mi cara a la altura de la de ella. La miré en los ojos, ojos oscuros que sonreían en compás con su boca. La toqué tenuemente con las yemas de mis dedos. Mis brazos alcanzaban a cruzar la espalda, bajar por las nalgas, atravesar los muslos y recorrer las piernas. Volvían por la panza, llegaron a los pechos. Sentían la electricidad brotar de los pequeños pezones. China suspiró con aquel placer que emana de la comodidad, de la confianza.

Había encontrado la amiga que me iba a conducir por los caminos de la comunión corporal. Todo avanzó con ternura, cada caricia una aventura en un universo nuevo para mi. Cada momento me llenaba con más sensaciones. Ella me invitó a entrarla: pronto dejé la virginidad de mi existencia en una serie de mutuos sacudones, hasta apretarla con todo mi ser, señal que ella respondió de la misma manera. ¡Gracias! ¡Gracias!, China, el aura de tu suave ternura me acompaña aún. Lo que compartimos, cada uno con todas las compuertas sueltas, me abrió a poder seguir compartiendo con esta misma libertad y franqueza, entrega y compromiso.

Nos vimos casi todas las noches, los dos cómodos en los brazos del otro: sin proyección ni plan. El futuro se envolvía en el instante y su fluir fue más que suficiente. La realidad que, dadas las circunstancias, mi cuerpo podía reflejar mis demás sentimientos, mi singular manera de ser, me produjo un ‘high’, me cubrió con un enorme halo de bienestar. No se si este cambio se trasmitía a los demás, pero, como en tantas situaciones semejantes en mi vida, lo que me propuse, se cumplió.

Al volver diariamente al club, formamos una amistad con Jorge y nos invitó a Peter y mí a su casa (Calle 17 no. 108, entre L y M, Vedado) donde vivía sencillamente con sus padres. Empecé a ver más realidades de la trama social de Cuba. Conocí a Mama, una afrocubana, abuela, corpulenta, con sonrisa pícara, que era la ‘madama’ del ‘Victoria’. Nuestra presencia le estaba causando problemas. El dueño no toleró que ‘sus’ chicas cayeran en relaciones extra-laborales con la clientela. A Mama le encantó ver a las jóvenes gozar la oportunidad de pasarlo bien y vivir esta extraña variedad del amor que puede brotar en un bar de relaciones transitorias.

Las invitamos a Mama y las chicas a pasar Año Nuevo con nosotros. Mama escogió un tradicional restaurant español en la Habana Vieja. China y Cari se vistieron con sus mejores atuendos, como siempre, sencillas prendas que acariciaban la piel. Apenas pintadas, fueron la imagen de la discreción misma. Mama parecía una abuela acompañando a un par de nietas en una celebración familiar, con un vestido floreado y zapatos negros. Con su hábil labia, logró imponer y mantener el ritmo de la conversación: una suerte, considerando las limitaciones de los comensales.

De esa cena nació la idea de financiar a Mama en una operación independiente. Ella temía que su despido era inminente y tenía que prepararse para el próximo paso. Armar un pequeño boliche en la Habana de aquel momento requería una ‘inversión’ de poco monto. El ítem más costoso del operativo sería la heladera – 500 dólares para una usada en óptimas condiciones. Dos meses de alquiler adelantados costarían otros quinientos y una patente para vender alcohol otro tanto. Las mesas y utensilios y la mercadería se conseguían a treinta días.

No pensé demasiado del significado del rubro de lo que podría ser mi primer emprendimiento internacional capitalista: vivía en un sueño tropical que no tenía fronteras reconocibles. Durante los próximos días hablamos bastante de los detalles de la pequeña empresa, afinando un proyecto de presupuesto: aunque no lo podíamos saber en el momento, hubiera sido uno de los últimos emprendimientos internacionales propuestos en la Habana pre-revolucionaria.

Luego, un cauteloso Pepe en una carta me comentó: “Voy a visitar la dama de que me hablaste para ver en que está. No te puedo recomendar entrar en este tipo de negocio, por su naturaleza, pero vamos a ver como las cosas se desarrollan.” No tuve más noticias y en un viaje posterior, descubrí que Mama logró su propósito sin mi intervención.

Las vacaciones seguían entre los bailes de María Elena, las charlas sobre una Cuba ya destruida por Batista, y las audaces hazañas del joven Fidel Castro, en aquel entonces un exótico Don Quijote retando a los molinos de azúcar. Fuimos una tarde con China y Cari a una playa cercana: no tenían trajes de baño, en realidad, nunca se habían bañado en el mar. Caminamos por la playa un rato mojando los píes en el cálido Caribe: un primer acercamiento a un nuevo mundo para ellas.

El último día se acercaba y empecé sufrir la agridulce realidad de la partida. Mis noches con China trascurrían en una burbuja que habíamos logrado conservar sin explotarla. Vivimos la inmediatez de las sensaciones, la plenitud de la confianza mutua: no había reglas, perjuicios, tabúes o juicios. Fluimos entre miradas, toques de los dedos, y apretones. Se asomó la incógnita: ¿era repetible la experiencia? Yo sentía que si, sin alterar su contexto preestablecido, sin tratar de inventar un futuro definible. Me levanté la última mañana y dejé a China dormitando en su cama. Cerramos el ciclo con un beso y me fui con su tierna sonrisa produciendo su eco en mi memoria visual.

La vivencia de Cuba retrocedía por un tiempo: reenvié las cartas que Pepe me mandaba, leí los titulares de los diarios, veía ocasionalmente a María Elena y pensé en China. La llevaba de cierta manera dentro de mí, saboreando el legado de la complicidad, el calor del contacto compartido con indiscutible convicción.

Programé la vuelta: otro amigo, otro auto, otro medio de transporte a la isla en busca de la misma felicidad, la misma plenitud. Mirándolo desde la óptica de hoy, mis estadías con China fueron la base de encontrarme en saludables relaciones a lo largo de mi vida posterior. Saber que el todo es posible con una mujer servía para orientarme: me permitió dar y recibir lo más auténtico de las convivencias: breves o duraderas. Ojalá que mi paso por sus brazos aportó algo de similar valor al futuro de ella.


El recuerdo del joven rebelde

“Revolución Es No Mentir Jamás - La Revolución Jamás Miente” (cartel en ruta, 2008)

Nací en la época del ‘New Deal’ de Franklin Roosevelt y me eduqué en la universidad durante la presidencia de Dwight Eisenhower, a quien había conocido a la tierna edad de once años, cuando él fue Presidente de Columbia University y consideró la casa de mi abuelo como residencia temporaria. Todo en la vida aún me parecía correcto y alcanzable.

Una administración pública conducida transparentemente y un sistema sin sobresaltos en su continuidad fueron los constantes de mi formación. Los valores de Thomas Jefferson por sobre los de sus colegas fueron mi guía. La última revolución en mi historia familiar fue la de la independencia de Inglaterra. Nunca tuve ningún motivo para cuestionar los principios del andar de mi país, ahí en los 1950.

Al estudiar la historia de Europa y luego de América Latina, descubrí una nueva realidad: la de la inestabilidad política y el conflicto de ideologías. Para mí, como universitario, había un solo gran plan maestro para garantizar un mundo sano y sostenible: partía de los principios de la libertad, tanto en el gobierno como en las actividades privadas. Nunca había sentido en carne propia una violación de estos ideales.

Tuve mi choque inicial en 1950, cuando visité Sudamérica por primera vez. Fue en Colombia bajo el régimen del General Gustavo Rojas Pinilla. La dictadura no afectó directamente a un joven de 14 años, pero ver la proliferación de tropas en las calles de Bogotá, vestidos en uniformes de modelo alemán, y escuchar discusiones sobre la represión, me reveló la otra realidad: el lado negro del poder político. Lo que más me impresionó: los ataques a caballo por los pasillos de las iglesias protestantes en el interior del país.

Cuando llegué por primera vez a la Habana, el 13 de diciembre de 1956, encontré una situación similar. Ya a los 20 años, los abusos y daños provocados por la represión me fueron más evidentes. Nunca antes había sentido la necesidad de ser opositor a nada. Me identifiqué con los republicanos en mi país por tradición familiar, pero Adlai Stevenson y John F. Kennedy habían estudiado en los mismos colegios que yo, siendo editores del mismo periódico en la secundaria, y yo me sentía totalmente afín con sus proyectos para mi país. La idea de ser participé en los asuntos de otras sociedades jamás se me había ocurrido. Pero las circunstancias fueron modificando mis actitudes.

Conocí a Pepe en México en el verano de 1956. Ted Starr, el compañero de Princeton que más me amplió los horizontes, me lo presentó en alguno de los cafés cosmopolitas de la Zona Rosa. Encontré un espíritu gemelo: viajero inveterado, lector voraz, comprometido a la aventura de la vida, y hambriento de conocer y comprender todo. Dadas las condiciones, fue capaz de aspirar a todo, hasta ser presidente de su país.

Antes del viaje, Pepe me escribió de sus actividades en la universidad: 1. abogacía, 2. francés, 3. alemán, 4. judo, 5. levantar pesas, 6. oratoria, 7. periodismo (el diario universitario), 8. delegado del tercer año, y 9. cuidar la hacienda en Las Villas de su padre, que estuvo de viaje en Europa. Pepe siempre ha sido un genial ‘over-achiever’. Encima de todos los demás deberes, me prometió que se tomaría el tiempo necesario para mostrarme lo mejor de Cuba.

Una vez en Cuba, veía a Pepe, que seguía sus estudios en la Universidad de la Habana. Como en México, hablamos de todo y, por supuesto, la política de su país fue tema principal. Empecé a ver y sentir, de primera mano, como la dictadura de Fulgencio Batista había alterado la vida diaria de la mayoría de los ciudadanos de la isla. Empecé a entender el daño que hacía la política diplomática de mi país, con un embajador, Arthur Gardner, que condonaba las prácticas de Batista en defensa de los intereses comerciales norteamericanos.

Fue fácil aceptar el pedido de Pepe de llevar cartas para líderes de opinión en los Estados Unidos en que trataban de explicar el daño que el gobierno mío hacia en defender el status-quo de la dictadura de Batista. El padre de Pepe, sus actividades políticas en remojo, dirigía un partido político opositor, el partido Demócrata, y publicaba un periódico. La censura estatal del correo y los teléfonos no dejaba opiniones opositoras salir de Cuba. (No existía el Internet en aquel entonces.) Me encontré como canal para una correspondencia que iba dirigida a, por ejemplo, el Presidente Eisenhower, el diputado Charles O. Porter y Herbert Matthews, el combativo editor de The New York Times, que fue el primer periodista norteamericano que visitó a Fidel Castro en la Sierra Maestra.

Las cartas sí llegaron a sus destinos: El asistente especial Robert Gray me mandó una respuesta en nombre de su jefe. “El presidente me ha pedido darle las gracias por su carta del 24 de abril de 1957. Aprecia su interés en comunicarse, dándole la oportunidad de leer la carta de Cuba.” El diputado Charles O. Porter me escribió el 6 de abril de 1957: “Agradezco el envío de la carta de los estudiantes cubanos. Apreció sus gentiles obras [puede ser que quería decir words en vez de works] y los felicito por la valiente lucha que ellos y sus amigos están desarrollando contra la tiranía en su propia tierra.”

El 12 de marzo, Herbert Mathews me escribió, agradeciendo la carta. “Estudiantes de esta calidad son la esperanza del futuro de Cuba y me produce una satisfacción muy profunda sentir que, en cumplir con mi deber de periodista, he sido capaz de lograr algo que para ellos valga la pena.”

En medio de esto, Pepe me escribió el 16 de marzo de 1957: “Esta mañana fui al cementerio al entierro del ex-Senador Pelayo Cuervo, presidente del Partido Ortodoxo. Fue asesinado por agentes de Batista. Este crimen significa que todos los límites referentes a los derechos elementales del individuo han sido desechados. De ahora en adelante el hecho de quedar vivo es una cuestión de suerte. Uno va a la cama sin saber si se va a despertar vivo o no en la mañana. En el caso de Pelayo Cuervo, la Policía lo quitó de su casa, lo llevó a un lugar desolado, El Laguito, y lo mató con cinco tiros.”

En otra carta del 10 de febrero de 1957, me agradece “en el nombre de mi país por todo lo que estás haciendo para combatir la dictadura que estamos sufriendo. Estás comprobando que, al mismo tiempo que tenemos un Arthur Gardner, los norteamericanos tienen un Ed Shaw para limpiar la responsabilidad y sentimientos de los Estados Unidos en lo que se refiere a sus ideales, que también son los ideales de todos los que ahora están peleando contra el régimen de Batista de asesinato (lo peor de asesinatos porque no tiene sanciones), robo, y desintegración moral, causado por su ilimitada ambición por dinero y poder.” En otra de 29 de febrero, termina la carta, diciendo: “Gracias por todo que haces por nosotros, el pueblo de Cuba.” Me parecía poca mi contribución para recibir tal magnitud de gracias.

Durante mi segunda estadía en abril de 1957, Batista organizó una masiva concentración frente al Palacio Presidencial. Fui a verla, escuchar a Batista y sacar fotos. Mirando las fotos ahora, me doy cuenta que el publico, que fueron miles y miles, se compuso en general de gente grande, nada que ver con la juventud que acompañaba a Fidel en todas sus manifestaciones públicas. La charla de Batista duró solo unos minutos porque una repentina lluvia dispersó el público: su estilo era de un político del pasado, sus palabras no convencían.

Pepe escribió una carta a Herbert Matthews el 8 de abril: “Aquella concentración fue posible gracias a la presión puesta sobre todos aquellos que de alguna manera u otro dependen del gobierno. Fueron amenazados con despido si no asistían. Muchos miembros de las Fuerzas Armadas no solo tuvieron que ir, sino también llevar sus familias. Tal fue el control que todos tenían que firmar sus nombres al llegar a sus puestos de trabajo, de donde partieron para el acto, para que nadie escapara de asistir.” La táctica no difiere substancialmente hoy en muchos lados en América Latina, incluyendo Cuba mismo.

Llegó el momento que Pepe tenía que irse. El 8 de octubre de 1957 escribió: “El sub-jefe del Servicio de Inteligencia le comentó a un amigo de mi padre que yo ya figuro en sus archivos y que debo cuidarme muchísimo. Por supuesto, mi padre inmediatamente pensó en enviarme a otro lado.” Así, Pepe fue a Europa a seguir sus estudios, a prepararse para contribuir a la nueva Cuba después de Batista.

Terminaron las visitas a Cuba y mi próximo viaje a tierras latinas me llevó a México en el verano de 1958. El destino cubano, sin embargo, me seguía: alquilé un departamento en Polanco. Vivía en el tercer piso una estudiante de Georgia. Su novio, Manuel Morato, formaba parte de una célula de revolucionarios cubanos, el Club de Exiliados Cubanos “José Martí”. Su meta: conseguir fondos para embarcarse de Yucatán y juntarse con Fidel en las Sierras.

Ya tenían el barco y estaban preparándolo para el arriesgado viaje. Pasé varias noches con el grupo, que habían escogido aquel lugar como un punto de reunión neutral y seguro. Escuché las apasionadas discusiones de estrategia e ideología. En una carta del 18 de septiembre, 1958, Manuel me extiende una invitación: “Solo puedo decir que estamos preparando una expedición. Si quieres acompañarnos, confírmame porque no nos queda mucho tiempo”.

El viaje se concretaba con velocidad revolucionaria: “Hemos decidido viajar antes del 15 de este mes (octubre): todo está combinándose bien. Creo que no habrá obstáculos y llegaremos a salvo. Ya hicimos el contacto. Estamos llevando una radio transmisora para poder transmitir en seguida que lleguemos”.

Me pidieron ayudarlos juntar fondos y Manuel me envió una cantidad de ‘bonos’ de la Revolución. La Unidad Revolucionaria Cubana me autorizó a vender bonos y “participar en otras actividades consideradas necesarias en el Estado de Arizona”. Compré algunos y tomé el resto en consignación, prometiendo enviar plata cuando logré ventas. Los papeles no eran muy formales y evidentemente se trataba de ‘bonos de contribución’ y no de una inversión en el futuro gobierno de Castro. Tenían las banderas de Cuba y Venezuela de forma cruzada, porque la ‘Unificación’ fue fundado en Caracas. “En otras palabras, el único lugar donde la policía no nos molestaba”, Manuel comentó en su carta del 18 de septiembre de 1958.

Fui directamente a Phoenix, Arizona para empezar un pos-grado en comercio internacional. Intenté vender bonos a mis compañeros de curso, muchos de ellos con ambiciones de dedicar sus carreras a América Latina. Puse carteles en las pizarras idóneas. ¡No pude vender ninguno! Después de un tiempo, recibí una carta de Santiago Casamayor, tesorero de la U.R.C. de México, en la cual me reclamaban el monto de la venta de los bonos.

Amenazó: “nos veremos obligados a informar la sección de la U.R.C. en New York, para que envíe varios delegados a esa Universidad a visitarlo, cosa que traería disgusto y costo…”. Parecía más una táctica mafiosa que un reclamo de un ‘club de exiliados’.

El tono del reclamo, sin embargo, se quedó dando vueltas en mi mente. No correspondía con el espíritu revolucionario al cual yo me había entregado, y despertó una leve sombra de dudas sobre las intenciones de ciertos de los cómplices del Movimiento 26 de Julio. Seguía convencido, de todos modos, que solo Fidel tenía la capacidad de vencer a la inercia que reinaba en la Habana entre las fuerzas cívicas tradicionales y, a la vez, a Batista y su régimen. Todavía creía que Cuba volvería a ser un país dentro de la compleja constelación de los Estados americanos, maestro de su destino y aliado de sus vecinos.

Pepe también había reflexionado mucho sobre los acontecimientos, y me escribió de Madrid unos pocos días antes de la huída de Batista, el 26 de diciembre. “Estoy llegando, cada vez más, a la conclusión que ni Batista ni Castro traen una solución verdadera a nuestros problemas, ni en un plazo mediano. Pero es esencial que Batista sea derrocado como un paso necesario para llegar al turno de Castro, y luego un tercer paso donde gente nueva y más desinteresada tendrán su oportunidad de actuar.”

El padre de Pepe me escribió el 29 de diciembre: “Aquí tenemos una cruenta guerra civil que se desarrolla en las provincias orientales principalmente y tiene sus efectos en toda la isla. Como guerra civil es cruel y desconoce todos los fueros de la ley de la famosa carta de los derechos humanos”.

Dos días después, llegó el 31 de diciembre de 1958 y Batista huyó con el alba del Año Nuevo. ¡La Revolución había ganado! Una nueva Cuba perfilaba en aquel enero de 1959. Tuve la oportunidad de volverme a la isla en abril de 1959 para ver con mis propios ojos una Cuba sin Batista, una Cuba optimista y esperanzada. Mi llegada coincidía con Carnaval, y los cubanos tenían incontables motivos para celebrar.

Soldados barbudos circulaban por las calles en autos confiscados: para los que no quisieron seguir la línea comunista que marcaría la futura política de la isla, el gobierno les dio un auto y una casa en compensación para sus servicios a la Revolución. El sistema cambiaba a la velocidad de un rayo: los viejos cánones desaparecieron. Los nuevos fueron motivo de celebración para un pueblo en vías de liberación. Me fui de Cuba perplejo, contagiado por el ambiente de fiesta, pero preocupado por la dirección de la transformación.

Volví a Nueva York un par de días antes del primer viaje de Fidel Castro como Primer Ministro de Cuba a los Estados Unidos. Por pura coincidencia, el líder cubano planificaba una visita a la Universidad de Princeton el 20 de abril, llegando por tren de Washington, donde habló al National Press Club. Tuvieron que agregar tres vagones al tren para acomodar todo el grupo que viajaba con Castro, compuesto de más de 30 periodistas cubanos, asesores y acompañantes.

En Princeton, Castro dirigió una serie de comentarios sobre su programa a un público seleccionado de 170 personas en el Centro Woodrow Wilson. Había medidas de seguridad pocas veces vistas en Princeton: aparte de los guardias de la misma universidad, trajeron agentes del Servicio Secreto nacional y policías del Estado de New Jersey. Como la charla de Castro se regía por los reglamentos académicos, no se permitía la presencia de la prensa, aunque la Universidad recibió pedidos de todas las cadenas y demás media. Yo, en mi capacidad de los únicos graduados de Historia de América Latina, fui invitado.

Vestido en su habitual uniforme militar, habló como estadista moderado, sin gestos grandilocuentes, en tonos tranquilos y respetando los tiempos preestablecidos. Fue tal vez la charla más breve de su carrera, y por cierto, la más discreta. Todos quedaron con la impresión de hombre comprometido, medido y correcto. Luego, Castro fue a una recepción en la casa del Gobernador de Nueva Jersey, Robert B. Meyner. En esta ocasión tuve la oportunidad de saludarlo, darle la mano y mirarle en los ojos. Vi dureza en la mirada y tensión en el cuerpo. Evidentemente, no se sintió cómodo en la mansión del gobernador, y las incontables preocupaciones que lo afligían fueron visibles.

Yo había escrito una larga nota en la página editorial de The Daily Princetonian, el diario universitario del cual había sido redactor un año antes, sobre Castro y lo que podría suceder en Cuba. Pedía que la prensa norteamericana le diera la oportunidad de probarse: desconté el vuelco hacia el comunismo. Leyendo la nota de nuevo hoy, mi actitud fue bastante ingenua, pero reflejaba las esperanzas de mucha gente alrededor del mundo que amaba Cuba en este momento crucial para su futuro.

Carlos Lacerda, el controvertido líder brasileño, me escribió un mes después: “Hablando de Fidel Castro, tuve una larga e interesante conversación con él aquí [Río de Janeiro]. Acabo de leer tu artículo en The Daily Princetonian… Mi única crítica es tu comentario sobre la demora en realizar las elecciones. Sabemos de experiencia personal (más que una vez) que es imposible deshacerse de una dictadura de largo aliento con solo derrotarlo y en seguida proclamar un llamado a elecciones. Una dictadura es un proceso que infiltra la sociedad y no se puede quitarla y decir: ahora vamos a ser sensatos, y convocamos elecciones.”

Lacerda cita el liberal portugués, Antonio Sergio, que sugirió que lo que hace falta es un régimen interregno preparatorio compuesto de “gente democrática”. “Aquí es donde hay que adaptar el pensamiento liberal, es decir, a las necesidades y realidades de un pueblo que ha sufrido una dictadura, y saber qué tan profundamente esto marcó a los grupos e individuos, en los hábitos y mentes de la gente”.

En relación a mi nota, J. A. Ossorio, Jefe de Coordinación y Asuntos Diplomáticos de las Oficinas del Primer Ministro, me escribió de La Habana el 8 de julio: “Creo que su nota es excelente y básicamente objetiva.” Pero cuestionó mi comentario sobre la ejecución de 500 seguidores de Batista. Osorio relacionó la situación con la de los juicios de Nurenberg y comentó que en los Estados Unidos, “Uds. están constantemente ejecutando a gente”.

Mi evaluación personal de Castro iba a sufrir un fuerte golpe muy pronto. Después del breve interludio en Princeton, Castro siguió viaje a la ciudad de Nueva York donde él y su grupo se instalaron en el Hotel Teresa en Harlem. Fui a tratar de entrevistarlo allí. El lobby estaba colmado de masas de cubanos y cubanas celebrando la presencia de su héroe en Nueva York. Parecía más la congregación de ‘fans’ esperando una estrella de ‘rock’ que al Premier de un pequeño país. Logré pasar por la puerta principal con mi tarjeta de Prensa y llegar al piso donde recibía, pero fue imposible establecer contacto con alguien que podía servir de intermediario.

En la noche, Castro habló a un público masivo en Central Park. Lo había escuchado hablar en una plaza en la Habana hace apenas una semana, donde su charla era más bien instructiva, dándole cátedra a la gente sobre como estar a la altura de los valores revolucionarios en su actuar diario. El tono era populista pero no, digamos, inflamatorio. Vi a la gente perder interés, paciencia, aburrirse, distraer la atención hacia otros objetivos, después de la segunda hora de arenga.

En Central Park, Castro se declaró: no podía quedar la más mínima duda de que iba a consolidarse su régimen como a él le daba la gana. No mencionó ni elecciones ni libertades: habló de compromisos y deberes revolucionarios. En este momento, me di cuenta que la Cuba que venía no iba a guardar ninguna semblanza con las distintas Cubas de antes, por bien o por mal. Me dio escalofríos: los que lo acusaron de ser comunista tenían razón. El cordero de Princeton se convirtió en el león de Central Park. El público lo aplaudió con un fervor pocas veces vistas en un acto político en los Estados Unidos: seguía el clima enloquecido de un concierto de rock.

Pocos meses después, me encontré en Puerto Príncipe con un amigo, investigando el mercado de cuadros primitivos. Tenía pasaje aéreo que me llevaba de Ciudad Trujillo, como se llamaba la capital de la República Dominicana en aquel entonces, a Belem, en la boca del Río Amazonas. Queríamos viajar a la capital vecina por tierra. Las autoridades de la República Dominicana nos dijeron que no se podía hacer el viaje por tierra y debíamos hacerlo por avión.

En aquel entonces, cultivaba mi tercera barba, convirtiéndome de nuevo en un viajero entre bohemio y revoltoso. En mi caso, reflejaba más mis actitudes de ‘Beatnik’ con pretensiones ‘literarias’, que las de revolucionario con ‘intenciones’ incendiarias. Pero el agregado militar de la Embajada no tenía ninguna paciencia con barbudos, y bruscamente me dijo: “Imposible. No hay nada que ver allí. Vaya en avión y te van a cuidar en Ciudad Trujillo”.

Por si acaso, antes del corto vuelo, puse el ejemplar que me dieron de “Porqué lo llamamos el Benefactor” encima de la ropa en mi valija. Una mujer en vías de perder la flor de su robusta juventud revisó mi equipaje y le gustó mi actitud. Me perdonó la barba, y me regaló media docena de folletos que aplaudían los logros del ‘Benefactor’, gracias al apoyo de la marina estadounidense. Pasé la barrera de seguridad, pero un agente decidió abrir mi bolso de mano.

Otra vez, la confusión entre mis pretensiones literarias y mis tendencias revolucionarias me traicionaron. Estaba leyendo “The Rebel” de Albert Camus: las grandes letras rojas del título en inglés me denunciaron. Las autoridades llevaron toda mi literatura a un cuarto apartado: incluía un libro de gramática portugués, mi tesis sobre política brasileña, varios mapas, y un informe anual de una empresa minera en la cual tenía acciones.

Devolvieron todo, pero decidieron revisar mi valija de nuevo, y el próximo obstáculo resultó ser una caña de pesca telescópica en un estuche de aluminio. Después de ser revisado al más alto nivel, también fue devuelto. La mujer que me había atendido tan cortésmente me instaló en un taxi, con instrucciones de llevarnos al Hotel Presidente, donde nuestra habitación costaría dos dólares cada uno. El taxista nos dio su tarjeta: su nombre profesional figuraba como Francisco Franco.

Al llegar al hotel, la recepcionista preguntó sobre el origen de mi castellano y el motivo de mi barba. Nos dijo que la habitación valía siete dólares. Protesté y, al escuchar que las autoridades habían cotizado cuatro dólares para una habitación para mí y mi amigo, en seguida bajó el precio. Salimos a caminar y un joven se nos acercó, ofreciendo sus servicios como guía. Al darse cuenta que no íbamos a pagarle, ofreció acompañarnos gratis. Jack había estado en la marina y hablaba ingles. ¡Descubrimos nuestro propio ‘Benefactor’!

Nos habló maravillas del gobierno y su aporte al bienestar del pueblo. Nos seguía de cerca durante tres días y el cuarto, cuando nos bañamos en la pileta del Hotel Jaragua, decidió cambiar su táctica. Confesó que era opositor al régimen. Hablamos de los cambios en Cuba, etc. Empezó a pedirme mis contactos en la República Dominicana, etc.

Aquella noche, sentados en un bar céntrico, se nos acercó un hombre oscuro en un traje blanco, amigo de Jack, un sastre nos dijo, asociado con el gobierno. Nos compró tragos y propuso una serie de brindis para Trujillo, yo con una regresión de inocencia, brindaba por la libertad. La noche seguía, cena en un restaurant, tragos en una cantina, y luego la visita a un burdel. Nuestro anfitrión nunca pagaba nada; tenía crédito ilimitado en todos lados. No podía creer mi suerte. Al último, cuando había establecido una cierta afinidad con una de las chicas, nos dejó por no acompañarla en un brindis más a Trujillo. De cierto modo, loable, por poner la convicción política antes que la plata. Volvimos al hotel con una sensación agridulce: algo no cuajaba. Pero con tanto ron tomado, no era momento de preocuparse de nada.

Jack me perseguía el próximo día, insistiendo que le presente a mis amigos en la isla. No teniendo con quien satisfacer sus inquietudes, entonces lo llevé al Museo de Arte y luego al Teatro Auditorium del mismo Palacio de Bellas Artes para una noche “en homenaje al ilustre Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva, Generalísimo y Doctor Rafael L. Trujillo Molina, por su elevada política de protección al artista dominicano.” No me tocó ver “Noche de Farsas” con Trujillo, pero sí con un público sonriente y feliz con la actuación de la compañía ‘La Comedia del Arte’. Jack no parecía compartir mi entusiasmo por tantas horas de cultura. Me acompaño al hotel, donde seguía preguntándome sobre mi relación con Castro y mis contactos internacionales. Por suerte tuve tan pocos que tampoco lo pude entusiasmar con mi ‘condición’ de rebelde en ninguna isla.

Ya dormido, alguien golpeaba mi puerta. Era Jack y era muy tarde, pero me dijo que tenía un programa muy divertido. Me duché y me vestí. Otro golpe a la puerta. Esta vez, un militar con charreteras de 15 centímetros de ancho y muchas estrellas doradas. Me fijé que no tenía arma y llevaba una placa que decía ‘Inmigraciones’. Me invitó a hacer mi valija y acompañarlo. No cambió nada mi protesta de ser turista y ciudadano norteamericano. El portero parecía en un estado de ‘shock’, la señora en la recepción también. Les dije que volvía pronto para terminar mis visitas turísticas, pero me despidieron con un ‘adios’ de tono finalísimo.

Me esperaba un Volkswagen sin ninguna identificación en la puerta, conducido por otro militar uniformado, este sí con una pistola. Me indicaron el asiento trasero, donde me metieron con mi equipaje. Me dijeron que me llevaban al aeropuerto. Diez minutos después, el auto paró en frente de un monumental edificio oficial, y me condujeron por una entrada sin ningún cartel. Ya era como las cinco de la madrugada. Subimos una escalera y entramos en una enorme oficina.

Lo que siguió fue digno de una película cómica de terror. En media hora mi carrera de revolucionario terminó con los pelos de mi barba en el suelo, y mi acercamiento a la política de liberación se desvaneció con los primeros rayos del sol tropical del Caribe. Fueron los momentos más intensos de mi vida, pero solo sentí que era actor en otra escena de mi inconclusa vida, observando como media docena de rotundos señores uniformes con grandes bigotes y pistolas trataban de verificar el grado de peligrosidad que yo representara al bienestar del Benefactor.

Me sentaron frente a un inmenso escritorio cuya sola decoración consistía en distintas tomas del Generalísimo. Entró un señor de mucha autoridad, vestido de civil con un traje oscuro. Me trató con gran amabilidad, preguntándome de mi vida. Salió y luego de un rato volvió con cinco oficiales uniformados. Me pidieron levantarme y pararme frente a una de las paredes. Escuché gritos de dolor que originaban en otra parte del gran edificio. Formaron un semi-círculo, como en las películas del ‘Cine Clásico’, y empezaron a tirar acusaciones. Mis respuestas fueron tan pernas, tan ingenuas, que después de media hora de frustración, se retiraron.

Me quedé a solas en el cuarto. Un rato después, volvió el hombre de traje, que intuía era el jefe de la policía de inteligencia, acompañado por un hombre de civil, flaco y nervioso, tal vez más nervioso que yo; llevaba una toalla y unas tijeras. No parecía instrumentos de tortura: otra vez caí en el papel de testigo de mi propio destino, aun no imaginando que podría ser infeliz.

El jefe ordenó al civil a afeitarme la barba, allí sentado en frente de su escritorio. Una vez cumplida la orden, me despidió y salió de nuevo del despacho, acompañado por el peluquero. En un rato más, dos hombres uniformados entraron y me pidieron seguirlos. Me subieron a un auto, más grande esta vez, y me llevaron al aeropuerto. El avión de PanAmerican a Belem había salido del área de embarque y se encontraba en la pista en vías del despegue.

El avión frenó, abrió su puerta y bajó la escalera, el auto se acercó, me bajaron del auto y me subieron al avión, al asombro de la tripulación y los pasajeros. Me sentaron en un asiento, se fueron, cerraron la puerta del avión de nuevo, y el piloto retomó su camino hacia la pista para despegar. Nadie me miró, nadie me pidió nada: viajé, con mi valija en el asiento a mi lado, los dos como paquetes anónimos.

Iba, ahora, sin barba a Brasil para retomar otra misión más sana, la de seguir mis estudios sobre ‘El Estado Novo’, el proceso que desbocó en la extraña dictadura de Getulio Vargas. Cuba y el Caribe ya quedaron atrás. No volví a la Habana hasta el viaje que gatilló esta serie de recuerdos tan esenciales a tantas facetas de mi desarrollo.


Habana Hoy 2008

“Los Pueblos Hacen la Revolución. No Hay Díos que los Pare” (Cartel en ruta, 2008)

Teníamos pistas sobre lo que nos esperaba, pero al llegar nada cuajaba con lo que me había pasado por la imaginación. Encontré solo los restos de mi Habana de 1956, y nada del fervor de abril del 1959. Los autos de aquel entonces, por ejemplo, hoy celebrados como reliquias, eran de todos los días. Lo que era viejo entonces, hoy es más viejo, más derrumbado. A pesar de su detención en el tiempo, la Habana se cambió de esencia.

Cuba es diferente. Yo también: tuve 20 años, hoy más de 70 – China tendría mi misma edad, María Elena murió, el padre de Pepe murió bien de grande, lejos, tan lejos de casa, en Miami, donde vive hoy Pepe con Liliana, su habanera de toda la vida, cerca de sus dos hijas. Medio siglo trajo cambios para todos.

Vamos a zambullirnos en la Habana en estos veinte días de visita. La Plaza Vieja retumba con el ritmo de un tambor y los aullidos de una trompeta melancólica: seis bailarines avanzan sobre zancos, sus largas y estilizadas figuras estiradas hacia el cielo, envueltas en telas de colores estridentes. Marchan al compás de un funeral, impregnando la quieta plaza en una alegría agridulce. Ellos se van, haciendo sus piruetas para otros públicos en otras plazas, y la música se desvanece en la distancia.

Como el sol y la marea, la música brota con una regularidad de reloj. Donde a veces prevalece el barullo de los niños de la calle y los coros de ladridos de perros, el ritmo logra imponerse, llenando el aire como un persistente perfume, levantando ánimos y espíritus. Percusión, cuerdas, bronces se entremezclan en cadencia, viajando sobre la brisa por las calles de la zona. Un ritmo se va y otro viene, alegrando la marcha de plaza en plaza.

Vuelven los sonidos habituales de la ciudad: los gritos de madres y la risa de niños, el zumbido de un ‘Coco’ taxi (transporte público conformado por una cáscara de plástico que encierra el chofer y sus dos pasajeros encima de un motor montado sobre tres ruedas), conversaciones animadas, marcadas con enfáticos exabruptos, bocinazos, y más música, en vivo de un café o en la radio de algún departamento cercano.

Las fachadas forman un marco multi-color y atemporal, cada una de distinto grado de deterioro o reconstrucción, portones, portales, ventanales, líneas geométricas, sobrevivientes de algún brote del espíritu Deco, escudos coloniales, figuras europeas, peces y animales locales, frutos importados, todos estucados a los muros – otra población flotante al nivel de los pisos altos, congelada sobre las asombrosas fachadas que te rodean en cada paso por la Habana Vieja.

Cafés agrupan extranjeros, el motor del renacimiento del barrio, dejando los pesos convertibles que hacen rodar la restauración. Obreros de la construcción van y vienen como hormigas. Circulen mujeres de todas las edades, contexturas y colores, las de blanco ligadas a la Santería, amas de casa de pocos recursos con una pequeña bolsa de plástico gris oscuro – el trofeo de la búsqueda diaria para comestibles. Negras flacas, aéreas, vestidas como niñas camino a una fiesta, navegan como jirafas sobre las baldosas, sonrientes y seguras, mezclándose con turistas de todo tamaño y formato, que agregan otra dimensión al ecléctico escenario.

¡Imagínense un lugar sin hipocondríacos o adictos de la última noticia! Uno puede caminar todo el día sin encontrar un kiosco de diarios, ni un caramelo, un lápiz o una farmacia. El consumidor aprende a la fuerza a controlar sus impulsos. Puede comprar un ejemplar del flacucho Granma (el diario que conmemora el nombre – Abuelita en inglés - de la lancha que Fidel compró en México en 1956 de un agradecido nieto gringo llamado Ericson por 15.000 dólares para su mini-invasión de Cuba) de un discapacitado que transporta su menos-válido cuerpo por las veredas, pero el rito de devorar el diario con un expreso cargado no existe. Ni hay programas dedicados a la farándula local, ni juezas que determinan una justicia social popular: de día, solo emitan programas educativos que complementan la dieta del colegio, por ejemplo, con las palabras de Fidel. Hay que consumir el panorama, gozar de la gente y la arquitectura.

De vez en cuando se topa con un actor o un elenco posando en un zaguán. Un viejo con sus tres perros vestidos de la trinidad de la revolución, boinas, anteojos oscuros y uniformes, un trío de viejas damas de blanco, fumando fálicos habanos, o un par de mulatas de sueño en atuendos coloridos listas para abrazar a un turista frente al Catedral por un peso convertible. Otra mujer vende coquetos colibríes hechos de hojas de palmera. Lo anecdótico puede revelarse en cada vuelta de esquina. La teatralidad es parte de este gran escenario que los cubanos han preparado para sus visitas.

Todo es teatro, todos son actores. La calle no revela los secretos de los habaneros: es imposible conocer las realidades que suceden detrás de las fachadas. La gente del barrio desaparece dentro de los laberintos de las viejas casonas compartidas entre muchedumbres. Suben escaleras largas y empinadas hacia sus guaridas en los altos. Los que viven al ras de la calle son de exposición permanente, como los antiguos ‘performances’ o ‘happenings’ de las ya petrificadas artistas de aquella avanzada ya detenida en el tiempo.

Hay también los buscavidas universales; parecen salir del pavimento mismo, declarando la amistad eterna al tonto que se detenga a escucharlos. Son en general negros y negras pintonas, vestidos como refugiados de Harlem, que piden un favorcillo que solo puede proveer el extranjero con acceso a los tesoros del consumo. Un bebe nos pide caramelos desde su cochecito, el padre pregunta de donde venimos, es fanático de Chile; la mujer sonríe con dulzura y empieza a apretar. Todo es tan caro, inaccesible: si solo podríamos comprarles pañales en la tienda que atiende a los visitantes únicamente, sus problemas inmediatos estarían resueltos. Seguimos a una pareja hacia la tienda: en el camino, dos policías la paran. Continuamos nuestro rumbo, decididos de no responder a más pedidos de ayuda humanitaria.

Nos sorprende que cada comercio ponga una barrera de rejas entre la mercadería y la clientela. Un guardia deja a los compradores entrar uno por uno. La pizza se vende de una ventanilla, por pieza, doblado en dos, y se forman filas esperando el turno. Los grandes tiendas de antaño – El Distinguido, La Elegante, etc. - parecen puestas en escena de dramaturgos minimalistas – cada vitrina flota en medio de un enorme espacio vacío y solo contiene una fracción de la mercadería necesaria para llenarla. Pero para la clientela es más que suficiente, y las colas frente a la reja se renuevan como las olas del Caribe. “Quiero ser la primera en saber que no haya lo que necesito…” es un comentario común.

Sorprende la cantidad de maravillosos hoteles de época, en este caso el principio del siglo veinte, y los restaurants del mismo período, los cafés clásicos con sus interiores Art Nouveau o Art Deco. Medio siglo sin progreso material asegura que la Habana Vieja se va a quedar como el casco mejor conservado de toda América. No tiene rival: aquí la UNESCO acertó. Hay que vivirlo hoy cuando la conciencia es todavía clara y protectora.


Vida diaria

“Comandante en Jefe ¡Ordene!” (cartel, 2008)

La Habana entra por los ojos: mirar, observar, interiorizar, hasta hacerlo propio, registrando los olores, desmenuzando los sonidos. Poco a poco nuestra Habana va tomando cuerpo. Ya hemos encontrado el trago que nos gusta y nos conviene: una medida de ron blanco Habana Club Tres Años, varios cubos de hielo y dos dedos de zumo de limón (no es la temporada de los limones verdaderos). Después de varias pruebas, determinamos que la dosis diaria adecuada es de tres cada uno, repartidos sin horarios fijos entre el mediodía y la medianoche.

Vamos probando la comida, en hoteles, que cobran lo mismo que los boliches y en restaurants y cafés, que ofrecen menús parecidos a los de los ‘paladares’. Un paladar es un restaurant sui generis, donde venden al turismo el mito que uno está comiendo en una casa particular. Tienen platos fijos que rondan en los 20 a 30 dólares, sin la posibilidad de una alternativa más económica. Por suerte, dejan a las parejas dividir las porciones, que en general son más que generosas. En el recomendable ‘El Guiro’, por ejemplo, compartimos una ‘Grillada de Langosta, Camarón y Pescado’, que fue abundante y suculento.

En el ‘Don Lorenzo’ tuvimos pésima suerte: mal servicio, música atroz – un trío que cantaba peor que tocaba. Todo fue lento, sin ganas. La comida también era mala, y caro encima. Cobraban cinco pesos convertibles cada mojito aguado. Fuimos decepcionado con el rubro ‘paladares’.

En todo caso, la cocina cubana no tiene una trayectoria de grandes aciertos: en 1896 Murat Halstead se queja de la manera de servir un rico pescado. Con sumo disgusto, comentó: “¡Imagine estofar un bello lenguado y servirlo con salsa de tomate!” El pobre pescado sigue recibiendo un tratamiento que no se merece a las manos de los chefs habaneros. Lo que sí sale siempre parejo es la langosta: pasado por la parilla y preparado con una sabrosa salsa, es el plato más popular entre los turistas de hoy. Su venta es restringida pero tanto los cubanos con pesos convertibles como los dueños de las casas de huéspedes, pueden conseguir langosta fresca en un floreciente mercado negro.

En el caminar descubrimos lo justo: música excelente, servicio ágil y platos ricos. Adaptamos ‘La Bodega de la Muralla’, un gran café que se explayaba sobre una esquina de la Plaza Vieja, con un grupo de músicos alegres y afinados. Ofrecían sabrosos brochetas, el inigualable ‘Sandwich cubano’, compuesto de capas de tierno cerdo, sabroso jamón y láminas de queso, o una hamburguesa gruesa y mojada y el trago de ron o una cerveza fabricada en el mismo lugar. Pero lo mejor de lo mejor es ‘El Templete’, que siempre tiene una clientela local más bien oficial. Decidimos dejar los paladares para los turistas que buscan la Habana ‘auténtica’ y nos concentrábamos en los lugares que atiendan un público con ganas de gozar.

Todos los viajeros de antaño hablan de la tradición de los café. Parecen tener las mismas características desde siempre. Richard Henry Dana, el autor de “Dos Años Ante el Mástil”, visitando Cuba en 1859, se fijó en el músico que pasa de mesa en mesa en busca de una propina para las canciones que toca su grupo. En aquel momento también había complicaciones con la plata: la moneda más pequeña era el ‘medio’, cuyo valor era substancial, y solo los más generosos regalaba un ‘medio’ a alguien en la calle. Cuarenta años después, en los 1890s, corrían tres monedas simultáneamente: el oro español, el oro y la plata norteamericana, cada uno con un valor fluctuante. Y hoy, tenemos el peso cubano, el convertible y los dineros internacionales como el Euro. El dólar está castigado con un descuento de diez por ciento, para compensar, en una ínfima parte, los daños del bloqueo.

Empezamos la estadía en uno de los grandes hoteles, el centenario ‘Plaza’, donde tuvimos el espacio, la comodidad y neutralidad para recuperarnos del viaje. El lujo y el confort en sí están un tanto suspendidos en el tiempo, como casi todo en Cuba. La mucama, sin embargo, se acordaba de los trucos de antaño y nos hizo esculturas con las toallas. El primer día dos cisnes abrazados compartieron la cama. Tuvimos que juntar las dos camas sencillas, corriendo las mesas de luz, porque las únicas habitaciones que tienen camas matrimoniales son las interiores, que no tienen vista: sugiere que los que buscan sexo no miran por la ventana.

Todo en la Habana conduce a una convivencia nutrida. El clima es perfecto, si no hay agua caliente, la ducha tibia es más que suficiente. No hay tentaciones de caer en los padrones de casa: no hay nada atrapante en la televisión, no hay diarios o revistas, el Internet es caro y solo se encuentra en los grandes hoteles, donde hay colas para usarlo; el teléfono internacional es prohibitivo. Uno se queda reducido a sus propios recursos. Nosotros, con diez años de práctica, ya somos expertos en entretenernos sin estímulos exteriores. Hoy, por ejemplo, es nuestro décimo Día de los Enamorados: aquí no hay la parafernalia comercial que acompaña los días picos del calendario. Con una flor o una canción, el enamorado es feliz de la vida.

La Habana es ideal para encontrarse y reencontrarse. Todo sucede a un nivel primario y esencial. Lo superfluo no es tema. La mirada, el tacto remplazan la dependencia de los medios. Dos enamorados se miran, uno al otro, no en el reflejo de la pantalla del televisor. La dependencia del último detalle en la Guerra de Iraq o la campaña electoral de Estados Unidos pierde vigencia; hasta los valores de la bolsa pasan a segundo plano. Uno vuelve a conocerse, a conocer al otro, o en este caso, la otra. La Bernardita de mis sueños, y de mis realidades, aquí en la Habana, es más real, más entrañable que nunca.


Los que se quedaron…

“Sea Culto para Ser Libre: Educe a su Hijo” (cartel en ruta, 2008)

Pusimos como meta, para darle al viaje un propósito más nutrido que tomar sol, ron y fotos: conocer artistas jóvenes, aquellos que están de bajo del radar internacional. Todo el mundo ya conoce la obra de José Bedia (1959), Kcho (Alexis Leyva), Los Carpinteros (ahora dos en vez de tres), Carlos Garaicoa y ciertos otros que residen afuera de la isla. Queríamos conocer los que se quedaron para tratar de entender que significaba ser un artista anclado en la Habana hoy. Gabriel Pérez Barreiro, actual curador de la Colección Cisneros en Nueva York, nos mandó tres nombres: Abel Barroso, Ibrahim Miranda y José Ángel Toirac.

Mi conocimiento del arte ‘clásico’ cubano es limitado: ver las ilustraciones en los catálogos de Sotheby´s y Christie´s. No me convence mucho lo que he visto. José Gamarra me presentó a Wifredo Lam en el escalón del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de Paris en los 1960s. Compré una obra en papel suya en un remate en Paris: la llevé al galerista Albert Loeb para autentificarla, pero me dijo que, después de mostrarla a la viuda de Lam, que era falsa…

Visité a Julio Larraz cada vez que pasé por Miami durante años. Hice el texto para el catálogo de la muestra que hizo en la galería de Diana Lowenstein en Buenos Aires en los 1990s. Conocí a José Bedia en un seminario para amaestrar coleccionistas en Sotheby´s donde di una charla sobre al arte argentino y él habló sobre su propia experiencia: lo reencontré hace poco en Santiago donde expuso en Galería Animal. Apoyé con un par de notas a Rubén Torres Llorca cuando expuso en Buenos Aires en la galería de Alberto Elía, y compré un cuadro cuando Teresa Anchorena trajo un joven cuyo nombre no me acuerdo para exponer en el Centro Cultural Recoleta. También compré dos obras, pintados sobre madera cuyo tema, al estilo iconos bizantinos, era los balseros de Margarita Cañas en Miami.

Pero en Chile y Argentina había pocas oportunidades de ver obras de artistas de Cuba. Al volver a Chile de este viaje, sin embargo, nos dimos cuenta que el arte de Cuba había recibido un gran reconocimiento en el Norte mientras que estuvimos en la isla. El Montreal Museum of Fine Arts abrió una exposición titulada “¡Cuba! Art and History from 1868 to Today”, curada por Nathalie Bondil, y se inauguró “Cuba, Artists Experience Their Country” en el Hunterdon Museum of Art de Clinton, Nueva Jersey, curada por Kristen Accola. Las dos muestras tuvieron la nota de tapa de la sección Arts and Entertainment de The New York Times (3 y 10 de febrero de 2008).


Abel Barroso

“Abajo con el Bloqueo Imperialista” (cartel, La Habana, 2008)

Tomamos un ‘Coco’ taxi a Vedado para concretar nuestra primera cita con un cubano. Partimos por el borde del Malecón y luego entramos en una avenida trasversal cruzando unos veinte cuadros de Vedado, bordeados con casas que fueron las residencias de una acomodada clase media habanera. Hoy la decadencia duele a primera vista. El culto del cuidado de los patios y jardines no sobrevivió: desfiles de ropa colorida tendida decora los balcones: los vidrios rotos por un lado confirman la gentileza del clima: por otro, la falta de un mínimo de cuidado. El denominador común había bajado la vara al suelo, produciendo tristeza al volver a ver Vedado ya devastado.

Llegamos a la calle donde vive y trabaja el artista plástico Abel Barroso. El estudio/hogar de Abel, en los altos de una sólida casona del principio del siglo veinte, hacía eco al descuido del barrio. Los peldaños de mármol de la escalera están carcomidos por el mal trato: sufrían del abandono de las décadas y quién sabe cuantos cambios de dueño. Cada peldaño parecía una fila de dientes en busca del servicio de urgencia de una clínica odontológica.

Abel tiene un gran espacio donde sus obras terminadas, sus obras en vías de producirse, y las miles de piezas que integraban cada una de ellas compartían los pisos, paredes y muebles en una feliz coexistencia. A la primera ojeada era obvio que habíamos calado en la guarida de un artista afín, un ser sensible y un creador con ganas y garra, de sustancia y relevancia. ¡Qué buena introducción al arte actual cubano!

El espacio principal es la sala de una casona de una cierta envergadura: mide ocho por cinco metros con cielorraso de unos cuatro metros. ‘Venida abajo’ sería un término generoso para describir el estado general. De alguna manera provee un marco genial para las obras de Abel, que son sus irónicas construcciones de escenarios que sitúan el mundo ‘desarrollado’ contra el mundo ‘subdesarrollado’. Estas confrontaciones, que relatan las ganas de uno para llegar al espacio del otro, ofrecen soluciones resueltas con gran inteligencia plástica y con una mirada desparpajada de la ridiculez de la realidad.

El tema del aislamiento, la insularidad, la distancia está presente en casi toda la obra valiosa en Cuba, en términos estéticos y cerebrales. La identidad de un artista cubano es compleja: tiene acceso al ‘primer’ mundo como nadie. Abel, como sus colegas, ha expuesto en lugares de peso en todos los cinco continentes. Trabaja, sin embargo, desde la Habana, donde vive suspendido en una burbuja que parece precaria pero perdurable. Un ritmo de trabajo que se acerca a la obsesión parece ser la manera de mantener un equilibrio sano. La obra en si es la meta: su divulgación es secundaria.

El proceso de Abel parece desarrollarse al revés: el primer paso es pintar un boceto sobre tela. Estas pruebas forran las paredes. Luego selecciona una de estas imágenes para convertirla en un objeto armado de incontables pedazos de madera que él y su padre tallan a medida. Tiene que diseñar y elaborar cada una de las piezas, hasta los tornillos y tuercas de madera que las conecta, al estilo ‘mecano’. Fabrican hasta herramientas de madera para ajustar las tuercas. El resultado es un objeto de carpintería, hecho con la precisión de un reloj.

El contraste entre la sobriedad y cuidado de algo hecho artesanalmente en el mundo de los más débiles y, por otro lado, la superficialidad moldeada industrialmente en plástico de los más poderosos es abrumador. Un tema típico de Abel retrata a la lucha de los marginales para cruzar el puente, el mar, los muros o las vallas que los separan del mundo tan deseado, representado por grandes edificios prolijamente protegidos de las temidas invasiones de los de afuera.

Abel se graduó como grabador: por suerte se escapó de la carga de esta especialidad que hoy en día conduce a un callejón sin salida en el mundo mandón del mercado actual. Retuvo la magia de la plancha en si dentro de su imaginaria, y lo explota como padrón para salir a la tercera dimensión. ¡Se salvó!

El otro acierto de su caminar hacia una imagen propia y providencial parte de su hábil manejo del humor irónico. Trata temas tristísimos, pero los aliviana provocando una saludable dosis de risa. El humor es un arma de doble filo, casi nunca logra un impacto universal; muchas veces se queda en las banalidades de anecdóticas locales. Abel, sin saber porque, acierta sin tregua en su aplicación de la ironía. Toca la fibra del espectador, rasguñando las heridas de la víctima a la vez que revuelve la conciencia del ser ajeno. Cuba es el perfecto caldo de cultivo para lograr esta cazuela de sensaciones.

Su obra toca temas trascendentes – evidentes al lector más superficial – pero desgarradores a los sensibles que sufren lo impersonal del progreso del primer mundo, por ejemplo, y celebran la utópica tenacidad del tercero. Ridiculizan los grandes temas de la globalización sin faltar el respeto a los actores de los dos lados opuestos de la pelota que es nuestro globo. Crea situaciones plásticas en las cuales no hay ganadores: todos somos víctimas de la insensibilidad institucionalizada, por ejemplo, Bush versus Chaves, y todos los demás payasos del elenco de actores propios de la relatividad engendrada por la post-modernidad. Ya no hay valores fijos, solo marcos teóricos que se ajustan a la conveniencia de la coyuntura.

Desde su sobre-poblado taller, donde opera sin pretensiones ni ambiciones a flor de piel, Abel reparte su producción por el mundo: España, Japón, California, Nueva York, o Brasil, a veces en muestras individuales, a veces en muestras colectivas.

Lo sano de los jóvenes artistas que encontramos en la Habana nace de una vocación nutrida durante una docena de años de preparación académica. Muchos deben perderse entre los laberintos pedagógicos, las marañas de la teoría, y la falta de talento en el oficio, pero los sobrevivientes de Pinar del Río, Abel Barroso, Ibrahim Miranda, Iván y Yoan Capote, maduraron al paso de los desafíos, y su propia capacidad de crecer no fue distorsionada por la rigidez de un sistema estatal, y eso sucedió milagrosamente en la Cuba de los ochenta. Abel logró entrar en el ‘fast track’: becas, invitaciones, ventas y más invitaciones, igual a sus amigos generacionales de Pinar del Río.

“No hay coleccionistas en Cuba; dependemos de los Estados Unidos y Europa”. ¿Será porque no existe el derecho de la propiedad privada en Cuba? ¿O por miedo de ser denunciado por los vecinos? Por un lado, la falta de presión de un mercado local permite a los artistas desarrollar sus trabajos a su propio ritmo.

El éxito internacional de ellos, sin embargo, no ha afectado su actitud frente a la vida, especialmente a los ojos de un observador extranjero. Dentro de la realidad habanera, son enormemente privilegiados, porque poseen una propiedad donde pueden trabajar y vivir. Tienen el usufructo de un auto propio y la posibilidad de viajar al exterior, de conseguir materiales, de producir lo que quieren, sin una activa censura del estado ni los mandatos del mercado.

La vocación de Abel es imbatible, su fuente de plenitud es el trabajo, ver sus bocetos convertirse en objetos. No se contagió de los ‘perks’ del mundo institucional internacional, donde el artista se queda a servicio del curador, del director de museo, del crítico de arte, del auto-promotor teórico, del coleccionista, del galerista, de sus pares a cambio de considerarse cómplice en la búsqueda del status a través del Arte.

Abel sigue feliz en su taller/hogar, armando el rompecabezas de su próxima muestra: una serie de objetos que contemplan el trauma de la inserción de los insulares en la aparatosa utopía del ‘primer mundo’. ¿Cómo escalar el muro que separa lo descartable de lo deseable? Desde la Habana proponerse esta preguntas es el pan de todos los días. Cada artista solvente busca su propia voz para expresar la identidad que sea más afín con su sensibilidad, su corazón y sus valores. Estas premisas dan una vigencia enorme a lo que pasa aquí hoy.


Una casa de huéspedes

“Con tu Ejemplo, Che, Comunismo para Siempre” (cartel en ruta, 2008)

Si los ‘paladares’ aportan poco al goce culinario del visitante extranjero, la ‘casa de huésped’ o ‘arrendador divisas’ sí es indispensable para aquella persona que quiere vivir la experiencia de la Habana Vieja, y la de cualquier otra parte de Cuba. Los hoteles de la Habana Vieja – todos propiedad de cadenas oficiales – son maravillosos, instaladas en residencias palaciales de la Colonia, que duró hasta 1898. Hemos probado un café, un ron, un sándwich, o una comida en casi todos y con sus inmensos patios y casi coherente decoración, ubican al cliente en el mejor de los climas habaneros. Cada uno tiene su historia – varios recibían a Hemingway, otros a reyes y magnates de otros siglos. Los nombres evocan otras épocas: Ambos Mundos, Santa Isabel, Conde de Villa Nueva, Los Frailes, Raquel, o Beltrán de Santa Cruz.

Dejamos el Hotel Plaza, que es el más ameno de la media docena que rodea la Plaza Central, para instalarnos en los aledaños de la Plaza Vieja, la más relajada de las cuatro grandes plazas: la del Catedral, la de Armas, la de San Francisco, y la Vieja. El hotel más cercano es el Hostal Bertrán de Santa Cruz, cuyos cuartos superan a los 130 pesos convertibles por noche. El ‘maletero’ del hotel, Gilberto, se compadeció y llamó a un amigo a solo dos cuadras, dueño de un espacio con dos habitaciones con baño compartido, sesenta y seis altas escalones hacia el cielo.

La casa de huésped, por definición legal en Cuba, puede tener uno o dos cuartos solamente, debe cobrar 25 pesos convertibles la noche, con un adicional de tres pesos por persona para un desayuno que consiste en un jugo de naranja o guayaba, trozos de sandia, piña, plátano, papaya y guayaba, café con leche, pan tostado, huevos, queso y jamón.

El cuarto generalmente es uno de los dormitorios originales, con sus techos altos y su piso de mosaicos con diseños coloridos y floreados. Invariablemente los adornos consisten en flores de plásticos, animalitos de loza y tiernos cuadros alusivos a paisajes idílicos europeos. Se me ocurrió que la oficina que autoriza los permisos de las casas de huésped entrega un ‘kit’ a cada postulante exitoso, con la cual puede adecuar su espacio al Standard decorativo que busca imponer el gobierno.

La primera mujer del actual dueño, Gerardo, fue una de las primeras, hace unos 15 años, en conseguir el permiso para alquilar cuartos a extranjeros por divisas. La posibilidad cambió la vida a ellos, y todos los demás que tuvieron la oportunidad de aumentar un sueldo de 20 dólares por mes con una entrada de 56 dólares diarios. Súbitamente se creó una clase de ‘nuevos ricos’ en el país, para la satisfacción de algunos y el resentimiento de muchos…

Hijo de una familia numerosa sin recursos, de niño, Gerardo aprendió los secretos del menaje, limpiando la casa y preparando comida mientras su madre trabajó en otras casas y sus hermanas mayores estudiaron. A la edad adecuada, le tocó el turno a él y recibió una beca por merito para vivir en Polonia durante cinco años, estudiando el oficio de armador de barcos. Fue justo en el momento perfecto para el intercambio estudiantil. El Este ofrecía muchas oportunidades para los jóvenes de la Revolución Cubana.

En una segunda visita para asistir a un curso de pos-grado, ya había empezado el ‘glasnost’ y la revuelta de los sindicatos en Polonia. La xenofobia local tomó como blanco a los becados cubanos, y sus vidas corrían peligro en las grescas callejeras. La embajada tuvo que devolverlos a la isla. Gerardo volvió y encontró un puesto en un armador estatal donde reparó barcos y construyó balsas.

Después de una larga carrera, se retiró a los 60 años para dedicarse al negocio de la casa: su esposa murió y él adquirió los derechos al Estado para seguir con la lucrativa actividad. También recibe una pensión del Estado, basada en lo que había ganado en los mejores cinco años de la última década que trabajó. La cifra que le correspondió fue 600 pesos cubanos por mes, el doble de un sueldo normal en la isla. Entre las entradas en pesos convertibles de los alquileres y la jubilación, Gerardo se considera privilegiado.

Es ‘dueño’ de un semi-piso con un amplio living con televisor, computador, equipo de música Sony, y teléfono. Dos grandes sofás con una tela roja tirando a elegante, un óleo de una cubana bien proporcionada entre un fondo tropical abstracto, una tela impresa con una yegua, un potrillo y una niña, un velero antiguo armado de maderitas, porcelanas estilo siglo 18 de parejas europeas, una figura parada china, un plato español, astas de un ciervo, dos paisajes pintados, planteros con robustas matas de flores de plástico, un pájaro que no canta en jaula y una bici pintada de verde-azul conforman el decorado de la sala. Hay cortinas por todos lados: en algún cursillo de decoración de interiores las cubanas aprendían a tapar ventanas, puertas y paredes enteras con cortinas generalmente transparentes con diseños florales sacados de tapicerías flamencas.

La salita de entrada da bienvenida al huésped con una batería de perritos de yeso, seis medianos sobre una mesa, uno con el cartel alusivo colgado sobre su pecho que dice ‘Welcome’, y una estantería llena de perritos similares pero más menudos. Establece en seguida un ambiente tierno y acogedor, todo combinado en un alto grado de kitsch.

Por un lado del pasillo, un tabique protege el espacio del patio interior del edificio; del otro, una puerta da acceso a los dos dormitorios y su baño. Los cuartos son lo suficientemente amplio para poder guardar todo y todavía moverse con comodidad. Un ropero que atesora las pertenencias de la familia ocupa una pared, otra cama chica nos sirve de closet, mesada y escritorio. Una pequeña heladera descansa encima de una mesa para televisor: nos sirve para guardar agua mineral y la fruta y jugo que sobran del desayuno.

El piso es de baldosas con un complejo diseño Art Nouveau y la lámpara adosada al cielorraso es de una época similar: tiene dibujos abstractos pintados que, cuando se prende la bombita, parecen grandes pájaros negros amenazantes. Una ventana alta – hay que subirse encima de la cama para abrir o cerrarla – ventila y ilumina el cuarto a la vez. Hay un aparato de aire acondicionado y un ventilador para atenuar los calores sofocantes que encierra a La Habana en un tufo de humedad que penetra las pieles más resistentes. En febrero todo es posible en relación al clima, y hay días frescos pero otros pocos soportables.

Luego viene el comedor que abre por un lado al cuarto de Gerardo, su actual compañera y el hijo de ella. La actual intenta llenar las zapatillas de ‘la difunta’ sin poder destituir a su antecesora en el folklore de la casa: goza de una delicada salud que lleva a flor de piel, condición que la salva de muchas tareas domésticas. Gerardo se encarga del ‘compromiso’, un niño de 10 años que vino incluido con la nueva relación. Un hijo grande de él y el espectro de la afinada rondan por la casa, dejando notar sus presencias. El, simpático y alegre, comparte una pequeña habitación detrás de la cocina con un joven inglés-español que está de visita, filmando documentales. Ella nos vigila desde ubicuas fotos.

Compartimos el baño con dos irlandesas que están participando en una escuela musical en el Convento Santa Clara, ubicado en la otra vereda de la calle Cuba. Una, albina pura, canta, y la otra, más morocha, toca el violín. Ellas se van, y viene una pareja inglesa, él canta, y luego una joven vocalista de Noruega. De mañana, muchas veces, hay un cuerpo durmiendo en uno de los sofás del living o detrás de ellos, sobre el piso.

Casi el único detalle no resuelto es el agua: sale a gotas a veces, o cuando no, se desbordan los tanques de la ducha y cae en cascada por el piso. La ducha es eléctrica y temperamental. Generalmente da un chorro de temperatura agradable cuando está puesta en ‘tibia’, pero a veces se quema el contacto, y solo sale agua fría.

Gerardo tiene dos de estos aparatos y va sacando repuestos del uno para arreglar el otro. Hoy, por ejemplo, no pudo y nos dice que tiene que conseguir un especialista. En estos casos, Gerardo trae un balde de agua caliente de la cocina. Cuando volvemos a la tarde, el pequeño pasillo del baño está lleno de un espeso vapor cálido, indicando que vino el experto y alguien de la familia logró una ducha caliente.

La casa sufre de una obsesiva sobredosis de limpieza. Gerardo, su mujer y la mucama están siempre pasando trapos mojados por todos lados. El huésped se queda con la sensación que ningún microbio indeseable puede sobrevivir bajo la vigilancia higiénica de Gerardo y sus atentas asistentas. Pasamos 15 noches en lo de Gerardo en una convivencia funcional, combatiendo las invasiones de privacidad a tiempo para establecer un ritmo operable.






Ibrahim Miranda

“Firmes desde Nuestra Raíz” (cartel de ruta, 2008)

Volvimos a Vedado para conocer a Ibrahim Miranda, el segundo de los tres artistas que nos recomendó Gabriel. Tiene su taller en la Avenida Línea, una larga arteria de sólidas casas y mansiones de la época de la democracia de los presidentes Grau y Prío Socorrás y antes, tal vez, de la anterior dictadura de Gerardo Machado y Morales (1925-1933) de los treinta. Pasamos manzana tras manzana de realidades convertidos en recuerdos, casas uni-familiares ya habitadas por legiones, ninguna con la pasta de cuidar su espacio.

Llegamos al edificio donde trabaja Ibrahim: cuatro plantas con dos residencias por piso. Trepamos hacia arriba buscando el número nueve: llegamos al cuarto piso donde la numeración terminó en ocho. Un vecino nos dirigió hacia el sótano: el espacio es amplio, tres habitaciones en línea, conectadas por breves pasillos. Vibra música tropical a todo dar, dificultando la conversación. Ibrahim pegó un grito fraternal y su vecino apaga su polentoso equipo de música.

Ibrahim tiene 38 años: empezó su carrera a los 12 en Pinar del Río, pasando las pruebas de aptitud para entrar en la escuela de oficios dedicada al arte en sus múltiples manifestaciones. Aquella época, los 1980s, fue de bonanza para el arte cubano: hubo plata, tiempo y ganas para formarse desde adentro. El sistema apuntaba a crear lo mejor. Vino dinero del Este de Europa, un férreo compromiso por parte de las autoridades y la frescura de una generación dedicada a un nuevo proyecto nacional.

Tanto Ibrahim como Abel Barroso fueron beneficiarios del programa que ofrecía doce años de continua formación. A los quince años Ibrahim se trasladó a la Habana para empezar la carrera de grabado de cuatro años en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, luego los cinco de pos-grado en el Instituto Superior de Arte. Lo compara con la preparación para el sacerdocio.

Su especialización en grabado no lo limitó: experimentó en otras disciplinas. Pero su carrera empezó en Europa como grabador. En una muestra en Alemania en 1990, Peter Ludwig le compró una pared entera, toda una serie de ocho obras. “Casi los regalé”, comenta Ibrahim, “pero aún era estudiante y no sabía nada del mercado…”. Luego MoMA le adquirió otros tres grabados, asegurando al joven un ego saludable y un respaldo para su inserción en el mundo del mercado.

Los paredes de su taller están tapizados con obra – van desde grandes cuadros a alargados tintas y feroces obras gráficas. Todo se refiere a la identidad, la insularidad y el vaivén que un artista cubano exitoso desarrollo en su relación con el mundo más allá del mar que rodea y contiene Cuba. Ibrahim tiene un currículo que registra exposiciones en todo el mundo: mucho más variado y nutrido que el de un argentino o chileno de su generación. El aislamiento genera la conexión.

Los cuadros actuales se basan en fragmentos de mapas de ciudades escogidas al azar. Ibrahim recorta sectores de barrios en formas de animales, peces o pájaros, entre míticos e imaginados. Los pinta de negro, dejando el resto del mapa flotar sobre fondos neutros y tenues con diseños de rayos o signos. Los fondos son matizados con planos de rojos vibrantes o más bien de azules o grises menos estridentes.

El trazado del animal – fuertemente gráfico en su formato – se impone sobre la superficie, su cuerpo encerrado dentro de la trama de las calles que Ibrahim escoge para encuadrar sus límites. Aquí el artista habla de su propia conexión con las urbes del mundo y como cada uno de ellas despierta la imagen de una criatura del bestiario personal del autor. La vocación de grabador domina la primera mirada. Resalta el trazo grueso del contorno de la bestia retratada; luego el ojo empieza a entrar en las sutilezas del fondo, y los contornos del mapa que siempre son más grandes que el fragmento en negro que representa el animal.

Otra serie emerge de la trama de viejos mapas escolares de Cuba, impresos en los 1970s. La configuración de la isla sufre varios grados de distorsión o abstracción; hasta con el tiempo casi desaparece entre las manchas de explosivos colores tropicales. Estas obras pueden medir tres o cuatro metros de largo por unos 40 centímetros de ancho. Se montan en grupos, sin marcos, de distintos formatos, armando impactantes conjuntos donde la fuerza emerge más de la instalación que de cada obra por si sola. Une técnicas de grabado con tintas y collage en líricas reflexiones pictóricas sobre la condición de la isla.

Insertarse en la escena de la Habana abre acceso a invitaciones a exposiciones colectivas en los Estados Unidos (según el grado de paranoia de las autoridades de los dos países), Europa (siempre receptivo a las expresiones plásticas de los jóvenes cubanos), y en un grado menos, América Latina y Asia, hasta la hermana África, finalmente incluido en el mundo del arte contemporáneo, gracias a la iniciativa de la Bienal de la Habana.

Durante dos años, 1998-2000, Ibrahim se dedicó a coser colchas, renovando una vieja tradición rural cubana para reciclar la ropa gastada. Con el apoyo de su hermana, hizo unos 50 ‘patchwork quilts’, sobreponiendo al mosaico de los pedacitos de tela unas imágenes lineales con sencillas cintas de tela negra. Primero hizo las colchas para documentar sus posibles usos funcionales: las regaló a amigos para registrar como las usarían: toallas, cortinas de ducha, manteles, cubrecamas, decoraciones, etc. Fotografió cada circunstancia.

Luego las reunió para colgarlas primero en una sala en la Habana y luego en Zurich. La serie va de obras totalmente espontáneas hasta otras más cerebrales y producidas. Todas llevan la estampa del origen de Ibrahim como grabador, la trama impuesta en el dibujo de la cinta que, como sus mapas con bestias, imponen una figura central que capta el ojo a primera vista.

Ibrahim, como casi todos sus colegas, busca plasmar su propio conflicto con el tema de la identidad, tanto la de él mismo como la de Cuba. Los artistas más vigentes son los que pueden lograr manifestar sus inquietudes sin caer en panfletismo o folklorismo. Cuando las complejas realidades y mitos de la política que rodean la sociedad se ven frontalmente ubicadas en una obra, pierde su universalidad. Lo que da vigencia a la producción de Ibrahim es la aplicación de la metáfora, la poesía y la sugestión a cuestiones que no se puede resolver en imágenes concretas o palabras directas. Cuba es un enigma que los artistas tratan de revelar con pequeñas pistas y señales minimalizadas.









Hoy Gramna publica la carta de renuncia del Comandante

“Con Fidel, Revolución” (cartel de ruta, 2008)

Hoy Granma publica la carta de renuncia del Comandante. Estamos en Cienfuegos. Anduvimos por las calles de la pequeña ciudad sin notar ninguna reacción a la novedad. Preguntamos a las personas que entran en el círculo del cual tenemos acceso. Nadie lo toma como tema de su interés: es como si habláramos de la demisión de un viejo rey en una isla de Oceanía.

Tampoco nadie especula sobre lo que vendrá. Algunos postulan a Raúl; otros alguien aún no es conocido por el pueblo, Carlos Lage Dávila, Ricardo Alarcón, hasta el joven Felipe Pérez Roque. Es evidente que el poder está ya institucionalizado a tal punto que nadie lo puede personalizar con el rostro de un nuevo líder. Fidel es único y hasta en la ausencia es el único capo al cual el pueblo venera. Che sigue el ídolo número uno y Fidel el insustituible líder máximo. Sobretodo, porque va a seguir como presidente del todopoderoso Partido Comunista. La ‘Revolución’ es lo que es, y por eso, se respeta sus principios y su historia, sin cuestionar su presente estado de salud.

Hace casi cincuenta años llegué a Cuba en pleno carnaval: el júbilo de la llegada de las bandas de tropas desde el interior, algunas pocas de la legendaria Sierra Maestra, otras tantas recogidas en el camino hacia la capital. Nunca vi tal celebración, tal grado de convicción y compromiso. No creo que ningún otro país cambió tan radicalmente en tan corto tiempo. Fidel aplicaba la mano libre que ganó con su exitosa campaña para liberar Cuba de Batista y pudo recrear una sociedad en la realidad de sus fantasías.

Hoy los mismos autos circulan por el Malecón: solo sus chóferes en aquel día fueron barbudos en verde oliva, pocos adeptos al manejo de un vehículo, y no los chicos pitucos de guayabera blanca que ostentaba la concentración de riqueza que poseían sus padres. Se había dado vuelta el tablero en unos pocos días. Los malos del momento volaron en masa a Miami para recrear la Habana bajo otro sol, dejando la mesa de sus casas abandonadas uesta para una cena que nunca ocurriría, los trajes blancos en el ropero para cuerpos más oscuros. El pasado en un instante tragó una clase entera: un estilo de vida buscó nuevos horizontes en los erráticamente receptivos Estados Unidos.

Hoy renuncia Fidel. Solo los que superan los setenta años pueden reconstruir sus recuerdos de aquel enero de 1959. Fidel, el comandante, a los 81 años, ha sido la única constante de toda la vida de la gran mayoría de cubanos. Sus invariables actitudes firmes y frontales le han ganado el afecto y confianza de su pueblo: si hay algo que nadie duda en toda Cuba es que Fidel es irreemplazable.

Almorzamos en el anecdótico Castillo del Valle, la locura arquitectónica de un inmigrante español que hizo su América en Cienfuegos. Después de una historia irregular, bajos los capos locales de Batista, y luego de la recuperación revolucionaria, el palacete volvió hace 17 años a una hueca réplica de su antigua gloria, como restaurant-bar para el turismo.

Desde el inicio de la reencarnación del lugar, la maestra de primaria y directora de coro, Carmencita Iznaga Guillén, sobrina del poeta favorito de Cuba, Nicolás Guillén, recibe a los comensales al lado de la entrada con su desafinado piano y su voz de veterana. Hoy Carmencita, a los 71 años, sigue con un encanto imbatible, su cara suave y sensual, vestida de un folklore que mezcla varios pasados en uno, con docenas de pulseras plateadas, otro tanto de collares, su pelo envuelto en un pañuelo blanco, su cuerpo en telas a la africana, sus uñas, manos y píes, pintadas con juveniles diseños, y su sonrisa animada y fresca.

Como ella tiene mi misma edad y un registro similar de recuerdos corridos, le pregunto si no siente alguna emoción fuerte hoy, en relación a lo que sin duda se había sentido en enero 1959. Sus ojos llenan de lágrimas y admite que siente una pérdida tremenda. Su vida cobró un nuevo sentido con la llegada de Fidel.

También mis ojos se empañan de agua. Mi pérdida fue la de una inocencia: la de las esperanzas en el progreso, la inercia de los sistemas. Yo me había identificado con lo que parecían ser los propósitos de Fidel. Al ver su vuelco hacia el comunismo, perdí fe, no solo en él, sino en creer en todas las ideologías. Lloré por esta pérdida. Pero esta decepción no me quitó lo que sentía por Cuba, por la capacidad de la isla de celebrar la vida y aguantar una dieta diaria de penuria material. Los dos, Carmen y yo, hicimos nuestras condolencias, cada uno con códigos genéticos personales, cada uno, concientes de un cambio dentro de un cambio, cuyo aporte reflejaba mundos distintos e intransferibles.

Cienfuegos nos brindó la oportunidad de comprobar la eficacia del sistema de salud pública: por lo menos, aquella dedicada al bienestar del turista. Bernardita sufrió un ataque de asma bronquial. Todo el mundo conocía los síntomas y sabían el nombre del medicamento importado para curarla: Salbutamol. El cubano medio no tiene acceso directo a este remedio: compraba un substituto local en las farmacias públicas, si lo tenían en stock, y si no, en el mercado negro. Nos mandaron al gran hotel de turismo donde había una pequeña farmacia para los extranjeros. Tuvimos suerte: una remesa del remedio llegó en la mañana. Costó 15 pesos convertibles – el sueldo de un mes.

En la noche Bernardita tuvo un ataque más fuerte y decidimos al alba ir a la clínica internacional. Se ubicaba en una casa clase media de veraneo de los 1950s sobre la playa. Llegamos a las siete de la mañana y no había ningún otro paciente. Un enfermero nos recibió y, en seguida, nos instaló en el consultorio donde un joven médico revisó a Bernardita y le recetó unos quince minutos de una dosis concentrada de Salbutamol por aerosol y cinco días de Amoxicilina (500 mg.). Nos dijo que podíamos seguir con nuestro viaje sin ningún peligro. Ágil, eficiente y profesional fue nuestra evaluación de la experiencia: el costo de la breve estadía en la manos de la Corporación de Turismo y Comercio Internacional, - Hospitales y Clínicas Internacionales de la Empresa Cubanacan Turismo y Salud, S. A. fue de 61.35 pesos convertibles que pagué con mi tarjeta Visa del Banco Corpbanca (No se aceptan tarjetas de bancos norteamericanos en Cuba…).

No encontramos un taxi para volver a la casa y subimos a un precario ‘rickshaw’ tirado por un fuerte hombre rapado con una amplia sonrisa. Es ilegal llevar turistas, pero… En mitad de camino, dos policías controlaban el tráfico, que era casi inexistente a aquella hora. Nuestro chofer viró para esquivar el control. Uno de los patrulleros subió a su moto y nos alcanzó. Hablaron a una distancia discreta de nosotros durante diez minutos. Volvió el chofer con la multa que recibió: había logrado convencer al policía de cobrarle la mitad del valor de la contravención…

Llegamos a la casa con la curiosidad de cómo Osvaldo Bosch Delgado, el dueño, había recibido las noticias de Fidel. No toca el tema de la renuncia. Nos muestra su última adquisición – aporte de un cliente canadiense – un aparato que capta música desde un satélite. Me pregunta si me gusta la música; reconociendo su propósito, le digo que no, y huyo al cuarto. La vieja casa se llena de canciones de los 1950s y los 1960s: todo parece un réquiem para la carrera de Fidel. Bañados en nostalgia, sentimos tristeza sin tregua por Cuba.

Al irnos de la casa, Bernardita se despide de la madre ciega de Osvaldo. La anciana está colocada cada mañana en una silla hamaca por la mucama, donde se queda todo el día sin moverse ni hablar, totalmente pasiva frente el constante movimiento de la casa. Al recibir el beso de Bernardita en su mejilla, empieza a hablar animadamente, y nos invita a volver pronto. Solo le faltaba un mínimo de afecto para incorporarse a la vida…

La isla se escapa de explicación. El raciocinio, la información, el análisis no ayudan. El pueblo es autómata. Con Fidel o sin Fidel, la inercia negativa sigue, arrastrando la isla hacia la incertidumbre de un futuro que murió ya en el pasado. Son demasiados los indicios, demasiado los comentarios: Cuba es una sala de espera entre un pasado pesado y un futuro que se construye en honor a aquel pasado. Sólo el béisbol reune todos los componentes en una realidad comprensible.


Los Capote

“¡Para Tener Hay que Producir Más! – Raúl Castro Ruz” (cartel de ruta)

Los Capote son un par de hermanos de Pinar del Río, unos pocos años menores que Abel Barroso e Ibrahim Mendoza. Siguieron el mismo camino: los doce años de estudios en las escuelas oficiales. Salieron con ideas claras sobre la obra que querían producir. Cada uno hace lo suyo; cada uno tiene una identidad personal. Son unidos en un fuerte lazo fraternal, y sus carreras andan por carriles paralelos por el largo y ancho del mundo.

Iván, el mayor por tres años, ha desarrollado un universo de ideas trasladado a diversos materiales en formas esenciales. Lo que más me hace acordar sus piezas son las de Waltercio Caldas, el artista brasileño tan genial. Iván reduce una idea a un objeto de singular poesía con una ejecución impecable. Restringa el barullo del mundo que le rodea a un silencio escalofriante donde la idea grita su propósito a través de unas vueltas de metal o palabras recortadas en algún material más resistente.

Su hermana menor, Yoan, siguiendo la comparación con el Brasil, tiene mucho de la refinada crítica existencial de Cildo Meirelles – Yoan también ha adaptado la moneda a su arsenal de materiales. Como en el caso de Cildo, el trabajo está más conectado con la tierra, con más raíces racionales. ¡Qué suerte encontrar dos artistas, hermanos encima, que te hace recordar de dos de los grandes de Latinoamérica!

El futuro taller de los hermanos Capote está al costado de una vuelta de la Calle 23 en Vedado. Fue el garaje de una casa medio-modernista de pocos méritos arquitectónicos, pero de gran potencial para un par de jóvenes artistas cuya obra no tiene dimensiones predecibles, y probablemente requiere estructuras pesadas, de metales o piedra. El patio delantero está lleno de materiales: reciclables y nuevos que esperan su turno en algún emprendimiento de los hermanos.

Cuando llegamos no hay nadie; cruzamos la avenida y llamamos del teléfono en una florería (estamos a pasos de un cementerio). Yoan, el menor de los dos, aparece en unos minutos y nos abre el gran portón metálico, y luego otro que da a un cubo que mide siete metros por doce por siete. No hace falta nada de imaginación para darse cuenta de que el lugar va a parecer como algo en Chelsea en poco tiempo.

Los hermanos demuestran una avezada capacidad de maniobrar el espacio en su obra, y este don se está trasladando al estudio. Tienen visualizado al centímetro los alcances de su proyecto, que incluye excavar un sótano de proporciones similares. A muy pocos artistas de la región se les ocurriera complicarse la vida con un proyecto que en Cuba toma dimensiones demenciales.

Ahora la obra que más se destaca entre los escombros y los materiales es el casco de un aerodinámico auto amarillo sol radiante de los años cincuenta que fue y será un sueño hecho realidad de Yoan. Fue víctima de un choque y descansa en relativa paz en espera de que la reparación se pone prioridad entre la larga lista de proyectos que ocupan los hermanos.

Ya hay un entrepiso armado en hormigón sobre el portón de entrada y otro al fondo sobre la cocina, que hoy sirve de sala de recepción y oficina. Nos instalamos allí para ver la obra por pantalla de computador. Cada artista cubano que conocimos almacena imágenes de su obra en prolijos archivos y es capaz de mostrarlas, cuidadosamente editadas y sin ninguna equivocación. Lo que suele ser una tortura en la mayoría de los casos en otros lados, en Cuba, es un placer.

Llega Iván. Es tres años mayor y algo más corpulento que Yoan, pero no hay duda que son hermanos. Hablamos de realidades comparativas que nos acercan y nos separan. Se puede hablar de muchos temas sin caer en los resbalosos terrenos de la política explicita. En resumen, ya la vida diaria se ha alejado mucho de las rígidas estructuras de antes. Lo que queda como constante, aún no resuelto, es la identidad – preocupación común en todo el hemisferio, no solo en Cuba.

Si los argentinos y los chilenos sufren de permanentes crisis de falta de identidad, ¡imagínense lo que suceda con los cubanos! No solo comparten los problemas de la región, sino encima son isleños rodeados de un agridulce mar, errático escenario de tragedias y triunfos. La búsqueda de identidad, cuando plasmado en la obra de un artista, suele caer por el peso del panfletismo del autor, del folklórico de la imaginería. Los artistas que conocimos en Cuba universalizan sus inquietudes de tal manera que plantean situaciones que son comunes a los incógnitos que desvelan a un europeo o un asiático de similar formación.

Los hermanos Capote encuentran sus pares entre otros artistas como Joseph Kosuth o Sol Lewitt, los maestros de la simplificación de los signos a un denominador común que apela a públicos en todos lados del globo. La palabra en su predicible desfile de letras o signos caligráficos que contienen tanta belleza, armonía o sentido como un precioso paisaje; son capaces de evocar un goce visual similar en una mente preparada para recibirlo.

En el caso de una obra de Iván, lo que parece un sencillo anillo de metal, al acercarse es un destornillador circular en una permanente penetración de la ranura de un tornillo – como la imagen de la culebra que come su cola, el sinfín vaciado de un comienzo y un cierre. Los hermanos hacen obra que requiere una mirada silenciosa: hay que callar el chillido ambiental para sentir el sutil comunicado que se esconde detrás de lo obvio en cada obra. Son las segundas lecturas que enriquecen la experiencia.

Cuesta creer que desde el desorden endémico de las estructuras materiales de la isla, de las espontáneas vibraciones de una sociedad devota al rítmico movimiento del cuerpo, amantes de lo barroco y los colores hinchas, los hermanos Capote pueden reducir el ‘shock environmental’ a un mínimo, y crear una obra nacida del silencio y la profundidad. El origen parece ser más de torres de marfil y pulcros laboratorios que de talleres donde la piel suda, el ruido desconcentra y la música perturba. Cuba es capaz de producir tales dicotomías: siempre su realidad se escapa de los casilleros preconcebidos.

Los hermanos muestran inmaculadas tomas de sus obras en la PC y otra vez es una celebración de la globalización. Las prístinas paredes de las galerías e instituciones más sólidas de todo el planeta sirven de fondo para sus creaciones. Las ideas y las obras tienen sus raíces en Cuba, pero logran su impacto en el exterior, donde encuentran lectores practicados en deshilvanar los misterios de las ideas transformadas en poesía visual.

Estos dos jóvenes, relajados, alegres, comprometidos, disciplinados, inculcan su obra con la vitalidad que es propia de la esencia de cada cubano. Una alta dosis de originalidad cerebral no anula al carisma animal, la conexión directa de las fuentes de la tierra y sus ritmos y procesos. Los hermanos Capote sorprenden, especialmente cuando la pureza de su obra irrumpe del caótico contexto de su entorno.


Viaje al interior: Trinidad

“Hasta Aquí Llegaron los Mercenarios” (cartel en ruta, 2008)

Viajar en bus al interior de Cuba ofrece otra visión. Los turistas tienen una única empresa con la cual pueden moverse: Viazul. Las tarifas son similares a las de Chile – el servicio no. En nuestra salida de la Habana hacia Cienfuegos, cinco horas de viaje, pasaron una película sobre la vida de Benny More, ‘El Bárbaro del Ritmo’ y rey de la rumba. Su muerte coincidía con el día en que Granma publicó la nota de Castro sobre su demisión.

Nadie se inmutó en relación a la decisión del máximo líder, pero había desfiles de toda la región de Cienfuegos al pequeño pueblo de Benny para conmemorar su fecha. En el bus, después de pasar la película de comienzo a fin, la mostraron de fin al comienzo. Los chóferes no parecían darse cuenta del detalle.

Los buses de Viazul están equipados de poderosos equipos de aire acondicionado, con las cuales los chóferes proceden a congelar a sus pasajeros. No hay manera de convencerlos de moderar el manto gélido que envuelve el bus. A la vuelta, varias damas empezaron a tiritar: imploraron a los dos chóferes, casi con lágrimas, de bajar el caudal del frío. Los chóferes no prestaron atención, demasiados interesados en la joven mujer que habían levantado en la última parada. Llegamos con frío, los dos chóferes tosiendo, y la mina estornudando. Pero no había forma de razonar con la autoridad. Cada chofer lleva una charretera con seis rayas doradas: son comandantes en jefe de su pequeña isla rodante.

Decidimos pasar dos días en Trinidad: el casco viejo conserva un sabor colonial en términos de su arquitectura, y un ritmo sin fecha en términos humanos. Es otro de los tantos escenarios en el cual uno se encuentra como protagonista en Cuba. El papel del turista en Trinidad es de galán o primera dama. Todos los nativos apuntan a involucrarte en alguna faceta de su drama personal, cada una emerge con alguna carencia. Los niños reclaman caramelos, lapiceras, monedas; las grandes, lápiz labial o plata. Muchos ofrecen llevarte a una casa donde sirven la mejor langosta o camarón, o a un lugar para escuchar algún ex-integrante de la banda Bella Vista Social Club.

Bajando del bus en el precario terminal de Trinidad, salimos en busca de hospedaje. Una docena de damas con fotos de sus casas acosaban a los turistas que se acercaban. Tomamos el único taxi para evitar la avalancha de ofertas. El taxista, perplejo, nos dijo que el pueblo era tan pequeño que no tenía sentido tomar un taxi. Lo convencimos que si, y nos llevó unas cinco cuadras a la plaza principal.

Nos dejó en frente de una casa donde una antipática señora negociaba sus dos cuartos. Al otro lado de la calle vi una casona espectacular. Tenía una frente de media cuadra y se desplegaba hacia dentro patio tras patio. Una chapa de mármol al lado de inmenso portón anunciaba que el Historiador de Trinidad residía adentro. Golpeamos la puerta.

La dama que nos abrió el portón nos contó que su familia había vivido allí por generaciones. Hoy, para poder acceder a ingresos en divisas, alquilaba dos cuartos a turistas. Las dos habitaciones accedían al gran living, un espacio enorme abierto al lado del interior a un patio lleno de plantas, algunas con flores tropicales. El primer patio fue seguido por otro y tal vez otro más, más rústico, con gallinas y algunas hortalizas.

La mujer tenía parientes chilenos, los Gallardo, y muchos antepasados artistas. Una selección de obras hechas por varias generaciones de ellos colgaban sobre las paredes, todas carcomidas por la humedad, ninguno en un estado rescatable, a pesar de que una parienta era la restauradora del museo de la ciudad.

Visitamos tres casonas de distintas alas de esta ilustre familia, los Zerquera, cuyo patriarca había sido uno de los reyes del tabaco de Trinidad hace un siglo. Dos de ellos se mantenían con una cierta dignidad, la tercera, el hogar del mismo patriarca, donde un descendiente directo rige, es un monumento al abandono. Los muebles originales sufren de tal grado de deterioro que sería imposible recuperarlos. A dos imponentes cómodas les falta una de las patas; han sido reemplazadas con pilas de ladrillos. Hay cuadros y obras sobre papel de distinguidos artistas nacionales. En buen estado, valen miles de dólares. Todos se han arrugado frente a la humedad, sus bordes comidos, y la misma pintura saltada.

El pasado, que comenzó hace cincuenta años, se ha vuelto polvo – el presente parece un paréntesis que no tiene futuro: está suspendido hasta nuevo aviso.


Mañana es el día de las elecciones

“Seguimos en Combate” (cartel en ruta, 2008)

Mañana es el día de las elecciones de las nuevas autoridades de Cuba. Por la calle no hay ninguna expectativa. Nadie menciona el tema. ¡Ningún interés!
Fidel pasó su columna de ‘Reflexiones’ a las páginas interiores de Gramna, Trabajadores y Juventud Rebelde. Ya, como es un ciudadano más, dice no sentir que sus comentarios merecen la primera plana de los únicos diarios de la isla. The New York Times citó un especialista que dijo: “Fidel se muda de comandante en jefe a comentarista en jefe”.

Lo que sí hizo noticias fue la misa en la plaza del Catedral, conducida por el Cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado del Vaticano. Fue presentado en vivo por la televisión local. El Cardenal es sumamente simpático y maquiavélicamente vivo. Resumió, casi una por una, las buenas obras de la Iglesia durante los últimos dos milenios y luego agregó los aportes de los católicos a la educación y salud a los marginales en Cuba. Felicitó los sacerdotes que habían organizado programas para socorrer los cubanos carentes.

Hubo grandes aplausos del público – menos de parte de los señores de trajes negros en la primera fila – los representativos del Partido y la administración actual. Las declaraciones del Cardenal puso en perspectiva la situación cubana, especialmente siendo el primer acto público en el país después del escrito de Castro sobre su futuro papel.

Un taxista nos dijo que no se decidirá nada mañana y todo se postergará para más adelante. Nadie menciona nombres. Como dijo un artista: “Todos vivimos en burbujas – cada uno en la suya…”


Llilian Llanes

“Revolución Es Unidad” (cartel de ruta, 2008)

Llilian (el Ll pronunciado como un argentino lo diría en la palabra ‘llave’) Llanes vive en Miramar, pasando Vedado, al oeste del centro de la Habana, en una casa de los 1940, de vidrio, mampostería y pisos de baldosa. Entramos por un ancho portón que conduce a un garaje doble – recuerdo de otros tiempos. Caminamos hasta llegar a la puerta principal, hecha de cuadriculas de vidrio: cada uno de sus tres paneles lleva cintas protectoras cruzadas, como si la amenaza de huracanes – o ciclones como se llama el fenómeno aquí en la Habana – fuera inminentes todos los días. Un año Llilian las quitó y no las puso de vuelta a tiempo. El viento rompió todo. Ahora las deja y las refuerza de vez en cuando, al ver que se está secando el pegamento.

Llilian vive sola desde que su marido Regino Boti falleció hace varios años. Le ha costado ajustarse a la ausencia del gran amor de toda su vida – un hombre muy especial que supo convivir con el dinamismo y energía de una mujer con gran capacidad de gestión. Regino hijo es economista en un banco en Londres; su hija vive en París. Llilian viaja seguido, pero en las largas estadías, la una-vez emblemática mujer pública ya se recluye en su casa, avanzando múltiples proyectos de investigación sobre la historia del arte de su país. Después de dedicarse a crear la historia reciente del arte contemporáneo de Cuba, ya está fascinada encontrando sus antecedentes en documentos nunca contextualizados en términos de la actualidad.

Llilian ha sido una de las figuras más destacadas en la difusión del arte latinoamericano. Abandonó una placentera y segura carrera como historiadora para responder al reto de un conocido en los estratos oficiales: la Revolución quería internacionalizar su imagen cultural. La idea original fue una Bienal de Arte Latinoamericano. Llilian investigó el tema con la misma dedicación que aplica a todos sus estudios, y se dio cuenta que lo que hacía falta era una Bienal del Tercer Mundo. Era hora de incluir los demás continentes en el canasto de la contemporaneidad. Le costó imponer este audaz criterio: el arte actual de África, por ejemplo, era una incógnita, tanto como el de otros países periféricos.

Cuando la idea empezó a cuajar y tener acogida entre los artistas y sus burocracias oficiales alrededor del globo, tenía que imponer condiciones que aseguraran el nivel de calidad y vigencia de los envíos. No siempre coincidía la visión oficial de un país con el criterio de un curador con una mirada más universal. Poco a poco fue venciendo la oposición y las críticas tanto en casa como afuera. Consiguió una cantidad de salas del circuito oficial para hospedar la obra de los invitados internacionales; hasta convenció a un militar de alto rango a prestarle las celdas de La Cabaña, una antigua fortaleza donde se instalaron los capos de la Revolución cuando llegaron a la Habana en 1959.

Ningún civil había tenido acceso al lugar desde aquel entonces, hasta que Llilian logró montar una parte de la Bienal allí. El militar observó el proceso de instalación con consternación, pero al ver los resultados se puso contento. El evento atraía públicos de todos los estratos sociales y de todo el mundo. Fue una ventana abierta a la libertad de expresión que produjo asombro en muchos sectores. Como Llilian se cuidó de no ofender ni complacer, su selección solo promovió el arte como idioma para las comunicaciones globales al nivel de individuos, no estados ni ideologías.

Las primeras bienales fueron rotundos éxitos: llegaron los coleccionistas, galeristas, directores de museos, curadores y artistas más relevantes del mundo. La Habana se puso como el centro más audaz, más avanzado de todo el circuito de bienales, acercando la posición indiscutible de Documenta de Kassel. Llilian, una mujer dotada de una energía inusitada, trabajaba sin tregua en su proyecto.

Cada nueva bienal produjo más desafíos: los artistas más vigentes enviaron muestras magistrales. La Habana se convirtió en una cita obligatoria. El momento coincidía con una abertura al turismo internacional: ya había hoteles cómodos, restaurantes aceptables. La restauración de la Habana Vieja bajo la dirección de Eusebio Leal aseguraba que los visitantes tenían un menú de actividades de gran atractivo cultural.

El clamor alcanzó tal nivel que los rusos y los chinos decidieron bajar un peldaño e intentar a involucrarse en el tercer mundo artístico. Llilian tomó el cambio de actitud con un cierto dejo de humor y trató de llegar a un acuerdo con los ambiciosos chinos. Para evitar un envió puramente partidario, mandó una curadora a China para seleccionar las obras. Solo tuvo acceso a la producción oficialista de escaso valor artístico. Volvió desanimada. Llilian encontró una vuelta para salvarse de una debacle diplomática: pidió a la Embajada que China mandara sus dos mejores creadores de volantines.

Los dos chinos trabajaron con un grupo de artistas cubanos para elaborar una serie de volantines enormes. Cuando fueron presentados, el público se quedó fascinado y la intervención china resultó un éxito total. A parte de los chinos, en una ocasión Llilian tuvo que lidiar directamente con Fidel Castro. Tenía un cierto rapport, ya que su marido había sido su primer ministro de economía. Las autoridades querían otorgar premios, como se hace en las Olimpiadas y en otras bienales. Llilian lo convenció que no hay parámetros fijables en el arte y por ende es imposible determinar un ‘ganador’ entre un grupo de artistas. El máximo líder aceptó la lógica de su criterio, y el mecanismo se modificó. Llilian ya tenía carta blanca para seguir imponiendo sus ideas, ganando múltiples batallas burocráticas.

Pero con el paso del tiempo, sentía que era hora de cerrar el ciclo de su manejo de las bienales, y renunció al cargo. Dijo a su staff, cuyo plan era continuar con el modelo que ella inventó, que sus seguidores debían reinventar la Bienal, reflejando los cambios en el arte y el mundo que habían ocurrido en la década recién pasada. Esa actualización, al no tomar en cuenta las constantes mutaciones, no sucedió, y la Bienal de la Habana perdió su fuerza y protagonismo.

Llilian, después de la experiencia de la Bienal y otra actividad colateral igualmente innovadora – la invención del Centro Wifredo Lam, un espacio para montar muestras de are contemporáneo de vigencia y vigor internacional, optó por un cambio total de ritmo. Hoy observa el andar del mundo de arte contemporáneo de lejos, no tan convencida que el rubro está gozando de buena salud. El fervor de los años ochenta decayó en una racionalidad mercantilista que predomina en la toma de decisiones a todo nivel.

Hoy ella volvió atrás, hacia los fundamentos históricos del papel de los intelectuales cubanos en apoyar y avanzar en los movimientos de vanguardia desde el fin del siglo 19. Está fascinada encontrando documentación que acredita un papel valioso a las figuras que circulaban por Europa en aquel entonces. Los rastros de su investigación cubren todas las mesas y escritorios de la amplia casa donde ella ha vivido los últimos cuarenta años. Comparten el espacio con los recuerdos de su marido, que van desde su participación en el inicio de la CEPAL con Raúl Prebisch, hasta tiempos recientes. También se rodea de obras de amigos, recuerdos de años y años de amistades entrañables.

Hablamos de los artistas que estamos conociendo en la Habana y nos confirma que son los más sólidos, la última camada de aquella formación de hierro, que solo fue posible por un breve período cuando se combinó la ayuda financiera del Este de Europa con la intensa vocación de unos jóvenes que pasaron doce años de educación en un proyecto que privilegiara el desarrollo del talento y no la búsqueda de inserción en el mercado.

Visto por los ojos de Llilian, el arte contemporáneo está transitando un camino de transformación, donde los dueños de la pelota hoy son los comerciantes de la cultura – que pueden ser tanto los marchands, como los directores de museos, los teóricos y curadores, hasta los mismos artistas. Visto así es más coherente volver sobre las bases para demostrar que el arte mismo siempre logra romper los esquemas de los que intentan amaestrar sus creadores.


Hoy es el día de las elecciones

“Unidos Vencedores al Imperialismo” (cartel de ruta, 2008)

¡Hoy es el día de las elecciones! No hay anuncios, carteles, comentarios en la radio o televisión. La gente no expresa nada en público – todavía hay pudor o temor. Una observación escuchada todavía puede traer problemas. Un amigo comenta una anécdota graciosa: afuera del mercado un anciano vende bolsas de plástico para llevar la mercadería. Parece que las cajeras de la tienda lo abastecen con las bolsas y van miti-miti con la ganancia. En todo caso, no hay bolsas en las cajas.

Las bolsas se llaman en la jerga local, las ‘habas’ (adaptado del término inglés hand bag). “Tengo stress, compañero,” comenta el viejo. “¿Porqué?, amigo,” pregunta. “¿Qué va a pasar con la bolsa, compañero?” El amigo en seguida relaciona las elecciones y su efecto con la Bolsa de Valores, una analogía absurda en Cuba hoy, pero la memoria muere lento. “El precio de mis habas, hombre, tengo todo invertido en ellas – tengo un stock grande.” La inquietud de cada uno refleja el grado de la dependencia de un sistema que nadie entiende ni confía. Otra persona cuenta: “Dejé algo en pesos convertibles, pero cuando me entra una platita, lo cambio a Euros. Uno nunca sabe cuando el gobierno va a cambiar las reglas de juego. El peso convertible no tiene respaldo – es un capricho de Estado.”

Aunque todos parecen tranquilos, todos saben que habrá cambio. El consenso de los mozos, chóferes de taxi y compañeros del camino de los últimos dos días es: Raúl sigue como jefe de las fuerzas armadas, y un civil, como jefe del estado, alguien con experiencia – hay tres o cuatro nombres, liderado por Ricardo Alarcón de Quesada. También hay quienes que apuestan a una postergación – una elección en una fecha futura. ¡Sabremos el veredicto del parlamento cubano a las 18:30 cuando pasan el acto electoral por televisión!

Las calles de la Habana Vieja suelen ofrecer sorpresas gratas. Pasamos por la puerta de lo que parecía una iglesia – entramos para chusmear. La inmensa sala – reliquia de iglesia del siglo 17 – estaba armada para un recital. Había siete personas sentadas encima de una tarima, cuatro hombres y tres mujeres, preparándose para cantar. La tarima estaba suspendida en el aire, sobre un sótano abierto e iluminado, que contenía la piedra fundacional de la Habana. Aparte de haber sido iglesia, el edificio fue sede de la Casa de la Moneda y posteriormente un banco.

De repente las siete voces llenaron el voluminoso espacio con un sonido celestial. Cantaban en alemán, sin instrumentos, y con el idioma corporal cubano. Nos quedamos sentados en los cómodos sillones, los únicos oyentes, agradeciendo a Díos el regalo de Su música tan divinamente cantada. Costó irnos y al salir averiguamos que habíamos escuchado al ‘Ensemble Vocal Nexus’, ganadores del ‘Gran Premio para Coros’ en el Concurso Internacional de Montreal el año pasado. Se preparaban para cantar en marzo en aquella Sala Oratorio de San Felipe Neri, un espacio con una acústica fuera de serie.

Cuba sigue siendo una seguidilla de escenarios que se sobreponen, se extienden en secuencia o aparecen por si solo por un instante y desaparecen. Hay una intrigante magia al proceso. Uno sabe que está en un mundo de ilusión, fantasía, de estos sueños que desvanecen al despertarse repentinamente.

Aquí en la Habana Vieja, Eusebio Leal es el gran titiritero, moviendo todos los hilos: montañas de escombros, ladrillos, piedras, vidas, sueños, aspiraciones y hasta apariciones. Recrea y congela momentos históricos en las fachadas que rodean las plazas. La fachada es la metáfora perfecta por todo lo que sucede aquí: esconde que pasa de un lado a la vista de alguien que mira del otro. En realidad, no importa que pasa: la fachada es la única pantalla de acceso al curioso, permitiéndole armar su propia versión de lo que sucedió, sucede y sucederá.


Sandra Ramos

“Nuestros Atletas Son y Siempre Serán el Ejemplo” (cartel de ruta, 2008)

Sandra Ramos es la hada madrina de los artistas que se han quedado trabajando y viviendo en Cuba. Beneficiaria del mejor momento en la educación artística (a nivel práctico) y formación profesional (a nivel intelectual) del proceso revolucionario, Sandra hoy goza de una carrera que cubre mercados desde islas grandes como Japón e Inglaterra a las inmensas masas continentales como los Estados Unidos, México y Canadá.

El éxito crítico y comercial en centros tan diversos se debe a tres factores: una impecable factura que tiene su razón de ser en doce años de estudios y prácticas en todas las técnicas, y luego un continúo proceso de adiestramiento de estas técnicas a los fines para los cuales ella apunta; una imaginaria que mezcla una poética personal con el espectro de lo universal, nutrida por los temas que Cuba ha sido tan generosa en proveer a sus artistas – aquel anecdotario de vaivenes políticos, sociales y económicos que se multiplican con el paso de los años; y finalmente un fino manejo de los espejismos que se entreveran con la realidad diaria, sin violar las fantasías utópicas de la irrealizable y hasta irreal meta del proyecto cubano.

Sandra es Alicia en un ‘Wonderland’ que ningún autor sería capaz de inventar. Gabriel García Márquez seguramente se acercó a Cuba porque Macondo le quedaba chico y la isla superaba los límites de la más lubricada imaginación. Sandra en realidad es una sencilla cronista de lo que ve a su alrededor – no hace falta agregar una pizca de ficción a lo que sucede en su entorno isleño.

Si Cuba tiene su mago de Oz todopoderoso, Sandra es la Dorothy del cuento: dejando que los vientos la llevan por donde soplen. Si los Capotes tienen almas gemelos en Caldas y Meirelles y Barroso tiene un hermano en el argentino Luis Fernando Benedit, el de Sandra es Liliana Porter, artista argentina radicada en Nueva York, que busca inspiración y resolución en mundos literarios que llevan la imaginación a otras dimensiones. Pero Porter utiliza material al alcance de todos los del primer mundo; Sandra vive en un cuento de hadas que, como la telenovela, crece día a día según los ánimos de los actores.

Sandra busca inspiración para armar sus obras en el recetario popular: los personajes de la tan particular historia de la isla – de José Martí a Che Guevara, de Liborio a El Bobo, George Washington y el propio alter ego de ella misma, una niña que impávidamente observa todo – un imperturbable testigo del drama que azota a la isla como las tormentas tropicales que amenazan, por ejemplo, la casa de Llilian Llanes. Sus prototipos son seleccionados con una intuición instintiva: no hay Barbies ni Minnie Mouse, no aparecen Britney Spears ni Madonna.

Visualiza la precariedad de la ‘situación’ del pueblo cubano, que físicamente tiembla como un castillo de naipes frente a las fuerzas de la naturaleza, y los sobrenaturales también, como aquellos sacudones del Bloqueo que frustran un sostenible crecimiento de la economía. Comenta en imágenes las guerras ideológicas que se han ido banalizando desde la muerte de las dialécticas y demás matices de los erráticos lineamientos del Este hasta las actuales divisiones entre los adictos de las grandes marcas, Nike versus Adidas, por ejemplo. Hoy la pelea es por ‘market share’ y el ganador es el que más logra imponer su imagen en las remeras que cubren los pechos del ciudadano global. Hoy cada cubano también es en parte lo que declara el texto de su camiseta.

Sandra sabe lo que es ser isleña –lo vive desde adentro y lo sufre desde afuera. Ser isleña es vivir “la maldita circunstancia del agua por todas partes” (título de una obra suya de la Serie Exilios, 1993). Es topar con un horizonte acuoso cada vez que se levanta la vista. Es saber que más allá del agua hay tierra – tierra que promete más, tierra donde hay solo tierra en todas partes.

Sus series van de ‘naufragios’ a ‘exilios’, ‘puentes’ a ‘objetos migratorios’, con obras individuales tituladas ‘escape’ o ‘pesadilla’, hasta ‘espejismos’ o ‘el camino de la incertidumbre’ y ‘la frontera’. En síntesis: ‘la balsa’ conduce a ‘cuando todos se han ido…’ Dos de sus instalaciones se llaman ‘maquinaría para ahogar las penas’ y ‘porque se parecen tanto la lluvia y el llanto’. Si el título nos coloca en el contexto, es la imagen que retuerce las emociones. Nadie sale ileso de una muestra de Sandra: sea isleño o no. Porque la metáfora de una isla cala honda: ‘No man is an island’ (Nadie es una isla…), escribió John Donne en 1624, pero las circunstancias nos hacen sentir una alienación, una soledad en muchas instancias que es el sentir permanente del isleño.

Sandra incorpora espejos en ciertas obras: Lewis Caroll incitó a sus jóvenes compañeras al peligroso juego de traspasar la conocida superficie del espejo para alcanzar un más allá donde las reflexiones no fueron necesariamente fieles a sus originales. Sandra se acerca a una verdad surreal de las circunstancias en su búsqueda. Tal vez este alejarse tanto de lo predecible y previsible es solo posible en Cuba, donde lo aparente es tan yin como yang, donde ni el blanco ni el negro se destiñen en grises, sino pueden disolverse en cualquiera de los colores primarios a la vez: la óptica del trópico, el sello de una isla a la deriva. Son estos las materias primas de una artista con pinta de niña que teje cuentos de hadas con el sabor que deja la sombra de una mulata que camina al paso de rumba, sobre una tela que el sol suele desteñir en parejos pasteles en la Habana cualquier tarde de verano.

Todo es posible en la isla donde tan poco parece suceder. Sandra está al acecho, almacenando memorias y archivando visiones. Entretanto, es madre de una niña, esposa de un abogado, ama de una gran casa, bibliotecaria de su cuento, curadora de su carrera, amaestrando una vida como cualquier mujer en cualquier metro cuadrado de tierra firme en el planeta. Ser isleño tiene muchas facetas: una puede ser como el Principito cuidando su pedazo de estrella, u otra, como una mujer más. Lo maravilloso es cuando Sandra vuela, vuela con ‘habas’ llenas de polvo de estrella y pétalos del pequeño jardín del personaje de Antoine de St. Exupery. En fin, una isla flota en el mar como la estrella en el cielo.

Sandra es pasajero frecuente en estos vuelos y lo que cosecha en ellos enriquece su obra. Coloca su cosecha en tal luz que por un instante se convierte en espejismo, abriendo una grieta por donde la comunicación puede filtrar. Sandra nos acerca a la grieta, con su sonrisa de niña y su cuchillo de cirujano existencial.


Trinidad 2

“Tres Semanas de Bloqueo = La Cantidad de Materiales para Completar la Autopista (cartel de ruta, 2008)

Estamos en Trinidad: el centro histórico es una joya, atravesado por calles empedradas con residencias señoriales. Volvimos a la casa del Historiador de la Ciudad, título honorífico de gran prestigio, El historiador actual tiene 81 años y está sentado en su patio, siguiendo sus investigaciones con el apoyo de una ayudante: su mente clara, su cuerpo conectado a un frasco que drena su vejiga. La hija, pintora, de familia chilena, cuida la casona y sus grandes patios. La noticia de la ‘renuncia’ de Fidel no provoco reacción ninguna por aquí.

Ya, como dice Bernardita, la ‘revolución’ es solo una palabra que se refiere a la continuidad de un sistema político paralizado en el tiempo. No contiene esta carga de cambios radicales que tuvo hace cincuenta años. No inspira entusiasmo ni confianza: es el status quo de un aparato político sin vitalidad. Sufre un poco la parálisis de la Concertación en Chile. El espíritu de la gente que uno ve en Cuba es de aguante. Nada ha cambiado mucho en los últimos tiempos y no hay nada que indique que el futuro traerá muchas modificaciones. La juventud ya fue formada bajo el sistema doctrinario del partido único y acepta el dogma de Fidel. Una iluminación espontánea no va a ocurrir.

Viajando por ómnibus por los caminos y carreteras de Cuba provee la visión de un país en compás de espera. La poca basura que Cuba genera está a la vista; los jardines y patios de las casas al borde de las rutas carecen de cariño y atención. La gente lee y tiene acceso al sistema de salud pública, pero parece ciega a cualquier expresión de armonía visual a su alrededor.

Trinidad es un escenario beneficiado por la incorporación en las listas del Patrimonio Cultural de la UNESCO y protegido por las circunstancias, tanto como por la voluntad del hombre. Respira aún el sabor de lo que debiera haber sido la época colonial. Centenares de turistas circulan durante el día y se congregan de noche para asistir un espectáculo de música popular que dura hasta las dos de la madrugada. Luego vuelven a la Habana con fotos evocativas y los souvenirs comunes a la banalización de la globalidad, felices de ser recipientes de sonrisas y sonidos tan sentidos como las que se reparten por el interior de la isla.

El sol quema, la lluvia refresca y Trinidad sigue los ciclos, siglo tras siglo, renovándose para aprovechar las circunstancias de cada momento. Hoy es el turismo, los envíos de los parientes en Miami y el abrazo de su clima benigno.


José Ángel Toirac & Meira Marrero

“Estudio – Trabajo – Fusil” (cartel de ruta, 2008)

José Ángel Toirac, según sus colegas, es un ‘pesado’, el máximo cumplido otorgado en la isla por los pares. Nació en Guantánamo en 1966: ‘Guantanamo’ es otro de los paragones de la mitología cubana, un trozo del infierno incrustado en el territorio, donde el ‘Imperio’ hace lo suyo con quien quiera de donde sea. José se trasladó a la Habana de joven.

Hizo el ciclo de escuelas oficiales de arte a partir de los 14 años, empezando en la Escuela Elemental de Artes Plásticas 23 y C. Luego, en 1985, ascendió a la Academia de San Alejandro y, en 1990, al Instituto Superior de Arte. “La orientación de las escuelas en mi época fue hacia las ideas, mucha teoría, todo lo conceptual que alimentaba la obra,” comenta, como preludio a una intensa presentación a su obra en la pantalla de su PC.

José trabaja en muchos de sus proyectos en conjunto con su mujer Meira Marrero, que es egresada como historiadora de arte de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de Habana y ha recibido siete becas o invitaciones a residencias en los Estados Unidos.

La pareja, aparte de tener el arte en común, tienen dos hijos, uno de doce y el otro de un año y medio. Viven en un amplio departamento antiguo en plena Habana Vieja. Pasaron varios años y muchas luchas durante la restauración. “Casi nos costó el matrimonio: el stress fue terrible.” Los resultados hoy no llevan las cicatrices del proceso de convertir un vetusto espacio en un cómodo hogar para una familia en vías de desarrollo. El edificio en si es una joya – las paredes de los espacios comunes de cada piso están cubiertas de coloridos azulejos, cada piso con un distinto diseño.

Cada proyecto que emprende José y Meira se basa en extensivas investigaciones históricas sobre el origen y alcance del tema que atacan. El último gran desafío tiene su raíz en una serie de fotografías que el artista norteamericano Walter Evans tomó en la Habana en 1933. Evans visitó Cuba en aquel entonces para documentar los estragos de los últimos meses del autoritario régimen de Machado. El proyecto quiere rescatar la memoria de un pasado no tan distante que comprueba que todo es cíclico en la breve historia de la república.

Los dos artistas propusieron recontextualizar las fotos de Evans, evocando similitudes en los periódicos debacles socio-económicos que han abatido la isla en recurrentes olas. Evans encontró la misma pobreza, prostitución y represión en 1930 que yo, por ejemplo, encontré entre 1956 y 1958. Hoy una vez más se ve rebrotes de lo mismo. Cada situación, por cierto, ha tenido sus propias características, pero lo que José hábilmente demuestra es que los problemas medulares de Cuba no se resuelven con medidas que solo atacan a problemas de forma y no de fondo. Es una cultura más penetrante que necesita fortalecerse, la que nace del alma de cada cubano. La revolución aún no ha logrado hacer vibrar esta fibra profunda.

La visión de los Toirac tiene muchas lecturas, derivadas de múltiples capas de textos y sub-textos. Parten de un refrán: “Las cosas no pasan, vuelven…” Lo que ellos quieren alcanzar con su proyectos es despertar a los cubanos las realidades de su pasado, muchas de las cuales han sido enterrados a lo largo de las casi cincuenta años de obsesión oficial para imponer el dogma del proceso revolucionario como única memoria válida del pueblo de la isla.

Usan técnicas visuales para presentar la historia desde ángulos que son imposibles de lograr en textos escritos. Despiertan interés e inspiran curiosidad de tal manera que la gente se esmera en profundizar sobre los temas y hasta revisar interpretaciones que se dan cuenta son parciales y hasta superficiales.

José creó una obra tomando de base las 30 y pico fotos originales de Evans que fueron publicados en el libro de Carleton Beals, “The Crime of Cuba”. Las apropió y las intervino para cumplir con su propósito, dándoles una materialidad que las saca totalmente de su contexto original. Aprendió la estrategia de apropiación del artista norteamericana Sherie Levine quien, en los 1970s, había adaptado fotos del mismo Evans a sus propios fines artísticos.

Las imagines de Evans, parcas y frontales, bajo la mano de José, se convirtieron en una suerte de reliquias espirituales, con rasgos de la época colonial. Los personajes del fotógrafo están cubiertos con hojas doradas, puestas sobre viejos fragmentos de madera rescatados de las demoliciones de la Habana Vieja. Armó una instalación con esta treintena de piezas, irregulares y erráticas en tamaño y forma, sobre una pared del espacio de su galería, La Casona, en la feria ARCO de Madrid.

Este proyecto de José y Meira, aunque parece terminado, sigue sin aparentes indicios de un final. Además de recrear las fotos de Evans en un contexto contemporáneo, han salido a actualizar el contexto de los lugares donde Evans sacó sus fotos hace casi 80 años. A veces lograron re-fotografiar el lugar en el mismo día que lo hizo Evans. Así establecen otro registro - esta vez arquitectónico –de cómo se ha transformado la Habana a través de las décadas.

Otro proyecto de José parte de las emblemáticas fotos de Fidel Castro en la Sierra Maestra. José descubrió que las tomas sacadas en los tiempos del conflicto no salieron nítidas y, después de la victoria para enriquecer las anales visuales del la revolución, el régimen contrató fotógrafos como Alex Korda para armar versiones más dignas, con Fidel, esta vez, solo posando para replicar las situaciones icónicas que el folklore de la historia requiere para la canonización de sus héroes. El proyecto de José consistía en viajar a los lugares de varias de las fotos claves, posándo él mismo como el líder máximo, a veces dando toques de actualización a las escenas, que combinan ironía con recontextualización histórica.

Una de sus más recientes incursiones en como ajustar la historia a la realidad vía el camino del arte, es un breve video que muestra el cadáver de Che Guevara. Esta imagen del mítico medico argentino nunca había sido permitida en Cuba. En la versión de José, una cámara de video pasaba lentamente de cabeza a píe y vuelta, mostrando el cuerpo desnudo baleado y moribundo de Guevara en Bolivia.

Para poder mostrar esta imagen en una galería de arte, José tenía que conseguir el permiso del Estado. Después de una serie de intentos fracasados, envió una carta directamente al ministro encargado de supervisar las artes plásticas. El ministro citó a José y Meira, y al escuchar los pormenores de la propuesta, prometió darles una rápida respuesta. Para rematar el tema, invitó a la pareja de artistas a almorzar un sábado. Ya había decidido rechazar el pedido.

Durante el almuerzo, José se inspiró y explicó al Ministro que el gobierno cubano no tenía ninguna responsabilidad en la muerte del Che, que tal vez el líder guerrillero murió en su mejor momento, donde él quería, haciendo lo que él quería. El general, ex-director de uno de los servicios de inteligencia del régimen, volvió a su casa para reconsiderar y el lunes envió el permiso para montar el video en la galería. El video se presentó sin ninguna ceremonia inaugural, pero tuvo un éxito inusitado para un evento en una galería de arte contemporáneo. El cierre fue postergado dos veces.

El Che ha sido tema para otra incursión en el análisis de las leyendas al cual José y Meira recurren a la imagen colectiva de la revolución para formular una revisión histórica en torno de sus personajes ya míticos. En este caso, la vida y muerte del Che sigue pasos similares con los de Jesús Cristo: sin entrar en detalles bíblicos. Los artistas en Cuba son los únicos con las credenciales al día para poder abrir los archivos cerrados de los últimos 50 años. La verdad puede pasar por el filtro de los seres creativos que, con su enfoque extra-oficial, están permitidos a indagar donde los demás no se atreven entremeterse.

Otro breve video capta breves dichos de Fidel: cinco minutos de número tras número, solo cifras que van de un dígito hasta millones, hilados sin pausas, en una letanía sin fin. Tomada de un solo discurso de varias horas, la repetición toma el efecto de mantra, sedando la mente, aquietando el pensamiento.

Pasan las horas, ya son tres, y todavía hay material para ver, pero ya no hay más capacidad de asimilación. José es un ‘pesado’ en su tema, como nos habían contado, y la intensidad de su compromiso ya nos ha saturado. Entrar en el mundo de los Toirac es encontrarse en la montaña rusa del pasado cubano, en un parque de diversiones donde todo se ve por espejo, con o sin distorsión, y aunque todo es real, la esencia de la realidad varia desde el ángulo y la óptica en que el observador se ubica. José con cada nuevo hallazgo, cada nueva reinvención, abre las puertas a otros que siguen agregando nuevo material, nuevos criterios para enriquecer una historia que muere y resucita, desaparece y se reencarna, que es flexible como el agua y dura como la piedra.

Cuba en las manos de artistas como José y Meira crece, y los cubanos poco a poco conocen más de los secretos que los encierran. Como dice José: solo el arte puede abrir estas compuertas hacia lo oculto, y solo a un ritmo que lo va imponiendo el tiempo mismo.


Las elecciones se cumplieron

“Un Mundo Mejor Es Posible - Fidel, Estamos Contigo” (cartel de ruta)

Las elecciones finalmente se cumplieron en la VII Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular en el Palacio de las Convenciones en el Año 50 de la Revolución. La televisión nacional presentó la ceremonia a las 18:30 de la tarde del domingo 24 de febrero. Fue un ejemplo de democracia en su más pura ejecución.

Raúl Castro Ruz recibió el 100% de los votos y pudo imponer su candidato para el sucesor en caso de su muerte. Ningún candidato recibió menos de 98.69% de los votos de los 609 diputados presentes. Solo nueve diputados escogieron la opción de no votar a favor del conjunto de propuestas sin discriminar entre ellos.

El único candidato que no recibió la aprobación de ocho votantes fue José Ramón Machado Ventura, elegido como Primer Vicepresidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros. Machado ahora es el número dos en Cuba y considerado un baluarte de la línea dura de su jefe. Todos los que esperaron una señal hacia una abertura o una actitud más blanda, fueron decepcionados.

La votación transcurrió en total calma, sin discusiones o celebraciones. Cada persona elegida a un puesto recibió el aplauso de rigor, muy a la cubana, dos palmadas largas y tres cortas. El único momento en que los presentes no pudieron contener su entusiasmo fue cuando Raúl pidió nombrar a su hermano Fidel como consejero en temas de “defensa, política exterior y desarrollo socioeconómico del país. …solicito a esta Asamblea…que las decisiones de especial trascendencia para el futuro de la nación…me permita continuar consultándolas al líder de la Revolución, el compañero Fidel Castro Ruz.”

Raúl en su discurso de aceptación de la voluntad de los diputados parecía más un elegido del Partido Republicano de los Estados Unidos que el subjefe de un Partido Comunista encargado de la administración de un estado revolucionario. Pidió recortes en el tamaño del Estado, más eficiencia, y menos gastos. Habló de reducciones de personal, fusiones, y redistribución de tareas.

Mucha gente comenta que Raúl maneja las fuerzas armadas como empresas capitalistas y que los inversores internacionales solo quieren establecer sus ‘joint-ventures’ con la empresa ‘Gaviota’, que es el brazo empresarial bajo el control de Raúl. En términos de petroleo, por ejemplo, mientras que Fidel sigue su metejón con Hugo Chávez, Raúl busca firmar contratos con África y Asia.


Cada planeta necesita su Cuba

“Un Día de Bloqueo = 179 buses urbanas” (cartel de ruta, 2008)

Cada planeta necesita su Cuba y cada Cuba necesita su Némesis. Con medio siglo de un régimen singular, Cuba ha sido pelota pinchada de las grandes guerras ideológicas, hoy dejado a la deriva por ellos mismos. Víctima de la cercanía con los Estados Unidos, de la lejanía del Este, Cuba pudo inventar su camino porque nunca tuvo tradiciones suficientemente arraigadas para proveer una brújula más coherente para el pueblo.

Se ha armado un embrollo contradictorio sin fácil resolución: varios millones de cubanos viven en Miami y envían dinero y productos de consumo a sus parientes en la isla. Para el gobierno cubano, Estados Unidos es un estado terrorista que amenaza la integridad de la revolución. La base militar de Guantánamo sigue siendo un enigma a nivel global. Cuba ha sido exportadora de doctrinas comunistas y guerrilleros armados a varios continentes del mundo.

El cubano vive con un sistema monetario oficial. Pero hay una segunda que invade su vida diaria – el peso convertible es el único medio que da acceso a una vida mejor. Los que trabajan con el turismo, los que reciben giros del exterior, y los que trabajan en empresas mixtas con fines capitalistas tienen la posibilidad de ganar esta mágica divisa, que vale 24 veces la plata local. ¿Quién no va a querer un ajuste?

Un medico, cualquier profesional de gran envergadura, gana 20 dólares por mes. Un maletero en un hotel internacional cosecha por lo menos 500 dólares por mes. Una estudiante de tercer año de medicina puede ganar 100 dólares en una tarde en la cama de un turista, cinco veces lo que su padre médico gana en todo el mes. Es el país donde las maravillas se trastocaron.

Ya la revolución ha borrado casi todo los rasgos de una sociedad pre-Castro y no ha permitido que la vida globalizada desparrame sus bondades por la isla. Cuando contamos la anécdota de Panamá – que las autoridades habían alquilado la municipalidad para una película de James Bond, puesto en Bolivia – los artistas con quienes hablamos no conocían quien era el Agente 007.

Al aterrizar en el Aeropuerto José Martí de la Habana uno entra por una grieta donde el tiempo se detuvo, hasta, a veces, ha arrancado en marcha atrás. Los restos visualizables son anecdóticos; los estragos humanos son desconcertantes. La de-sensibilización de capas enteras de la sociedad provoca inquietud.

Leyendo “Castro´s Final Hour” de Andrés Oppenheimer, escrito en 1992, después del viaje, descubrí que poco ha cambiado en los últimos quince años. Oppenheimer se apuró en pronosticar la caída del Jefe: nadie se ha dado cuenta que tan fuerte es su control sobre el pueblo cubano. Una de las observaciones del periodista de Miami aún sigue vigente: le parecía que gran parte de la población actuaba como ‘zombi’. Esta actitud desconectada de la realidad en la gente da la impresión que todo el mundo está conforme con su vida. Por eso, la represión debe ser subliminal y no aparente al visitante.

Es imposible sacar un saldo a medio siglo del triunfo de Fidel Castro a nivel del cubano tipo. No hay cubano tipo: cada uno ha tenido que armarse de una estrategia que le deje sobrevivir, anímica y económicamente. Los fieles se ajustan a las pautas de la doctrina, los escépticos burlan el sistema que incesantemente se burla de ellos. Es tragicomedia pura: teatro clásico combinado con telenovela, con banda sonora ritmo latino. Cada situación requiere una nueva resolución, una variante de lo habitual.

Cuba se ha ido secando en la sombra de los grandes. Dependía de los Estados Unidos y se liberó; dependía de Rusia y los rusos se liberaron de Cuba. A solas con el legado de los hermanos Castro, es un experimento que fascina a ideólogos e intelectuales foráneos, pero en la práctica diaria, hunde la condición humana de los cubanos.

Pero nada es como puede parecer, nada es como se ve. El ‘doble standard’ se ha convertido en el Standard Único, cuando no se entra en terreno de un tercero o cuarto, inventos de los malabaristas que manejan el día a día. Nadie cree los ‘slogans’ partidarios que ocupan carteles y paredes: pero nadie los niega tampoco. Hay democracia: se basa en un silencio compartido.

Si todo el mundo lee y escribe, la elección de libros es limitada a obras doctrinarias y biografías de las mil y unas hazañas del Che y Fidel. La falta de una cultura más universal no parece importarle a nadie. La probable mayoría que apoya la ‘revolución’ encuentra una satisfacción en no ser siervo de nadie: viven vidas pautadas y pagas por el Estado. Los que les gustaría vivir en una sociedad abierta se conectan como pueden con el mundo, practicando estrictamente la filosofía detrás del dicho: ‘no hay mal que dure cien años’.

Llegué como turista antes de la entrada de Castro en el poder. Me tocó ser testigo de su mortalidad política: ya terminó su casi medio siglo de Máximo Jefe durante nuestra visita en febrero de 2008. Viví el comienzo y el fin de un reino solo superado por su par en otra isla: la Reina Isabel II de Inglaterra. En 1959 el optimismo reinaba; hoy es la resignación que carcome la fibra del cubano que aún puede imaginar una vida distinta.

Cuba es un compendio de equivocaciones que ha nutrido ya generaciones de buscadores de soluciones para perfeccionar las vidas de una humanidad imperfecta. Todavía no han dado con la tecla.





Epilógo

“¡Vamos Bien!” (cartel en la Habana, 2008)

A un mes de nuestra visita, Raúl ha hecho unos cambios cosméticos que su hermano ni tomaba en consideración. Dio vuelta a unos reglamentos anacrónicos que todo el mundo violaba de alguna manera, no importa cual era el grado de su devoción a Fidel.

Hoy un cubano puede entrar en cualquier hotel con el mismo derecho que un turista. Puede justificar su posesión de un teléfono celular. Puede comprar aparatos electrodomésticos y electrónicos. Puede ir a cualquier farmacia en busca de un remedio que necesita. Granjeros van a poder abastecerse localmente en nuevos almacenes idóneos. Son cambios que legitimizan lo que todo el mundo hacía de todos modos, pero son señales de que Raúl no está ciego a las realidades que su hermano ignoraba, y que Raúl no quiere encontrarse tildado de retrógrado intransigente.

Son los primeros pasos de bebé hacia otra Cuba, pasos que aceptan la verdadera cara de la realidad. ¿Conducirá a cambios sustanciales? En los mundos de Alicia y García Márquez, nada es predecible y todo suele superar los límites de la imaginación. Cuba es igual de impredecible y capaz de exceder los límites de cualquier imaginación.

Fin























No hay comentarios: