lunes, 9 de febrero de 2009

Viaje a la pampa 1

Viaje en tres tiempos

1. Presente: hacia la panza de la pampa

Fue una temporada de aquellas – nada parecía encajar, todo ocurría a destiempo. ¿Qué vendría primero: el nacimiento, el matrimonio o la luna de miel? No había manera de planificarlo racionalmente. ¡El destino llevaba la batuta y la aplicaba al divino botón! Así es que primero se produjo el nacimiento – varias semanas adelantado – y se postergó el matri por motivos de fuerza mayor.

Después de un cruento invierno, todas las parejas en vías de desarrollo de Casablanca se decidieron casar con el advenimiento de la añorada primavera. No había fecha posible hasta el 9 de octubre… Jerónimo nació el 2 de septiembre, y lo lógico era tomar la luna de miel en el ínterin entre la prematura llegada del nieto y el postergado casamiento.

Así que partimos, Bernardita y yo, el 12 de septiembre, dejando a Santiago reconstruyéndose anímica y físicamente después de los devanes del ‘Once’, celebración anual de la acumulada bronca de todos los chilenos. Partimos en lo que no terminó siendo nuestra luna de miel, sino un intenso viaje de alcanzar hitos y romper mitos, después de nueve años de feliz ‘convivencia’, como figuraba nuestra relación en los registros del censo nacional de algunos años atrás.

Sin planes prefijados y pocas esperanzas de interludios románticos, se convirtió en un viaje de ‘aventura’ que se fue armando hora a hora, día a día. El itinerario cambiaba en cada curva del camino, tanto como los propósitos. Había un vago proyecto de pasar unos días de primavera en algún Edén de Mendoza, después cruzar las pampas hasta la Península Valdés, subir a Buenos Aires y pasar unos días de familia, gozando las variadas ofertas de la cada vez más alucinante capital de los argentinos, luego visitar amigos artistas en Rosario, Córdoba y Mendoza, y volver a nuestro propio paraíso tras la Cordillera.

El primer día ocurrió tal como lo habíamos imaginado – salir del centro de Santiago, comer un picnic al borde del Río Blanco en la subida a la frontera, cumplir con las reglas burocráticas para entrar en la Argentina, y quedarnos a dormir en el Hotel Uspallata (Ruta 7, Km. 1.149, te 02624 420-229), comiendo nuestro primer bife de chorizo en ‘La Estancia de Elías’ de María Rosa Baños (Ruta Nacional 7 K. 1146, 02624-420165) aquella noche.

El picnic salió sensacional. La Pati Ossa me regaló para mi cumpleaños un ‘cooler’-cum-juego de comedor, con el cual se podía enfriar el vino blanco y el pisco sour y cuidar las carnes, quesos, patés y afines del calor de la ruta – todos los elementos que se transformarían en nuestros elegantes menús de mediodía. Compramos un par de paltas Hass de un puesto sobre el camino para agregar el toque de verdor al plato principal y nos sentamos a analizar el transito, aquella mezcolanza de camiones enormes de Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina, buses internacionales, camionetas avejentadas y autos flamantes, cada uno con su historia propia, sus afanes del instante.

En la aduana se produjo una situación cargada de intriga. La noche anterior habíamos visto un reportaje sobre las novedosas maneras de contrabandear droga. Una fue reducir la coca a una sustancia cristalina que se puede moldear en formas que parecían objetos utilitarios de acrílico. Al lado nuestro en el puesto de la aduana argentina había un joven bien apuesto con una camioneta blanca nueva. El tipo parecía totalmente despistado, casi inoperante, nervioso. Se equivocaba de cola; no tenía a mano los documentos requeridos. Cuando la aduanera abrió la tapa de tela negra que cubría el cajón del vehículo, no había nada más que algunos marcos de acrílico lechosos. Llevaron la camioneta al lado para averiguar de qué se trataba el extraño cargamento. ¿Habían visto el programa de la noche anterior? ¿Llevaba centenares de miles de dólares en droga disfrazada? No nos detuvimos para conocer el desenlace.

Pasamos el nuevo centro del renovado veterano de la concientización de la gente, Silo, bien anunciado por toda la ruta. Encontrar una ‘stupa’ tibetana en plena cordillera andina produce un desfasaje con la realidad actual – un pedazo del Himalaya en plena cordillera andina. Volaba todo frente al viento y decidimos no bajar del auto para ver el excéntrico templo y el flamante auditorio. Los paisajes que conducen a Uspallata siguen siendo perturbantes – de una fuerza que contrasta con la insípida vida urbana que nos rodea casi siempre.

Llegamos al Hotel Uspallata que Perón había convertido en un enorme complejo para presentar la Cordillera y la nieve a los obreros de la pampa. Más de medio siglo después, el hotel mantiene su dignidad; se encuentra un poco de capa caída, con dormitorios amplios, techos altos y muebles de la época de la primera etapa del peronismo, con reminiscencias del fascismo itálico. Descansamos un rato y partimos a la parilla de ‘Elías’ – escala obligatoria para reiniciarse en las delicias del culto de la carne. Son añares ya que comemos el primer y último bife de chorizo de cada pasada por los Andes.

Esta vez no tuvimos la suerte de siempre. El grueso bife llegó demasiado crudo y cuando volvió de una segunda visita a la parilla, vino sobre cocido. El perfecto bife aún nos quedaba pendiente. La experiencia del Hotel tampoco fue tan agradable como en otras oportunidades. La joven recepcionista nos dio una habitación pequeña cargada de los olores de anteriores ocupantes. Al protestar, de mala gana, nos instaló en un enorme cuarto con todas las comodidades necesarias – incluso capacidad para una decena de cuerpos. Como venganza, encima de nosotros albergaban una manada de estudiantes en excursión primaveral: sonaba como la demolición de una casa vieja.

En la mañana, fui al Banco de la Nación Argentina para cambiar cuatro billetes de cien dólares. El cajero tomó diez minutos para analizarlos, uno por uno, primero a simple ojo y luego con una enorme lupa. Los pasaba vez tras vez tratando de determinar su autenticidad. Al fin, vencido en el intento de atrapar un falsificador, me entregó los pesos correspondientes: me había olvidado los avatares de la burocracia argentina.

Partimos rumbo al sur de la provincia de Mendoza en busca de un lugar que correspondiera a nuestra misión destinada al fracaso: celebrar la luna de miel. La bajada de la Cordillera es maravillosa – paisajes rocosos de color y textura, muros de todas las gamas imaginables. Pasamos el punto en donde durante el viaje anterior, dos representantes de la ley nos ‘multaron’ por pasar a un auto en una curva. Así se produjo ‘La coima del milenio’ – solo posible en el interior de la Argentina.

Veníamos subiendo, bordeando el Embalse de Potrerillos. Un auto pequeño con una pareja joven se entrometió en el camino delante de nosotros. Manejaba al ritmo de tortuga. Bajó la velocidad aún más al entrar en una larga curva. Lo pasé, acelerando a unos 60 kilómetros por hora. Justo a la vuelta, me topé con dos figuras uniformadas, a medias, esos que se llaman los ‘zorros grises’ en la Provincia de Buenos Aires. Eran cincuentones, con panzas bien desarrolladas, atuendos vetustos, parados al lado de una moto enana y destartalada.

Uno de ellos era amable, hasta comprensivo, disculpándose de tener que ejecutar su deber; el otro con talonario de multas y lapicera en mano, más distante. Después de una breve letanía de banalidades, las negociaciones empezaron con todo el protocolo de una multinacional. “Somos muy pobres. Nos mandan aquí y a veces ni nos traen el almuerzo… Mira la moto que nos dan…” Luego él que fue interlocutor pasó a las disculpas. “Lamento que van a tener que volver a Mendoza (una hora y media atrás). No confían de nosotros para cobrar las multas. Hoy Uds. van a llegar tarde para pagar, ya que el Banco de la Nación se cerró. Van a tener que gastar en un hotel y quedarse la noche. ¡Cuánto me duele tener que sujetarles a esta inconveniencia!”

Empecé mis primeros pasos del tradicional baile ritual. “¿Y qué podemos hacer para evitar tamaño viaje?” El segundo se acercaba con el talonario y preguntó a su colega si podía ir preparando la multa. Se miraban entre ellos sin decir una palabra. “Debe haber una forma…” supliqué, introduciendo una mano en el bolsillo de la billetera. “No, no, no…”, exclamó mi ya casi amigo. “¿No puedo colaborar con ustedes de alguna manera?” sugerí. Los dos oficiales de la ley intercambiaron miradas. El segundo quitó la tapa de su lapicera.

El ritmo del baile había aumentado. “¡Qué lástima- sabe usted que la multa equivale a unos 160 dólares – adelantarse en una curva peligrosa, exceso de velocidad, sabés…”. Ya me tuteaba. “Y si les contribuyo algo a la causa y me voy para siempre… Nunca los he visto en mi vida, ni ustedes a mí…” Mi socio en delito se acercó a su decrépita moto y dio una patada a un neumático casi sin rastros de una estría. “Sabés, necesitamos comprarle nuevos neumáticos…”

En este preciso instante, el auto rojo de la pareja volvió por el otro lado del camino. Saludaron a los dos policías y siguieron lentamente su paseo. Hice unos cálculos mentales: no me quedaba ni un peso argentino, solo un par de billetes de cien dólares. Me dolía horrores tener que darles cien dólares, pero no encontré otra alternativa. Saqué uno de los dos billetes. Nos dimos la mano, jurando que el episodio nunca había ocurrido y nosotros seguimos viaje hacia la frontera… cien dólares más pobres, pero enriquecido con una anécdota tan reveladora del carácter nacional del vecino.

Más adelante, un amigo nos contó de sus experiencias en Entre Ríos: cuando pagó el peaje extra-oficial en el camino hacia Gualeguaychú, el agente policial le dijo, “No paren cuando los zorros grises traten de detenerlos en el Kilómetro 216, porque son solo tipos disfrazados de policía. Los del Kilómetro 285 si son verdaderos, vayan lento allí.” Tienen buena onda los pacos vecinos.

Hoy no habían concurrido a la curva, pero por si acaso me quedé detrás de un camión el largo del embalse. Seguimos sin incidentes hasta San Rafael. Sin incidentes resume el tenor de la travesía de las estepas de Mendoza central. No hay nada para distraer la vista. Lo más anecdótico es un neumático desgastado colgado de un palo para indicar la entrada a un trecho que conduce a la nada misma. Nada de gente, ni animales, solo arbustos poco robustos y restos de pasto seco. Más de 200 kilómetros de aburrimiento puro, tal que se convierte en un álgido tema de conversación y de especulación. Juramos no repetir la experiencia.

San Rafael en un atardecer gris de invierno no ofrece tregua. Una ciudad chata que destaca su chatura con lo que se llama ‘La Torre’: unos siete pisos de arquitectura nefasta puesto encima del Casino local que domina el amplio centro que se extiende por varias leguas sobre dos ejes que se entrecruzan en el ‘Kilometro cero’, punto de referencia esencial para los locales.

La oferta hotelera, sin embargo, es vasta en espectro si no en calidad. Escogimos el ‘Dalí’ (Belgrano 44, te. 43-0059), esperando que un aire de arte disfrazara cualquier debilidad que ostentaba el establecimiento. La habitación fue más una expresión del arte mínimal, un poco más grande que la cama de plaza y media que la ocupaba, y sin imágenes del maestro, pero adecuada. Valía los 20 euros que costaba, si uno toma en cuenta el café con medias lunas que sirven al desayuno.

Tuvimos más suerte con la gastronomía: a una cuadra del ‘Dalí’ encontramos el Restaurant Malbec, con un ambiente que intentaba imitar la sofisticación con ciertos aciertos y con un menú con pretensiones que sí se cumplían, al saborear los platos. Fue una cena digna de dos incipientes luna mieleros.

Yo había propuesto un par de días en Malargüe, al pie de los Andes. Lo conocía apenas, solo el aeropuerto cuando fui invitado a visitar Las Leñas en sus inicios. El pueblo tiene termas y hoteles, pero con lluvia y tal vez nieve, no nos atrajo, sobre todo el aburrido viaje de vuelta por las estepas.

Yo tenía que producir urgentemente una alternativa válida, justo en tierras desconocidas… No tenía idea como encontrarla. Miré el mapa y solo había centenares de kilómetros cuadrados de estepas alrededor, y no nos habíamos ni acercado a la interminable pampa que quedó entre nosotros y Buenos Aires.

Salimos con el auto después de visitar un increíble emporio de chocolates y demás exquisiteces que por su excelencia nos levantó el espíritu y ganas de seguir. Los dueños del lugar habían ya pasado 25 años ofreciendo mini-alfajores a sus potenciales clientes para engancharlos en alguna compra, y seguían felices haciéndolo. Compramos un surtido de especies, luego un canasto en una tienda de artesanías donde el dueño me humilló por haberle pedido un descuento de medio dólar. “Porqué no me dejás una propina a mi, en vez”, me respondió.

A la primera vuelta de la esquina al salir del Hotel Dalí, Bernardita me dice, “¡Parece Salamone!” Yo no pude ver nada, pero al dar vuelta mi cabeza, vi el edificio de la Municipalidad de San Rafael con una singular torre con cuatro relojes rodeándola. Parecía Salamone puro, sin dudas, pero no podía serlo.

Aquí entramos en terreno de la fase dos de ‘el viaje que Bernardita no acepta como luna de miel’: introducirla a las maravillas de la arquitectura de Francisco Salamone, diseñador y constructor de unas 70 municipalidades, mataderos y portales de cementerios por el largo y ancho de la Provincia de Buenos Aires entre 1937-1939. No hay constancia de que hizo obra más allá de las fronteras de aquella provincia, y San Rafael quedaba al otro lado de la Provincia de La Pampa – bien lejos del radio conocido de su actuación.

Este edificio era una anomalía, una copia o un espejismo. Estacionamos el auto y caminamos hasta la puerta: tenía todas las características de un verdadero Salamone – estilo Art Deco, con rasgos del fascismo italiano, grandeza de porte y audacia de diseño. No encontramos la esperada chapa en la puerta: “Proyectista y Constructor: Ing. Francisco Salamone.” Solo decoraba la pared una cantidad de chapas conmemorativas de antiguos próceres del pueblo.

Un agradable y atento caballero, aparentemente poco contaminado por las actitudes burócratas, nos llevó de vuelta para enseñarnos una pequeña placa a una altura más allá de nuestras capacidades visuales. Decía “Alfredo Necolini(?), Proyecto y Dirección - 1938”. ¿Se trataba de un contemporáneo de Salamone o un discípulo o un copión? Estuvimos a 500 kilómetros de la obra conocida más cercana de Salamone mismo. ¿Coincidencia, una escuela, o esta cosa de pura simultaneidad que suele ocurrir a lo largo de la historia?” Aún no sabemos…

Almorzamos en la esquina donde un cartel anunciaba “El Restauro: cocina de autor” (Day 199, te. 445462 – No Solo de Pan SRL de Ana Paula Gutierrez). La Sta. Gutiérrez también es la encargada de la sede local de la Academia Culinaria Argentina, honor que le daba aún más brillo a su emprendimiento. Una tarjeta anunciaba que había ganado el Premio al Mejor Plato Principal en “En busca del Menú Argentino HOTELGA” en Buenos Aires. El restaurant ocupaba un gran salón casi centenario, puesto con dudoso buen gusto. Compartimos un plato de ñoquis con charqui de ciervo y ensalada Mediteránea con mariscos, pimentón, merquén y queso y una botella de Chenin Jean Rivier (todo 18 Euros) y un café de “obsequio”.

Hablamos con la encargada (la dueña había viajado a otro concurso de la Academia) y el único otro comensal, tratando de definir el próximo paso de nuestra ya frustrada luna de miel (nada encajaba en lo que los folletos garantizan como las glorias del viaje de bodas). Nada que sugerían parecía tentador, hasta que la anfitriona mencionó la estancia y viñedo de la familia Bombal. Susana Bombal fue poeta y novelista de la generación de Victoria Ocampo. Recibía a los notables de la época en el campo de sus antepasados a pocos kilómetros de San Rafael. Llamamos por teléfono, pero nadie contestó.

Los actuales operadores del lugar, un sobrino de apellido Aldao y su mujer, no hacían publicidad ni figuraban en ninguna guía turística local. Nos pegamos con la idea de que esta casona con tanta historia cultural podría ser perfecta para llevar buenos recuerdos de San Rafael y cobijarnos de la incesante lluvia.

La recepcionista en la Dirección de Turismo nos dijo que ellos no tenían ningún contacto con los herederos de las hermanas Bombal, pero nos indicó como llegar a “Los Álamos” (te. 2627-442350 o 15-515648), solo a una decena de kilómetros de la ciudad. Partimos directamente. Las direcciones fueron precisas, pero no había ningún referente a la vista en la ruta. Pasé un caminito de tierra que parecía corresponder con la indicación, y miré en el espejo. Vi un modesto cartel: “Los Álamos – 1 K.”. Di vuelta y seguimos el camino: ninguna otra indicación aparecía.

Paramos en otro cruce y, mirando hacia atrás de nuevo, había un antiguo portón rojo sangre de buey. Parecía precario pero prometedor. Entramos y seguimos hasta descubrir una enorme casona, cuyos alrededores se extendían en melancólico desorden, el perfecto entorno para recobrar el mundo de una poetiza y un estilo de vida desaparecido ya hace décadas.

Nos husmearon un par de perras, inofensivas, pero sumamente curiosas. Había un auto sin pretensiones en un garaje típico de las instalaciones rurales, precario pero adecuado. El sonido de una radio salía de un cuarto. Golpeé la puerta y un hombre mayor apareció, alto, de ojos claros, agradable de pinta y actitud. Expliqué que queríamos quedarnos en el lugar y él consultó por teléfono a la mujer de César Aldao. Nos dice que sí, es posible. Se nos acerca la Chichina que nos cuenta las exigencias para convertirse en huéspedes de Los Álamos: 200 dólares por día por persona. Allí nos quitó el aliento y la ilusión: de vuelta a la estepa, la lluvia y la interminable ruta.

Pedimos por lo menos poder conocer la casa, repleta de rincones con libros, objetos, fotos de las tres hermanas Bombal y muebles de distintos grados de antigüedad, todo puesto con un desorden aristocrático, armando un caótico mosaico de la vida y persona de Susana Bombal. Cartas y poemas dedicados de Borges, Manucho Mujica Laínez, las hermanas Ocampo, obras pictóricas de Norah Borges y Héctor Basaldúa, objetos del actual Marcelo Mortarotti, reliquias religiosas coloniales, ejemplares de diarios de fechas emblemáticas, todo puesto en un marco de nostalgia y melancolía.

El ambiente resume la decadencia que desencadena el tiempo en todos sus aspectos: las manchas de humedad, las cañerías tapadas, los cables reacios, los ladrillos de adobe plantados sin raíces en la mojada tierra, los techos que se dan por vencidos de bajo de las cascadas de temporales, el parque venido a menos como una vieja que se descuida, todo esperando con resignación el próximo golpe de los años.

Detenido apenas entre los ciclos de la naturaleza, Los Álamos es un sobrevivente, con amos que hacen lo que pueden, pero también sufriendo los achaques de las décadas y las desganas de seguir una tarea imposible, la de inyectar nueva vida en la carcasa de una casona de mil y más metros con destino de derrumbarse y volverse polvo, como ya pasó con tantos de sus anteriores ocupantes y tantos mitos, como el del cacique indio que fue ahorcado en el patio principal en represalia del rapto de mujeres y robo de ganado.

Vivir la experiencia, sin embargo, de cómo Susana Bombal construyó su vida y su hogar es apasionante: la ambición, energía, fondos y dedicación que tomó reconstruir el casco que sus antepasados orgullosamente levantaron en 1830. Ella llegó después de 20 años de abandono y alzó de nuevo aquel fénix de sus cenizas. Se siente su mano en cada rincón de las habitaciones que suelen medir cinco por siete metros con muros de medio metro y techos de cinco.

No se puede dejar así no más este monumento a la voluntad de una mujer genial. Tanteé a Chichina: propuse que nos cobrara una noche en 300 dólares, temblando, sorprendido por mi audaz gesto. Nunca había pagado ni 100 dólares en un hotel. Después de una breve meditación, ella aceptó en principio la oferta, y luego nos dijo que tenía que hablar con el administrador para ver que se podía hacer. Volvió aceptando mi oferta original: dos noches en 200 dólares cada una. Logramos la meta: una estadía en un lugar a fin con nuestras sensibilidades. Como yapa, nos agregó que venían dos parejas amigas de ellos para enriquecer el ambiente.

Nos instalamos en la habitación verde, que fue originalmente de la Chichi, una de las tres hermanas. La ‘asesora del hogar’ como dicen en Chile, o ‘mucama’ aquí, nos prendió la chimenea y agregó un poderoso calefactor a kerosén. Tomamos una siesta y nos preparamos para la cena en la casa de Chichina ubicada en otra ala del establecimiento.

Allí, en el living, conocimos a los otros huéspedes: Dr. Alberto Allende Iriarte, Diputado de la Nación (m.c.) y su mujer Margarita y Norberto Anchorena, autentico estanciero de envergadura y su mujer de toda la vida, Lucy. Alberto, Norberto y César compartían las travesías urbanas y campestres de niños bien hace más de medio siglo en una Argentina recién acostumbrándose a los desvanes de Juan Domingo y Eva Perón. Han seguido reuniéndose con una cierta frecuencia durante toda la vida para continuar un partido sin fin de ‘la generala’, salpicando el juego con anécdotas, comentarios y bromas. Su presencia daba una sensación de eternidad al lugar, una suerte de estabilidad frente a la discontinuidad de la vida.

La rutina de una cena familiar, repetida década tras década, redondeó a la perfección la experiencia de convivir con la historia de Los Álamos. Nos dimos cuenta que los legendarios terratenientes de la pampa seguían midiendo la existencia en unidades de miles de hectáreas. Siempre se renuevan las quejas: hoy, por ejemplo, es la proliferación de la soja. A pesar de todo, se mantienen una actitud sobria frente a sus responsabilidades. Los mismos temas de conversación seguramente dominaban las sobremesas desde antes de que Susana presidía la sala y pedía que Alberto contara de sus experiencias de conscripto en el Ejército argentino.

La anécdota favorita de Susana tomó lugar en la guarnición de Palermo cuando Alberto empezó su breve carrera militar como chofer. Diez camaradas, él incluso, fueron premiados con la responsabilidad de llevar los oficiales a donde querían. El primero de una lista alfabetizada fue un tal Abello, o algo así, que precedía a Alberto por un par de letras. El Abello, perfecto producto de la viveza criolla, nunca había manejado un vehículo en su vida. Su plan era pasar el fin de semana con un tío con taxi y así aprender lo básico del tema. Por motivos de fuerza mayor, fueron canceladas las salidas de fin de semana y Abello se encontró el lunes detrás del manubrio de una camioneta Chevy del año ’55. Alberto trató de explicarle lo más sencillo y Abello partió con un coronel forzudo y formal, vestido de gala. Desparecieron por la Avenida Dorrego a todo dar, pasaron el cruce de la Avenida Luis María Ocampo rumbo Avenida del Libertador San Martín sin bajar la velocidad y sin topar con nadie.

En el cruce de Avenida Libertador no tuvo la misma suerte. El regimiento de Granaderos a caballo escoltaba al Embajador de la India hacia la Casa Rosada para presentar sus credenciales. Abello embistió a varios de los caballos, yendo a 80 kilómetros por hora. La camioneta volvió al regimiento, bañada en sangre equina, con el Coronel, lívido, manejando, su elegante uniforme manchado, y el cuerpo del desgraciado Abello relegado atrás. Nadie vio a Abello jamás después de que el Coronel reclamó su destitución como chofer.

Nos divertimos harto con los cuentos de nuestros anfitriones y sus amigos. Alberto, el petizo, como lo designó Lucy, pone humor a todo, como un buen chef distribuye la sal, Norberto nos instruye en la rutina del estanciero, y Lucy, practicante, platicante y predicadora de su fe hace agrios comentarios sobre la decadencia de la sociedad argentina. Qué mejor introducción al país vecino que compartir la mesa con personajes cuyas historias familiares forman parte fundamental del gran tejido social y económico histórico de aquella república tan atormentada.

Las dos perras de los dueños son compañeras constantes – una, Doberman, según Chichina, pero con pinta de galgo asustadizo, apareció en Los Álamos famélica y nunca retomó la figura ni la presencia de su supuesta raza. Se mantiene grácil y esbelta, nerviosa de movimiento, como una doncella bailarina. La otra es inmensa, deforme de grande, con agenda propia, y sin ningún interés en la raza humana. Se mueve como tanque, llevando todo por delante, incomodando el libre movimiento de todos a su alrededor.

Seguimos recorriendo los cuartos, hasta llegar a la que llevaba decoración inglesa, donde los embajadores del Reino Unido solían quedarse en tiempos del domino británico sobre la economía argentina. Se había humedecido y caído el papel inglés que cubría las paredes. Nadie se atrevía buscar un estilo para redecorar la habitación. Quedaba como una reliquia simbólica a otro entonces, cuando la espina de las Malvinas no hería tanto el amor propio de un país sin pasado. Aquí encontré una obra de Marcelo Mortarotti, artista mendocino de gran iniciativa. Yo había, años atrás, comprado la única obra que se vendió en su primera muestra, expuesta en la Casa de Castagnino en San Telmo.

El hermano de Marcelo, con el paisajista inglés, Randall Coate, habían armado un complejo laberinto de dos hectáreas cuadradas con 7.000 arbustos de boj a unos 300 metros de la casa. Las plantas escriben el apellido de Borges dos veces, una de ellas al revés. Con tres años de crecimiento, ya se podía imaginar el resultado, que entraría a tapar la altura de los paseantes de aquí a una década. Desde una torre de madera, se daba el ángulo para poder apreciar el proyecto, y controlar su desarrollo año a año. Este detalle completaba la magia de “Los Álamos”, dándole una proyección de futuro, tal como el sobrino, Camilo Aldao (h), arquitecto con ganas de impregnar la vieja estancia con una nueva vida.

Vivir la experiencia de “Los Álamos” es como ir a la casa de unos primos lejanos. Uno se da cuenta en seguida de todas las agendas de los comensales. No hay etiqueta ni cuidados. Todo funciona como en familia. También se destaca las idiosincrasias de las Bombal. Está presente en cada detalle de la decoración. Es insólito que una casa cuente con la carga de su dueña tantos años después de su desaparición. ¡Volveremos!

Salimos en ruta hacia La Pampa en la mañana del domingo 16 de septiembre. Alberto nos envió a otro pequeño paraíso: el Hotel La Pampeana en Sara (Ruta Nacional 7, K. 1146), una agradable sorpresa del buen vivir entre el pasto y los vacunos de la pampa. Buscamos donde almorzar a la salida de San Rafael. Vimos un lugar pituco con cartel “cerrado los domingos”, otro resultó demasiado rasca, otro no tenía ningún cliente. Finalmente apareció “La Casa San Javier – Lo mejor en jamón casero”, atendido por Bocha Espinelo y familia (Ruta 143 - S. de Las Rosas, te. 0267-497090). Por los autos en la puerta, nos dimos cuenta que tenía una diversa clientela, sobre todo jóvenes parejas del barrio.

Había un menú del domingo. Todo incluido costaba 7 euros, con ilimitadas carafas de vino casero. Traían un sinfín de platos: empanadas, morrones, ajíes y cebollas, papas en mayo, lengua en escabeche, aceitunas, frijoles, mondongo, radicheta, repollo, zanahoria, lechuga, tomate, huevo duro, salame, jamón crudo, chinchulín, mollejas, chorizos, morcillas, pollo, asado de tira, matambre, lechón, almendrado, helado mixto y café. Cada ingrediente fresco y delicioso…un despliegue digno de la gran oferta argentina. El despliegue del parrillero don Armando, maestro de su oficio y generoso al exceso, no se irá nunca de la memoria colectiva de los asados de todos los tiempos.

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