2. Pasado: la ruta de Salamone
Mis proyectos divertidos se convierten en pasiones, hasta obsesiones, a lo largo. Cuando vi por primera vez fotografías de las obras arquitectónicas de Francisco Salamone, tomadas por un compañero de las rutas contrarias, Alberto Bellucci, perenne gozador de los flagelos administrativos estatales, me produjo una suerte de mórbida fascinación. Hablaron de un pasado cuya dignidad es difícil de justificar… una evaluación que supera su valor intrínseco edilicio.
Vienen a la pantalla de los recuerdos ciertos edificios Art Deco de Miami Beach en la época de su dorada decadencia, en los 1950, cuando cada tesoro del diseño típico de los 1930 fue poblado con media docena de decrépitos jubilados manteniendo el tenue ritmo de un vals con los vaivenes de sus sillas hamacas. Todo en un pausado deterioro – gente, muebles, inmuebles.
U otro ejemplo: Las Vegas de los 1960, cuando el pecado pasó a pantalones largos y logró una reocupación del Viejo Oeste. Las Vegas del asesinato del tigre del ‘ring’, Ringo Bonavena en un hipermercado del sexo, aquel rancho-burdel de Barbie-putas, donde algún enojón lo mató a balas, el Las Vegas del ‘Rat Pack’ de Frank Sinatra y Cía., el reinado abierto de la Mafia, con una arquitectura recordatoria de sus valores, que reflejaba la gloria del azar y sus actividades afines. La arquitectura de los malos chistes…
Las estrafalarias estructuras de Francisco Salamone, oriundo de Italia, no de Sicilia como lo acusan las malas lenguas, sino de Calabria, me hicieron eco de este espíritu fronterizo, donde el hombre, libre de códigos, conquista un nuevo espacio con la libertad de libertinaje, donde todo vale, y la construye al compás de sus fantasías. Miami: sol calentando la desolación; Las Vegas: desierto atenuado por la tentación; y los extremos de la Provincia de Buenos Aires: iconos eternizando los emblemas de Familia, Autoridad Terrenal y el Reino de Díos en duradero cemento reforzado en pueblos que empezaron como fortines.
Esta pasajera introducción a las fotos de los portales de cementerios, mataderos modelos, y municipalidades grandilocuentes de Francisco Salamone rondaban en los esquivos archivos de la memoria. Pero nunca relacionada con Argentina. Valía la pena divulgarla. Produjimos aquella publicación sobre el arte decorativo y propagandístico de la Argentina – con el Angel de la Guarda del cementerio de Azul de Salamone en la tapa – para la Fundación Wolfsonian – y nos sorprendimos con la entusiasmada respuesta que recibimos– sobre todo por las fotos de Bellucci.
Fuimos con él, Ernesto Katzenstein y José María Peña, también arquitectos de iniciativas y gustos propios, para presentar ‘The Argentine Issue’ del ‘Journal of Decorative and Propagandistic Arts’ en el ahora Museo de Arte Contemporáneo de Miami. Fue el debut de la obra de Salamone en el exterior. Aún le faltaba un evento similar en la Argentina, que pronto se cumplió con su lanzamiento en sociedad en el Museo Nacional de Artes Decorativas (Alberto Bellucci - director).
Ni su familia tenía documentación de sus 70 edificios, colocados aparentemente por el azar en unos 25 pueblos a través de la Provincia de Buenos Aires. Seguían la línea de guarniciones militares que defendía la pampa de los indios hace un poco más de un siglo. Tampoco las autoridades competentes tenían registro del paso de Salamone. Los hacedores en la Argentina prestan poca atención al Estado donde sus funcionarios, no rinde ningún rédito.
Salamone no se molestó en presentar sus proyectos a los entes correspondientes de la provincia. Trabajaba directamente bajo los ordenes del Gobernador, Juan Manuel Fresco – figura autoritaria de eventual tinte nazi de la ‘década infame’. Salamone convencía directamente a los intendentes de cada lugar del valor de tener ejemplos de sus edificios, y entre Fresco y sus aliados locales, la voluntad política y la plata aparecían como por arte de magia.
Cada pueblo sería beneficiario de una municipalidad con torre (y reloj) más alto que la de la iglesia adyacente, y en sus afueras de un cementerio que haría recordar a los muertos de la gloria de Díos y sus representantes en la tierra – los capos del Estado y el clero. Saliendo por otro camino, un matadero modelo con torre también, santificaba la brutal tarea de convertir reses en el principal sustento del alma argentina.
Salamone construyó sus 75 edificios en tres años – 1937-1939 - sin que nadie del Establishment porteño se diera cuenta. Empezó como constructor de caminos en lejanas provincias y después de un breve exilio financiero en Uruguay, volvió a construir más rutas y pavimentar más calles urbanas. De 1939 a su muerte en 1959, solo construyó dos casas de departamentos en la ciudad de Buenos Aires, una de ellas al lado del Hotel Alvear Palace. Ninguno de los rasgos de su genial intervención en la pampa llegó a la capital; solo un bosquejo de una enorme torre puesta estratégicamente donde la Avenida de Mayo cruza la Avenida Nueve de Julio, una sede propuesta para todas las delegaciones de las provincias en la capital federal. Nunca fue considerado como factible.
Fue gracias a un gringo insólito, Micky Wolfson, que Salamone se escapó del anonimato total. A nadie en el país se le ocurrió hilar la cadena de obras en pueblos en paraderos donde ningún porteño con inquietudes culturosas pisaría, que entre los cuales quedaban centenares de kilómetros y visitarlos todos implicaría una gira de más de 2.000 kilómetros.
Micky Wolfson apareció por primera vez en mi radar en el año 1995 cuando donó un millón de dólares al Museo de Arte de nuestra universidad, Princeton, y llevaba el cheque en su propio vagón de tren hasta la pequeña estación en aquel pueblo de New Jersey. Me parecía alguien que valía la pena conocer. Un año después, por estas casualidades que enriquecen la vida, Micky llegó a Buenos Aires y lo conocí en una cena en la casa de Miranda Green.
De este viaje salió el proyecto de la publicación. Después del pequeño furor que produjo, Salamone volvió a la tumba de los arquitectos desconocidos. Cuatro alumnos de arquitectura habían hecho su tesis sobre las obras en un par de pueblos en 1983: nunca fue publicada. En los noventa nadie publicó nada en Argentina. Había un grupo de Salamonéfilos en la paupérrima Universidad de La Plata, pero no había ni presupuesto para tomar un bus a uno de los pueblos cercanos para ver la obra.
Micky Wolfson es un ser persistente y consecuente, producto que solo florece a desmedidas dimensiones en los Estados Unidos. Heredero del magnate de la televisión del sur de Florida, dedicó su legado y su energía a obras de beneficencia de su gusto – sobre todo la educación. Buscó un rincón aún no descubierto por los coleccionistas ‘profesionales’, lo descubrió y armó una acumulación de mas de 100.000 piezas con hogares en un castillo en Génova y varios edificios Art Deco en Miami. Su tema: las artes decorativas y propagandísticas entre 1876 y 1945. Ningún gringo con pretensiones de propulsarse a la estratósfera de la sociedad consideraría este tema digno de su tiempo y plata.
En 1995 decidió emprender un viaje en torno de todas las ex-colonias británicas. Gustelo o no, la Argentina aparecía – económicamente – en la lista de los lugares que una vez figuraban en rosado en gran proporción del globo. La meta principal de Micky en aquel retorno a Argentina fue ver de cerca los edificios de Salamone. Todavía ningún argentino había hecho la gira. Me invitó a acompañarlo y las tres damas que viajaba con él, dos de Estados Unidos y una porteña, Puppe Mandl. Aquel fin de semana del invierno de 1996 detonó el descubrimiento y puesta en marcha de la revalidación de Francisco Salamone y del alcance de su obra.
Viajamos tres horas en el tren de la noche a Azul. Los trenes son otra pasión de Micky: guardaba los vagones que coleccionaba en un hangar en el Zoo de Miami, hasta que el huracán Andrew los aplastó, derrumbando el techo sobre ellos. Llegamos a Azul en esas horas que no son de noche ni de día, cuando nadie deambula por ninguna parte. Dormimos el rato que nos quedó hasta el alba, y comenzamos el periplo por los pueblos abarcables en dos días desde Azul, o sea, Coronel Pringles, Laprida, Saldungaray y Pellegrini. Luego dormimos en Bahía Blanca, donde los personajes culturales nos recibieron con brazos abiertos. Al volver, había un error en las reservas y el avión nuestro había partido el día anterior. Los tres extranjeros tenían conexiones con vuelos a casa esta misma noche. Mickey, implacable, alquiló una avioneta para llevarnos a Ezeiza, un vuelo de terror en plena tormenta, el feroz final a una historia con felices repercusiones.
Saqué fotos de todo lo que vimos relacionado a Salamone y armé una carpeta, en principio para el goce de Micky. Los amigos que la vieron quedaron tan impactados que decidí tratar de armar una exposición sobre la mágica obra de Salamone. Una amiga, Susana López Merino ocupaba el puesto de directora de cultura en Mar del Plata, y ella me presentó a Luis Verdi, el entonces capo de la cultura de toda la provincia. Le gustó el proyecto y aceptó financiarlo. Así con los vaivenes normales del caso, logramos con la colaboración directa de mis hijos, Tania y sobre todo Tom, y la ayuda de muchos, presentar fotos de unos sesenta y pico de obras en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires en noviembre de 1997, en el contexto de la Bienal Internacional de Arquitectura. Los primeros en aplaudir el esfuerzo fueron César Pelli, Mario Botto, Norman Foster y Rem Koolhaus. Allí empezó la cadena: Mar del Plata, varios de los pueblos en donde se originó la obra, y gracias a la intervención de Pampa Risso Patrón, la muestra fue aceptada en FotoFest 1998 y expuesta en el museo de la Universidad de Houston. Luego viajó a la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Chile, acumulando metros de comentarios en la prensa escrita y horas de televisión y radio.
Hasta en la misma Argentina empezaron a darle bolilla a Salamone.
Algunos arquitectos de Buenos Aires escribieron notas sobre la exposición. La Universidad de Mar del Plata sacó un libro técnico sobre parte de la obra – ¡solo 45 años después del hecho! Sin embargo, Salamone y su obra seguían flotando sin el reconocimiento que merecían. Mi hijo Tom diseñó una muestra para comparar el estado de los edificios en 1997 con su situación actual, en tomas hechos por otros dos fotógrafos, Gabriel Cano y Bebe Tesio. Fue presentado en el Centro Cultural Borges en octubre de 2007. En el ínterin las obras habían sido descubiertas por artistas: Marcos López hizo una emblemática foto de la cruz de bajo de las aguas de la laguna Pequén en Carhué – por suerte, antes de que las autoridades locales construyeron un paso peatonal elevado para acercarse a la obra -- y Esteban Pastorino una perturbadora serie de nocturnos de varios edificios. Para mí, ya el paso definitivo se produjo: Salamone entró en el léxico de otros artistas, no los académicos sino los auténticos.
A todo eso, desde la frontera de la Provincia de la Pampa uno está a un paso de la ‘Ruta de Salamone’, y una parte de mi proyecto del viaje fue mostrarle a Bernardita una selección acotada de la obra del maestro.
Volvemos al viaje y sus acontecimientos. Salimos de nuestro nido en Sarah rumbo la Provincia de Buenos Aires, que cubre 307.000 kilómetros cuadrados. Volvimos a la Ruta 188 y sus sucesivos carteles que ordenan la vida del viajero.
Mis parámetros para viajes en auto vienen de los pequeños caminos de Europa – Inglaterra, Francia, Italia, Portugal - donde se puede combinar relajantes paisajes rurales, iconos arquitectónicos, fabulosos restaurants y cómodas hosterías económicas. Generalmente ninguna de los integrantes de esta formula esta disponible en Latino América. Las excepciones tradicionales son el sur de México y la ruta del barroco en Brasil: donde se ofrece buena relación costo-beneficio como te suelen decir los vendedores de vinos de las rutas chilenas. La Argentina nunca se ha esmerado en su trato y cuidado del bien estar del viajero, pero ya está mejorando notablemente.
Partimos rumbo a la Provincia de Buenos Aires sin grandes expectativas en términos del confort y acogida. Los últimos kilómetros de La Pampa, finalmente bajo un sol radiante, levantaron el ánimo y hasta produjo un cierto grado de optimismo. Campos arados, praderas sembradas, otras ya verdes con manchas de negro, de marrón, de blanco, masas de animales consumiendo revitalizados pastos primaverales.
Las lagunas al costado del camino sorprenden: familia de flamencos agregan un color rosado a los tonos de tierras predominantes, parejas de patos, hasta solitarias cigüeñas paradas, como ‘hitchhikers’ en espera de transporte gratuito. La naturaleza parece adaptar las costumbres del progreso a su andar.
Entramos en el pueblo (los nativos dirían incipiente ciudad) de Intendente Alvear para cambiar plata. En el Banco de la Nación Argentina, el cajero me anunció en voz contundente: “Banco Nación no compra dólares”. Me sorprendió la actitud y salí en busca del único otro banco del ‘pueblo’. Ya subiendo al auto, me paran dos jóvenes, preguntándome si quiero comprar pesos – uno era empleado del mismo Banco Nación… Les vendí en plena calle cuatro billetes de cien dólares y el ‘banquero’, como yapa, me aconsejó no aceptar ningún billete argentino con la inscripción estampada: ‘No a las pasteleras´ o ‘No a Botnia’. “El Banco los ha declarado sin valor”. Veteranos de los Patacones, los bonos provincianos, y demás aberraciones de la moneda argentina, un sencillo sello conmemorando la bronca nacional contra los hermanos uruguayos no nos iba a afectar en lo más mínimo.
Con este preaviso asimilado, buscamos un restaurant. Encontramos “La Cuadra” de Enrique Carlos Velcott (Calle 25 de Mayo 1138, te. 02302-15 414131), aparentemente el único en Intendente Alvear, donde don Carlos nos sirvió – a solas con el televisor y su suegra – un surtido de fiambres de su elaboración: pío nono, jamón crudo, matambre, lechón en escabeche y rollo primavera, todos frescos y sabrosos. Nuestro anfitrión había dejado la albañilería por la cocina hace poco y tenía buena mano.
Cruzamos la línea imaginaria que separa La Pampa de Buenos Aires sin darnos cuenta. Fuimos directamente a Pellegrini, la primera escala en la Ruta de Salamone. Es un buen pueblo para empezar el adoctrinamiento de Bernardita en la locura de Francisco Salamone.
Pellegrini es un típico pueblo de la pampa bonaerense, armado como un tablero de ajedrez, que irradia desde la plaza principal hacia el mar de campo a su alrededor. Un centro cívico se conforma con los tres iconos principales de la vida argentina: municipalidad, iglesia y banco. Lo rodean los anillos de comercios y residencias, todos de uno o dos pisos de altura. Pellegrini tuvo su pequeño salto a la inmortalidad – sin darse cuenta – cuando Salamone proyectó y construyó la municipalidad en 1937. El edificio, un faro blanco como pene erguido, pasa desapercibido por los púdicos residentes. Nadie se da cuenta de su protagónica presencia. Como el rey sin ropa, todos lo obvian con modestia si no repulsión. Como un defecto físico demasiado intruso, la municipalidad de Salamone cumple su función, pero sin deleitar a sus usuarios. Cualquier edificio vale, da lo mismo.
La municipalidad de Salamone está rodeada por un amplio parque, no en forma de plaza, sino de espacio verde, con caminos de baldosas estilo Copacabana, lámparas extravagantes, bancos de plaza de cemento con reminiscencias Art Deco, un festín de mal gusto para algunos, una celebración del espacio para otros. La imponente torre de Salamone con su reloj que recuerda que la vida camina con pasos gigantes hacia su fin, y que tú, ciudadano, te vas, pero yo, emblema de la autoridad terrenal, persisto. De todos modos, Salamone también realzaba el impacto de los cementerios para asegurarse la inmortalidad como artista…
Pueblos enteros han vivido bajo la impronta de Salamone sin darse cuenta. Para alguien que nunca vio otra cosa, un edificio de Salamone es el denominador común de la construcción municipal. Sus interferencias en el horizonte de la pampa ya conforman parte de la experiencia colectiva. Somos pocos los que reconocen en su obsesión un grito para cambiar el status quo y poblar el paisaje con hitos de una filosofía política pasajera.
Otra faceta de la sagacidad de Salamone es su tratamiento del matadero. Todos los pueblos de la pampa tenían su matadero. El matadero como el cementerio se ubicaba lejos de la cotidianeidad – fueron temas de los demonios que intentaban contra la vida. Salamone fue el antitesis del hindú en su visión de la realidad de las cosas y sus versiones pulidas para el consumo general. La muerte como tema duele, y por eso se esconde. Pero aún escondido, debe ejercer su predominio en los ciclos de la vida.
Para Salamone, el matadero era también un templo que merecía su torre a la par de una municipalidad. La actividad de faenar carne para Salamone era tan importante que la de las leyes o de la contabilidad. La carne fue la base de la formación física de cada argentino, de la fibra casi teutónica de cada joven que iba a construir la nueva Argentina que la visión del gobernador Fresco y la arquitectura de Salamone implicaba.
La municipalidad quedó como modelo de administración cívica en vigencia, el cementerio como el lugar de intercambio entre la tierra y el cielo, pero el matadero perdió su papel. La carne se globalizó y su preparación para la exportación pasó a las manos de los grandes, dejando los mataderos de pueblo sin función. El matadero de Pellegrini fue un ejemplo de este desplazamiento hacia los frigoríficos internacionales.
Atrapado en el eje de la ampliación de los caminos de acceso al pueblo, el matadero ha sido echado al azar del olvido. Antes un gran portón llevaba las letras emblemáticas del Art Deco – M A T A D E RO. Hoy las letras no están. El edificio se queda acorralado entre los ejes del nuevo camino, a la deriva, con un destino que no le interesa a nadie del pueblo. Había un intento de reciclarlo como matadero, pero fracasó.
Nos quedamos en el Hotel Larrañaga (te. 022392-498551) de Eduardo Pedro Larrañaga, cuyo escudo en la tarjeta del hospedaje representa un mapa de las Américas bajo una cruz, fechado 1629. El hotel tiene pinta de un claustro del aquella época y en si es insólito, por decirle algo a favor. La administradora vende raquíticas estrellas de mar y escultóricos caracoles de bivalvos importados del lejano Atlántico. Pienso en Bruce Chatwin y su crónica de la Patagonia cuando hago comentarios despreciativos, pero en ese caso, no hay otro… Las persianas de las habitaciones de la planta baja han sido cerradas a martillo para evitar las roturas ocasionadas por los vientos tempestuosos de la pampa. Es el lugar más oscuro que he conocido en 65 años de frecuentar hoteles. Pero su ubicación es estratégica para nosotros, a pasos de la plaza donde reina la municipalidad.
La falta de luz estimula el buen dormir y arrancamos cerca de mediodía hacia Salliqueló. Paramos en la típica parrilla de carretera en el cruce de la Ruta Nacional 5 y el camino de acceso a Pellegrini, la Cabaña Restaurante Parrilla de María Nieves Seivald, donde nos sirvieron un robusto bife de chorizo jugoso y compacto y una abundante ensalada mixta con una botella de Goyenechea Sauvignon Blanc (15 euros). En los últimos diez años la clientela de los restaurants de ruta ha subido de pelo. Antes se compuso de camioneros y hoy de chacreros y comerciantes. Como siempre la comida alcanza un alto nivel casero – sencillo, directo, abundante y rico.
Sallequiló es otra de las tantas aldeas que pueblan la frontera de la pampa, sin altibajos ni sorpresas: una estación de ferrocarril, una plaza con municipalidad - en este caso no de Salamone -, la iglesia católica, el Banco de la Provincia, residencias de los pudientes, rodeada por varios manzanas de comercios y casas más humildes. De día el movimiento es escaso, pero cuando baja el sol, salen las camionetas, que rondan las calles en un paseo predeterminado desde la época del caballo.
El pueblo tiene un matadero de Salamone – uno de los más bien logrados en su momento. Está ubicada cerca del centro y parte del predio ha sido dedicado a un hogar para rehabilitar jóvenes con problemas. El matadero en si está abandonado a su triste suerte. La factura de los edificios de Salamone es de tal calidad que solo las superficies se descascaran. Las estructuras siguen intactas, un tributo al empeño e integridad del autor-constructor.
La entrada del modesto cementerio tiene una gruesa cruz de hormigón sobre el portón. Está en perfecto estado, recién pintado: el pueblo cuida a sus muertos. Las primeras dos visitas confirmaron dos verdades. Bernardita sintió el desconcierto por el estilo casi fascista y su impacto pero reconoció su aporte, y que esa importancia no había sido recogido por los pobladores locales. Faltaba aún una campaña más efectiva de concientización – todos los esfuerzos para detener el deterioro y validar el aporte habían hasta ahora sido en vano.
Seguimos la Ruta de Salamone hacia Guamaní, sin escala en Tres Lomas donde hay una modesta municipalidad, sin torre, un cementerio con una sencilla cruz, y un magnífico matadero, aún en uso y con ciertas modificaciones. No quería darle a Bernardita una sobredosis de Salamone en su primer día…
Salamone intentó un vuelo distinto con la torre de la municipalidad de Gaumaní. A Bernardita no le convenció. Interrumpió la línea de la torre con una serie de aberturas con curvas, similar a una obra que hizo un arquitecto holandés de la época. A las autoridades de Guamani no les interesa el edificio, pero no por dudas sobre el tratamiento de la torre. Le falta una mano de pintura, cuidado y cariño. Las persianas están en muchos casos rotos y pintados de distintos tonos de gris, marrón y blanco. La desidia reina y duele observarla carcomiendo cada vez más. Sillas, bancos y artefactos de luz originales sobreviven adentro del edificio.
La exuberante fuente en frente de la puerta principal, sin embargo, está recién pintada y remozada: luce como nueva. El mejor amigo de los edificios de Salamone es la pintura. Los paseos de mosaicos armados con diseños de los 1930, los bancos de plaza, pérgolas y lámparas están intactos, solo necesita blanquearlos.
El matadero de Guamani tiene una ubicación de privilegio sobre el principal camino de acceso al pueblo. El entorno se ha invadido su autonomía: dos altos mástiles de telecomunicaciones empequeñecen su torre y una bodega de Obras Públicas contiguo trepa sobre un costado. Un vagón de tren abandonado interrumpe en el terreno. Los únicos ocupantes del matadero hoy son bandadas de pájaros que hacen sus nidos en la torre. La oficina de turismo de Guamaní está a 100 metros en un edificio sin gracia, y nadie se da cuenta del valor histórico del insólito matadero en desuso. ¡Desoladora la visita a Gaumaní!
A pocos kilómetros, sin embargo, se encuentra la pequeña ciudad de Carhué. Carhué, junto con Coronel Pringles y Balcarce, se ha dado cuenta del valor turístico de la obra de Salamone y es un placer ver los edificios tratados con respeto y cuidado.
Carhué fue un balneario importante hasta que la laguna adyacente de Pequén se desbordó e inundó las instalaciones turísticas hace un par de décadas. El matadero de Salamone, por ejemplo, emerge de las aguas saladas de la laguna como alguna ruina antigua. Lo visité hace diez años en el bote de los bomberos; hoy se puede acercar por tierra desde el otro lado de la laguna. Su cruz con Cristo mide de más de tres metros de alto: una vez elevada sobre la tierra, ahora vive con sus pies debajo del agua. Las autoridades con un exceso de celo construyeron una pasarela para acercarse a la figura que rompe la armonía de su original puesta en escena, quitando la sensación de misterio que la rodeaba.
Había una amplia selección de hoteles y pensiones, pero escogimos el Epecuén Hotel y Spa Termal (Roque Saenz Peña 880, te. 029936-430440) por su cercanía a la plaza. El Spa ofrece un plan Relax Depurador de una semana y otra Anti Stress de cuatro días. Nosotros optamos por una noche de descanso sin terapias. Cenamos en el hotel: un Bocado Mediterráneo, Papardelle Tricolor y una botella de Etchart Torrontes – entre media docena de mesas ocupadas con comerciantes. No vi a nadie remozado por las terapias de las termas.
La terraza de nuestro cuarto daba sobre la plaza y la municipalidad. De noche el edificio de Salamone está totalmente iluminado en tonos dorados, como un crucero caribeño: parece salido de un cuento de hadas. Del otro lado de la plaza, el lado oscuro, las autoridades enseñaban a la juventud como protegerse en caso de un choque en la ruta, todo al ruidoso ritmo de rock.
El lado luminoso de Salamone, bajo una fuerte luna, me reconciliaba con el prometedor futuro de la añorada Ruta Turística. Aquí estuvimos en su epicentro. El Palacio Municipal, como se conoce el edificio aquí, fue declarado patrimonio de la ciudad. Un cartel celebra el nombramiento del edificio como monumento histórico municipal. Adentro del edificio, todo sigue como hace medio siglo. Los artefactos de luz siguen funcionando, los muebles también. Aquí se nota lo profundo de la convicción autoritario de Salamone y Fresco. El intendente reina desde un trono de madera dura forrado en terciopelo de rojo imperial, los concejales desde bancos de estilo escuela pública, de madera no más. Hoy se ven anecdóticos, sin la carga de la época.
De Carhué fuimos a Tornquist, donde Salamone hizo una clásica municipalidad con una plaza casi estilo japonés, con un estanque de agua, pasarelas y lámparas, que siguen cumpliendo con su función. Ernesto Tornquist fue una figura legendaria en la pampa durante la segunda mitad del siglo XIX. Bien conectado en Europa, consiguió un préstamo grande para salvar al Estado nacional de uno de sus periódicas debacles financieras y, a cambio, las autoridades le dieron a escoger tierras por doquier. En esta región, que lleva su nombre, alcanzan a centenares de millares de hectáreas, parte de buen campo y parte las Sierras de la Ventana, pintorescas colinas repletas de ciervos y otros ejemplares de vida silvestre.
Hoy tras una donación del empresario, hay un parque nacional y los campos buenos han pasado a manos de este abanico de personajes que quieren hacer su fortuna o mantener su posición social como estanciero, el mítico terrateniente que encandiló al parisino con su opulencia. Don Ernesto también fundó un banco, así asegurando un flujo de capital para ampliar sus posesiones alrededor de la Argentina. Mantuvo su importancia en la esfera de la banca argentina hasta que algún banco europeo con más capital y ambición lo incorporó.
Tan buen suegro como padre de fortunas, ayudó a un yerno a emularlo. Alejandro Shaw al casarse con una Tornquist fundó con su dote el Banco Shaw. No existe parentela entre el banquero y autor, aunque me nombraron tasador de las obras precolombinos de su vasto legado. Siempre creían que era el mensajero del Dr. Shaw, cuando presentaba un cheque mío de mi modesto cuenta en el Banco Shaw. El mismo destino esperaba el Banco Shaw, primero tragado por un banco mexicano, luego desapareció totalmente en otra fusión bancaria.
Don Ernesto hoy no estaría muy orgulloso con el pueblo que lleva su apellido. El único hito memorable que queda a lo largo de los años es el edificio que Salamone construyó en la plaza principal. Hoy mantiene una perenne patina dado por décadas de descuido – la ceguera del ciudadano demasiado preocupado con su sobrevivencia para que no ver lo que lo rodea. Donar es un acto noble, mantener un acto divino…
Peor sentiría don Ernesto sentado en el restaurant más recomendable del pueblo. Preguntamos a varios ciudadanos y solo uno registraba la ubicación de un lugar para almorzar. El “Restaurante Don Ernesto”, (Avda. E. Tornquist esq. Av. General Paz) de Vanina de las Mercedes Laffite, se encuentra sobre la Avenida Ernesto Tornquist. Todo parece revolver sobre el apellido del prócer. Este lugar se combina el ambiente casero de una familia humilde con una decoración de pretensiones que apunta a clase media.
Pero las apariencias puedan engañar: un lugar desordenado, desprolijo, y lento en atender. Regenteada por dos generaciones de damas, la mayor, dispersa, no parece acostumbrada atender a una clientela forastera. La menor, seguramente heredera de los genes franceses de sus antepasados Laffite, nos sorprende con un plato de sorrentinos caseros y ensalada, acompañado con una inesperada botella de Árboles de Navarro Correa.
Salimos de ‘Don Ernesto’, tomamos la Avenida E. Tornquist, y salimos del pueblo de Tornquist hacia sus sierras, pasando a través de sus antiguos campos. Para llegar al próximo pueblo de la Ruta de Salamone, teníamos que cruzar las sierras. Teníamos los datos de otra estancia que recibía visitas: no nos contestó el teléfono y fuimos directamente allí. La Estancia Cerro de la Cruz, de la apitucada familia Ayerza, quedaba cerca de la Ruta 72 y fue fácil encontrarla.
Dos perros ruidosos nos saludaron y un hombre en un pequeño tractor cortando pasto nos recibió. Su señora se encargaba de la casona en la casi permanente ausencia de los dueños. Aparte de su entorno pastoril, nos interesó porque la casona fue diseñada por el arquitecto Alejandro Bustillo en los años 1930. Bustillo fue compinche del gobernador Fresco y el gran rival de Salamone. Recibía todos los premios: hizo el Hotel Casino Provincial en Mar del Plata, El Hotel Casino Llao Llao en Bariloche y la sede del Banco de la Nación en la capital. Se estableció como el máximo referente de la arquitectura de los 1930 en la Argentina. Fuertemente ligado a la aristocracia local, Bustillo siempre cosechó la fama que se le escapó a Salamone.
La casa de la Estancia Cerro de la Cruz en si es grande, no tanto para ser ostentosa. Más normando argentino que Art Deco, no nos llamó la atención como aporte a la esencia del viaje. Menos mal, porque hay que reservar con anticipación, quedarse más de una noche, y formar parte de un grupo de por lo menos cuatro personas.
Seguimos a Sierra de la Ventana, centro de turismo provinciano de poco vuelo, popular y pueblerino. Fuimos directamente al Gran Hotel Casino Provincial, edificio de una época no definida, de autoría poco noble, y en un estado de deterioro lamentable que nos descorazonó a tal grado que huimos con vergüenza ajena. Vimos varias otras hospederías antes de calar en las “Cabañas Ojo de Agua” de Bencich, Norma (Av. San Martín s.n.). La señora Bencich evidentemente ha tenido muy malas experiencias con su clientela: carteles en cada pared anotan listas de acciones prohibidas en terminología parca, casi militar. Comimos en la pizzería de la familia y volvimos a nuestro propósito en la mañana, habiendo obedecido a la letra con todas las indicaciones escritas de la dueña.
Sábado fue destinado a ser un día glorioso para cumplir con las metas de la Ruta de Salamone: Saldungarary, Coronel Pringles, Laprida y Azul - cuatro de los hitos de la creatividad e ingenio del maestro. Cruzamos las montañas sin incidente y pronto llegamos al pequeño centro de Saldungaray, donde accidentalmente topamos con el mercado municipal que Salamone había construido. Lucía bien con una reciente capa de pintura, más que se puede decir de la municipalidad que había venido abajo desde mi última visita hace diez años.
El matadero también ha sufrido de descuido. Pero la estrella de la visita a Saldungaray es el increíble portal del cementerio: una cabeza de Cristo de un metro y medio de alto, salta en relieve de un fondo redondo de azul oscuro, como un cielo nocturno, que mide unos diez metros de diámetro. Desde la última visita un ‘desadaptado’, como lo calificó una dama local, había rota la cara de Cristo: los restauradores locales lo rehicieron con bastante buen tino, suavizando un poco los abruptos ángulos del autor original. Sigue siendo una maravilla: no se puede imaginar el impacto sin acercarse a él. Salamone impuso el concepto de que la entrada del cementerio podría ser de la misma magnitud que la de la silueta de la iglesia o la fachada del banco. Recuperó la imagen de la muerte como un estado imperante de la vida de la gente.
El progreso también tiene sus arranques en al Argentina. El camino entre Saldungaray y Coronel Pringles cuando la tomé la primera vez fue de tres horas de pura piedra: hoy es media hora de pavimento. Llegamos a Pringles a la hora del almuerzo. Otra vez costaba descubrir donde comer. Preguntamos a la gente en la calle sin recoger recomendaciones confiables. Probamos el “Hotel San Carlos” de Carlos D. Schroh (Mitre 830, te. 02922-464500). El comedor se llenó de gente gozando de un sábado primaveral y comimos una rica comida casera, sin sorpresas.
Coronel Pringles tiene una tradición de valorar el aporte de Salamone y una agrupación de ciudadanos hicieron lo posible para que las autoridades de turno respetaran sus dos imponentes edificios. La gran fuente y la plaza que rodea la municipalidad están ordenadas. Todo necesita pintura y ese cariño que caracteriza el cuidado aplicado en Carhué.
El despacho del Intendente ha sido renovado con una decoración modernoso – poco a poco las líneas estrictas del Deco van perdiendo su nitidez – víctimas del desfile de políticos con estéticas propias. Ahora los muebles de Salamone parecen fuera de foco, anacrónicos en un ambiente donde la función aniquila cualquier intento de expresión de belleza o por lo menos coherencia.
El matadero con su singular torre que lleva la inscripción ‘MATADERO MODELO’, ha tenido un destino social en los últimos tiempos. Una vez museo de carruajes, hoy es el centro de un proyecto agrícola de menor envergadura. La burocracia trepa sobre las instalaciones de faena, pero la infraestructura del viejo matadero sigue casi intacto.
Me acuerdo asistir las primeras jornadas sobre el legado de Salamone en Pringles hace una década. En ese entonces, poco después de la muestra que hicimos en Buenos Aires, había varios legisladores presentando proyectos de ley en La Plata para proteger las obras de Salamone, declarándolas ‘patrimonio provincial’. No prosperaron las iniciativas y el olvido volvió a velar los edificios del excéntrico arquitecto de la pampa.
La próxima escala fue Laprida, otra pequeña ciudad o gran pueblo según el criterio que se quiera aplicar. Es tal vez la joya más completa de la Ruta. Las calles del centro fueron cortadas, mientras que los estudiantes celebraban la llegada de la primavera con música y baile, concentrando sus actividades en la plaza de Salamone en frente de la municipalidad. El ejemplar edificio de Salamone ha perdido su escala con la construcción de una fea torre de departamentos pegada a un lado. Parece que hay una orden en la jerarquía del perfil de una plaza – se ha comprobado en el interior de Uruguay. Primero se planta la iglesia, luego la municipalidad, el banco, y hoy la torre de departamentos: cada uno quiere superar los otros en altura. El error fue de Salamone, de ubicar su edificio en una vereda con terrenos adyacentes disponibles.
Laprida tiene una intendente que ha impuesta una paleta de rosa en el interior del edificio. Ha bajado techos, achicado oficinas, amononando al interior a desmedro del diseño original de Salamone. Los majestuosos muebles de los 1930 ya se ven arrinconados, reliquias de otra época. Me fui con un agridulce sabor al tratar de determinar el futuro del legado de Salamone. Si tomó medio siglo para rescatar la Biblioteca Nacional de los destrozos de la humedad y el Museo Nacional de Bellas Artes de las goteras sobre los cuadros ¿qué destino se puede esperar para los singulares obras de Salamone?
En todo caso, la obra más grandiosa de Salamone es el portal del cementerio de Laprida. También el progreso le ha quitado vuelo. Antes quedaba al final de una gran avenida de frondosos árboles. Hace poco podaron los árboles a su más mínima expresión, dejando la entrada en un lamentable estado de desnudez. El cartel que nombra Salamone como el creador del proyecto ha desaparecido desde mi visita previa. De todos modos, el portal se impone sobre el horizonte de la pampa como una Torre Eiffel o la Estatua de la Libertad sobre sus particulares entornos. Por supuesto, hay que ver para creer…
El matadero sigue intacto – hoy explotado por el Frigorífico Aller SRL, y funciona a la escala que Salamone había previsto. Uno de los dos empleados, que vive en el lugar, estaba limpiando los restos de una faena de cerdos, preparando para la llegada de una tropa de reses. El único cambio en los últimos diez años es la pérdida de las icónicas letras – M A T A D E R O – cada una de medio metro de alto – que se distinguía desde la distancia, junto con la torre del cementerio, al acercarse de la pampa.
Salimos hacia la ruta. En el camino vimos a un cartel que anunciaba ‘La Estancia El Olvido’. Parecía cerrar el ciclo. El pasado es un estado futuro en Argentina: el presente es una constante espera para un futuro que se convierte en pasado antes de que ocurriera.
En el camino hacia Azul, el paradero final de nuestra Ruta, la policía provincial nos paró. Una chapa chilena es como un imán. Fue la primera vez desde la frontera y no me acordaba donde había guardado todos los documentos relevantes, sobre todo mi licencia de conducir vigente. Para ganar tiempo, entregué un permiso internacional vencido. El cabo llevó todo a su jefe. Volvió con una sonrisa: “Su carnet está vencido. El comisario quiere hablarle.”
Por suerte en el interludio encontré el permiso chileno y lo presenté. Las sonrisas desaparecieron en el acto. Me devolvió la documentación sin mirarme y dijo al cabo: “Puede seguir…” ¿Cuánto me hubieran quitado estos buitres si no había encontrado el documento?
Azul es toda una ciudad, con encanto y personalidad. Tuvo su auge hace un siglo y los restos de un breve momento de gloria siguen casi intactos. La mano de Salamone decoró la plaza principal y la entrada de otra. Llegó un par de décadas tarde para poder hacer la municipalidad. Pero impuso la obra más conocida de su carrera: el gigante ángel que guarda el portal del cementerio. A pesar de graffiti y superficies de pintura saltada, su presencia es descomunal, inesperada…
Nos instalamos en el Gran Hotel Azul, donde habíamos empezado el recorrido con Micky Wolfson hace diez años. Es un hotel de 120 habitaciones y solo una docena de huéspedes. Un grupo económico ha comprado la carcasa para restaurarla con casino y agregar todas las comodidades de la postmodernidad. Los cuartos son amplios, con techos altos, pisos de parquet – todo rescatable y en gran parte reciclable.
Salimos a buscar un restaurant que se llamaba “El Rincón de Burgos”. Nos enviaron a la cercana calle Burgos. Nada que ver, se encontraba en otras esquinas. Caminando por Burgos, sin embargo, encontramos un pequeño boliche, “El Rancho 1880” (Olavarría y Burgos, te. 435758). La dueña había logrado una decoración campestre, con infinidades de productos regionales, y solo ofrecía bandejas de quesos y fiambres, todas deliciosas.
Cuando mencioné Salamone, la dueña dijo que su madre fue hermana de la mujer de Salamone y una dama en la mesa al lado nos retó por no haber hecho escala en Balcarce, donde tiene tres importantes obras. Sentía algo de alivio: ¡Salamone existe! Hay gente que lo tiene en cuenta…
El último día hicimos nuestra primera compra importante: una manta salteña tejida con colores fuertes, y firmada en cada franja por su autora Rosalía Taquichiri A. “El Rincón Monalisa” de Juan José Vidal (Olavaria 449 esq., te 02281-425112) es una mezcolanza de todos los intereses estéticos de una familia. Uno se dedica a la miel, otro a hacer muebles en madera, otra a buscar bellas artesanías – después de ver tantas malas ‘artesanías’ – revive la esperanza…
Almorzamos en el Restaurante y Parrilla ‘La Amistad’ (H. Irigoyen 368, te 43-5368). Habíamos sido rechazados la noche anterior: la parrilla tiene muchas amistades en Azul. Hoy también se llenó poco después de que llegamos primeros. Probamos morcillas y chorizos, mollejas y riñones, un jugoso bife: todo con este gusto de parrilla que solo se encuentra en un lugar así en la Argentina.
La Ruta de Salamone se terminó, tres intensos días de aventura y confirmación. Salamone sí vale la pena, Bernardita me lo respaldó. No es para todos. Pero en un mundo donde se homogeneiza tanto, un plato fuerte, hasta agresivo tiene su lugar en el menú estético que busca sorprender, hasta asombrar.
Mis proyectos divertidos se convierten en pasiones, hasta obsesiones, a lo largo. Cuando vi por primera vez fotografías de las obras arquitectónicas de Francisco Salamone, tomadas por un compañero de las rutas contrarias, Alberto Bellucci, perenne gozador de los flagelos administrativos estatales, me produjo una suerte de mórbida fascinación. Hablaron de un pasado cuya dignidad es difícil de justificar… una evaluación que supera su valor intrínseco edilicio.
Vienen a la pantalla de los recuerdos ciertos edificios Art Deco de Miami Beach en la época de su dorada decadencia, en los 1950, cuando cada tesoro del diseño típico de los 1930 fue poblado con media docena de decrépitos jubilados manteniendo el tenue ritmo de un vals con los vaivenes de sus sillas hamacas. Todo en un pausado deterioro – gente, muebles, inmuebles.
U otro ejemplo: Las Vegas de los 1960, cuando el pecado pasó a pantalones largos y logró una reocupación del Viejo Oeste. Las Vegas del asesinato del tigre del ‘ring’, Ringo Bonavena en un hipermercado del sexo, aquel rancho-burdel de Barbie-putas, donde algún enojón lo mató a balas, el Las Vegas del ‘Rat Pack’ de Frank Sinatra y Cía., el reinado abierto de la Mafia, con una arquitectura recordatoria de sus valores, que reflejaba la gloria del azar y sus actividades afines. La arquitectura de los malos chistes…
Las estrafalarias estructuras de Francisco Salamone, oriundo de Italia, no de Sicilia como lo acusan las malas lenguas, sino de Calabria, me hicieron eco de este espíritu fronterizo, donde el hombre, libre de códigos, conquista un nuevo espacio con la libertad de libertinaje, donde todo vale, y la construye al compás de sus fantasías. Miami: sol calentando la desolación; Las Vegas: desierto atenuado por la tentación; y los extremos de la Provincia de Buenos Aires: iconos eternizando los emblemas de Familia, Autoridad Terrenal y el Reino de Díos en duradero cemento reforzado en pueblos que empezaron como fortines.
Esta pasajera introducción a las fotos de los portales de cementerios, mataderos modelos, y municipalidades grandilocuentes de Francisco Salamone rondaban en los esquivos archivos de la memoria. Pero nunca relacionada con Argentina. Valía la pena divulgarla. Produjimos aquella publicación sobre el arte decorativo y propagandístico de la Argentina – con el Angel de la Guarda del cementerio de Azul de Salamone en la tapa – para la Fundación Wolfsonian – y nos sorprendimos con la entusiasmada respuesta que recibimos– sobre todo por las fotos de Bellucci.
Fuimos con él, Ernesto Katzenstein y José María Peña, también arquitectos de iniciativas y gustos propios, para presentar ‘The Argentine Issue’ del ‘Journal of Decorative and Propagandistic Arts’ en el ahora Museo de Arte Contemporáneo de Miami. Fue el debut de la obra de Salamone en el exterior. Aún le faltaba un evento similar en la Argentina, que pronto se cumplió con su lanzamiento en sociedad en el Museo Nacional de Artes Decorativas (Alberto Bellucci - director).
Ni su familia tenía documentación de sus 70 edificios, colocados aparentemente por el azar en unos 25 pueblos a través de la Provincia de Buenos Aires. Seguían la línea de guarniciones militares que defendía la pampa de los indios hace un poco más de un siglo. Tampoco las autoridades competentes tenían registro del paso de Salamone. Los hacedores en la Argentina prestan poca atención al Estado donde sus funcionarios, no rinde ningún rédito.
Salamone no se molestó en presentar sus proyectos a los entes correspondientes de la provincia. Trabajaba directamente bajo los ordenes del Gobernador, Juan Manuel Fresco – figura autoritaria de eventual tinte nazi de la ‘década infame’. Salamone convencía directamente a los intendentes de cada lugar del valor de tener ejemplos de sus edificios, y entre Fresco y sus aliados locales, la voluntad política y la plata aparecían como por arte de magia.
Cada pueblo sería beneficiario de una municipalidad con torre (y reloj) más alto que la de la iglesia adyacente, y en sus afueras de un cementerio que haría recordar a los muertos de la gloria de Díos y sus representantes en la tierra – los capos del Estado y el clero. Saliendo por otro camino, un matadero modelo con torre también, santificaba la brutal tarea de convertir reses en el principal sustento del alma argentina.
Salamone construyó sus 75 edificios en tres años – 1937-1939 - sin que nadie del Establishment porteño se diera cuenta. Empezó como constructor de caminos en lejanas provincias y después de un breve exilio financiero en Uruguay, volvió a construir más rutas y pavimentar más calles urbanas. De 1939 a su muerte en 1959, solo construyó dos casas de departamentos en la ciudad de Buenos Aires, una de ellas al lado del Hotel Alvear Palace. Ninguno de los rasgos de su genial intervención en la pampa llegó a la capital; solo un bosquejo de una enorme torre puesta estratégicamente donde la Avenida de Mayo cruza la Avenida Nueve de Julio, una sede propuesta para todas las delegaciones de las provincias en la capital federal. Nunca fue considerado como factible.
Fue gracias a un gringo insólito, Micky Wolfson, que Salamone se escapó del anonimato total. A nadie en el país se le ocurrió hilar la cadena de obras en pueblos en paraderos donde ningún porteño con inquietudes culturosas pisaría, que entre los cuales quedaban centenares de kilómetros y visitarlos todos implicaría una gira de más de 2.000 kilómetros.
Micky Wolfson apareció por primera vez en mi radar en el año 1995 cuando donó un millón de dólares al Museo de Arte de nuestra universidad, Princeton, y llevaba el cheque en su propio vagón de tren hasta la pequeña estación en aquel pueblo de New Jersey. Me parecía alguien que valía la pena conocer. Un año después, por estas casualidades que enriquecen la vida, Micky llegó a Buenos Aires y lo conocí en una cena en la casa de Miranda Green.
De este viaje salió el proyecto de la publicación. Después del pequeño furor que produjo, Salamone volvió a la tumba de los arquitectos desconocidos. Cuatro alumnos de arquitectura habían hecho su tesis sobre las obras en un par de pueblos en 1983: nunca fue publicada. En los noventa nadie publicó nada en Argentina. Había un grupo de Salamonéfilos en la paupérrima Universidad de La Plata, pero no había ni presupuesto para tomar un bus a uno de los pueblos cercanos para ver la obra.
Micky Wolfson es un ser persistente y consecuente, producto que solo florece a desmedidas dimensiones en los Estados Unidos. Heredero del magnate de la televisión del sur de Florida, dedicó su legado y su energía a obras de beneficencia de su gusto – sobre todo la educación. Buscó un rincón aún no descubierto por los coleccionistas ‘profesionales’, lo descubrió y armó una acumulación de mas de 100.000 piezas con hogares en un castillo en Génova y varios edificios Art Deco en Miami. Su tema: las artes decorativas y propagandísticas entre 1876 y 1945. Ningún gringo con pretensiones de propulsarse a la estratósfera de la sociedad consideraría este tema digno de su tiempo y plata.
En 1995 decidió emprender un viaje en torno de todas las ex-colonias británicas. Gustelo o no, la Argentina aparecía – económicamente – en la lista de los lugares que una vez figuraban en rosado en gran proporción del globo. La meta principal de Micky en aquel retorno a Argentina fue ver de cerca los edificios de Salamone. Todavía ningún argentino había hecho la gira. Me invitó a acompañarlo y las tres damas que viajaba con él, dos de Estados Unidos y una porteña, Puppe Mandl. Aquel fin de semana del invierno de 1996 detonó el descubrimiento y puesta en marcha de la revalidación de Francisco Salamone y del alcance de su obra.
Viajamos tres horas en el tren de la noche a Azul. Los trenes son otra pasión de Micky: guardaba los vagones que coleccionaba en un hangar en el Zoo de Miami, hasta que el huracán Andrew los aplastó, derrumbando el techo sobre ellos. Llegamos a Azul en esas horas que no son de noche ni de día, cuando nadie deambula por ninguna parte. Dormimos el rato que nos quedó hasta el alba, y comenzamos el periplo por los pueblos abarcables en dos días desde Azul, o sea, Coronel Pringles, Laprida, Saldungaray y Pellegrini. Luego dormimos en Bahía Blanca, donde los personajes culturales nos recibieron con brazos abiertos. Al volver, había un error en las reservas y el avión nuestro había partido el día anterior. Los tres extranjeros tenían conexiones con vuelos a casa esta misma noche. Mickey, implacable, alquiló una avioneta para llevarnos a Ezeiza, un vuelo de terror en plena tormenta, el feroz final a una historia con felices repercusiones.
Saqué fotos de todo lo que vimos relacionado a Salamone y armé una carpeta, en principio para el goce de Micky. Los amigos que la vieron quedaron tan impactados que decidí tratar de armar una exposición sobre la mágica obra de Salamone. Una amiga, Susana López Merino ocupaba el puesto de directora de cultura en Mar del Plata, y ella me presentó a Luis Verdi, el entonces capo de la cultura de toda la provincia. Le gustó el proyecto y aceptó financiarlo. Así con los vaivenes normales del caso, logramos con la colaboración directa de mis hijos, Tania y sobre todo Tom, y la ayuda de muchos, presentar fotos de unos sesenta y pico de obras en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires en noviembre de 1997, en el contexto de la Bienal Internacional de Arquitectura. Los primeros en aplaudir el esfuerzo fueron César Pelli, Mario Botto, Norman Foster y Rem Koolhaus. Allí empezó la cadena: Mar del Plata, varios de los pueblos en donde se originó la obra, y gracias a la intervención de Pampa Risso Patrón, la muestra fue aceptada en FotoFest 1998 y expuesta en el museo de la Universidad de Houston. Luego viajó a la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Chile, acumulando metros de comentarios en la prensa escrita y horas de televisión y radio.
Hasta en la misma Argentina empezaron a darle bolilla a Salamone.
Algunos arquitectos de Buenos Aires escribieron notas sobre la exposición. La Universidad de Mar del Plata sacó un libro técnico sobre parte de la obra – ¡solo 45 años después del hecho! Sin embargo, Salamone y su obra seguían flotando sin el reconocimiento que merecían. Mi hijo Tom diseñó una muestra para comparar el estado de los edificios en 1997 con su situación actual, en tomas hechos por otros dos fotógrafos, Gabriel Cano y Bebe Tesio. Fue presentado en el Centro Cultural Borges en octubre de 2007. En el ínterin las obras habían sido descubiertas por artistas: Marcos López hizo una emblemática foto de la cruz de bajo de las aguas de la laguna Pequén en Carhué – por suerte, antes de que las autoridades locales construyeron un paso peatonal elevado para acercarse a la obra -- y Esteban Pastorino una perturbadora serie de nocturnos de varios edificios. Para mí, ya el paso definitivo se produjo: Salamone entró en el léxico de otros artistas, no los académicos sino los auténticos.
A todo eso, desde la frontera de la Provincia de la Pampa uno está a un paso de la ‘Ruta de Salamone’, y una parte de mi proyecto del viaje fue mostrarle a Bernardita una selección acotada de la obra del maestro.
Volvemos al viaje y sus acontecimientos. Salimos de nuestro nido en Sarah rumbo la Provincia de Buenos Aires, que cubre 307.000 kilómetros cuadrados. Volvimos a la Ruta 188 y sus sucesivos carteles que ordenan la vida del viajero.
Mis parámetros para viajes en auto vienen de los pequeños caminos de Europa – Inglaterra, Francia, Italia, Portugal - donde se puede combinar relajantes paisajes rurales, iconos arquitectónicos, fabulosos restaurants y cómodas hosterías económicas. Generalmente ninguna de los integrantes de esta formula esta disponible en Latino América. Las excepciones tradicionales son el sur de México y la ruta del barroco en Brasil: donde se ofrece buena relación costo-beneficio como te suelen decir los vendedores de vinos de las rutas chilenas. La Argentina nunca se ha esmerado en su trato y cuidado del bien estar del viajero, pero ya está mejorando notablemente.
Partimos rumbo a la Provincia de Buenos Aires sin grandes expectativas en términos del confort y acogida. Los últimos kilómetros de La Pampa, finalmente bajo un sol radiante, levantaron el ánimo y hasta produjo un cierto grado de optimismo. Campos arados, praderas sembradas, otras ya verdes con manchas de negro, de marrón, de blanco, masas de animales consumiendo revitalizados pastos primaverales.
Las lagunas al costado del camino sorprenden: familia de flamencos agregan un color rosado a los tonos de tierras predominantes, parejas de patos, hasta solitarias cigüeñas paradas, como ‘hitchhikers’ en espera de transporte gratuito. La naturaleza parece adaptar las costumbres del progreso a su andar.
Entramos en el pueblo (los nativos dirían incipiente ciudad) de Intendente Alvear para cambiar plata. En el Banco de la Nación Argentina, el cajero me anunció en voz contundente: “Banco Nación no compra dólares”. Me sorprendió la actitud y salí en busca del único otro banco del ‘pueblo’. Ya subiendo al auto, me paran dos jóvenes, preguntándome si quiero comprar pesos – uno era empleado del mismo Banco Nación… Les vendí en plena calle cuatro billetes de cien dólares y el ‘banquero’, como yapa, me aconsejó no aceptar ningún billete argentino con la inscripción estampada: ‘No a las pasteleras´ o ‘No a Botnia’. “El Banco los ha declarado sin valor”. Veteranos de los Patacones, los bonos provincianos, y demás aberraciones de la moneda argentina, un sencillo sello conmemorando la bronca nacional contra los hermanos uruguayos no nos iba a afectar en lo más mínimo.
Con este preaviso asimilado, buscamos un restaurant. Encontramos “La Cuadra” de Enrique Carlos Velcott (Calle 25 de Mayo 1138, te. 02302-15 414131), aparentemente el único en Intendente Alvear, donde don Carlos nos sirvió – a solas con el televisor y su suegra – un surtido de fiambres de su elaboración: pío nono, jamón crudo, matambre, lechón en escabeche y rollo primavera, todos frescos y sabrosos. Nuestro anfitrión había dejado la albañilería por la cocina hace poco y tenía buena mano.
Cruzamos la línea imaginaria que separa La Pampa de Buenos Aires sin darnos cuenta. Fuimos directamente a Pellegrini, la primera escala en la Ruta de Salamone. Es un buen pueblo para empezar el adoctrinamiento de Bernardita en la locura de Francisco Salamone.
Pellegrini es un típico pueblo de la pampa bonaerense, armado como un tablero de ajedrez, que irradia desde la plaza principal hacia el mar de campo a su alrededor. Un centro cívico se conforma con los tres iconos principales de la vida argentina: municipalidad, iglesia y banco. Lo rodean los anillos de comercios y residencias, todos de uno o dos pisos de altura. Pellegrini tuvo su pequeño salto a la inmortalidad – sin darse cuenta – cuando Salamone proyectó y construyó la municipalidad en 1937. El edificio, un faro blanco como pene erguido, pasa desapercibido por los púdicos residentes. Nadie se da cuenta de su protagónica presencia. Como el rey sin ropa, todos lo obvian con modestia si no repulsión. Como un defecto físico demasiado intruso, la municipalidad de Salamone cumple su función, pero sin deleitar a sus usuarios. Cualquier edificio vale, da lo mismo.
La municipalidad de Salamone está rodeada por un amplio parque, no en forma de plaza, sino de espacio verde, con caminos de baldosas estilo Copacabana, lámparas extravagantes, bancos de plaza de cemento con reminiscencias Art Deco, un festín de mal gusto para algunos, una celebración del espacio para otros. La imponente torre de Salamone con su reloj que recuerda que la vida camina con pasos gigantes hacia su fin, y que tú, ciudadano, te vas, pero yo, emblema de la autoridad terrenal, persisto. De todos modos, Salamone también realzaba el impacto de los cementerios para asegurarse la inmortalidad como artista…
Pueblos enteros han vivido bajo la impronta de Salamone sin darse cuenta. Para alguien que nunca vio otra cosa, un edificio de Salamone es el denominador común de la construcción municipal. Sus interferencias en el horizonte de la pampa ya conforman parte de la experiencia colectiva. Somos pocos los que reconocen en su obsesión un grito para cambiar el status quo y poblar el paisaje con hitos de una filosofía política pasajera.
Otra faceta de la sagacidad de Salamone es su tratamiento del matadero. Todos los pueblos de la pampa tenían su matadero. El matadero como el cementerio se ubicaba lejos de la cotidianeidad – fueron temas de los demonios que intentaban contra la vida. Salamone fue el antitesis del hindú en su visión de la realidad de las cosas y sus versiones pulidas para el consumo general. La muerte como tema duele, y por eso se esconde. Pero aún escondido, debe ejercer su predominio en los ciclos de la vida.
Para Salamone, el matadero era también un templo que merecía su torre a la par de una municipalidad. La actividad de faenar carne para Salamone era tan importante que la de las leyes o de la contabilidad. La carne fue la base de la formación física de cada argentino, de la fibra casi teutónica de cada joven que iba a construir la nueva Argentina que la visión del gobernador Fresco y la arquitectura de Salamone implicaba.
La municipalidad quedó como modelo de administración cívica en vigencia, el cementerio como el lugar de intercambio entre la tierra y el cielo, pero el matadero perdió su papel. La carne se globalizó y su preparación para la exportación pasó a las manos de los grandes, dejando los mataderos de pueblo sin función. El matadero de Pellegrini fue un ejemplo de este desplazamiento hacia los frigoríficos internacionales.
Atrapado en el eje de la ampliación de los caminos de acceso al pueblo, el matadero ha sido echado al azar del olvido. Antes un gran portón llevaba las letras emblemáticas del Art Deco – M A T A D E RO. Hoy las letras no están. El edificio se queda acorralado entre los ejes del nuevo camino, a la deriva, con un destino que no le interesa a nadie del pueblo. Había un intento de reciclarlo como matadero, pero fracasó.
Nos quedamos en el Hotel Larrañaga (te. 022392-498551) de Eduardo Pedro Larrañaga, cuyo escudo en la tarjeta del hospedaje representa un mapa de las Américas bajo una cruz, fechado 1629. El hotel tiene pinta de un claustro del aquella época y en si es insólito, por decirle algo a favor. La administradora vende raquíticas estrellas de mar y escultóricos caracoles de bivalvos importados del lejano Atlántico. Pienso en Bruce Chatwin y su crónica de la Patagonia cuando hago comentarios despreciativos, pero en ese caso, no hay otro… Las persianas de las habitaciones de la planta baja han sido cerradas a martillo para evitar las roturas ocasionadas por los vientos tempestuosos de la pampa. Es el lugar más oscuro que he conocido en 65 años de frecuentar hoteles. Pero su ubicación es estratégica para nosotros, a pasos de la plaza donde reina la municipalidad.
La falta de luz estimula el buen dormir y arrancamos cerca de mediodía hacia Salliqueló. Paramos en la típica parrilla de carretera en el cruce de la Ruta Nacional 5 y el camino de acceso a Pellegrini, la Cabaña Restaurante Parrilla de María Nieves Seivald, donde nos sirvieron un robusto bife de chorizo jugoso y compacto y una abundante ensalada mixta con una botella de Goyenechea Sauvignon Blanc (15 euros). En los últimos diez años la clientela de los restaurants de ruta ha subido de pelo. Antes se compuso de camioneros y hoy de chacreros y comerciantes. Como siempre la comida alcanza un alto nivel casero – sencillo, directo, abundante y rico.
Sallequiló es otra de las tantas aldeas que pueblan la frontera de la pampa, sin altibajos ni sorpresas: una estación de ferrocarril, una plaza con municipalidad - en este caso no de Salamone -, la iglesia católica, el Banco de la Provincia, residencias de los pudientes, rodeada por varios manzanas de comercios y casas más humildes. De día el movimiento es escaso, pero cuando baja el sol, salen las camionetas, que rondan las calles en un paseo predeterminado desde la época del caballo.
El pueblo tiene un matadero de Salamone – uno de los más bien logrados en su momento. Está ubicada cerca del centro y parte del predio ha sido dedicado a un hogar para rehabilitar jóvenes con problemas. El matadero en si está abandonado a su triste suerte. La factura de los edificios de Salamone es de tal calidad que solo las superficies se descascaran. Las estructuras siguen intactas, un tributo al empeño e integridad del autor-constructor.
La entrada del modesto cementerio tiene una gruesa cruz de hormigón sobre el portón. Está en perfecto estado, recién pintado: el pueblo cuida a sus muertos. Las primeras dos visitas confirmaron dos verdades. Bernardita sintió el desconcierto por el estilo casi fascista y su impacto pero reconoció su aporte, y que esa importancia no había sido recogido por los pobladores locales. Faltaba aún una campaña más efectiva de concientización – todos los esfuerzos para detener el deterioro y validar el aporte habían hasta ahora sido en vano.
Seguimos la Ruta de Salamone hacia Guamaní, sin escala en Tres Lomas donde hay una modesta municipalidad, sin torre, un cementerio con una sencilla cruz, y un magnífico matadero, aún en uso y con ciertas modificaciones. No quería darle a Bernardita una sobredosis de Salamone en su primer día…
Salamone intentó un vuelo distinto con la torre de la municipalidad de Gaumaní. A Bernardita no le convenció. Interrumpió la línea de la torre con una serie de aberturas con curvas, similar a una obra que hizo un arquitecto holandés de la época. A las autoridades de Guamani no les interesa el edificio, pero no por dudas sobre el tratamiento de la torre. Le falta una mano de pintura, cuidado y cariño. Las persianas están en muchos casos rotos y pintados de distintos tonos de gris, marrón y blanco. La desidia reina y duele observarla carcomiendo cada vez más. Sillas, bancos y artefactos de luz originales sobreviven adentro del edificio.
La exuberante fuente en frente de la puerta principal, sin embargo, está recién pintada y remozada: luce como nueva. El mejor amigo de los edificios de Salamone es la pintura. Los paseos de mosaicos armados con diseños de los 1930, los bancos de plaza, pérgolas y lámparas están intactos, solo necesita blanquearlos.
El matadero de Guamani tiene una ubicación de privilegio sobre el principal camino de acceso al pueblo. El entorno se ha invadido su autonomía: dos altos mástiles de telecomunicaciones empequeñecen su torre y una bodega de Obras Públicas contiguo trepa sobre un costado. Un vagón de tren abandonado interrumpe en el terreno. Los únicos ocupantes del matadero hoy son bandadas de pájaros que hacen sus nidos en la torre. La oficina de turismo de Guamaní está a 100 metros en un edificio sin gracia, y nadie se da cuenta del valor histórico del insólito matadero en desuso. ¡Desoladora la visita a Gaumaní!
A pocos kilómetros, sin embargo, se encuentra la pequeña ciudad de Carhué. Carhué, junto con Coronel Pringles y Balcarce, se ha dado cuenta del valor turístico de la obra de Salamone y es un placer ver los edificios tratados con respeto y cuidado.
Carhué fue un balneario importante hasta que la laguna adyacente de Pequén se desbordó e inundó las instalaciones turísticas hace un par de décadas. El matadero de Salamone, por ejemplo, emerge de las aguas saladas de la laguna como alguna ruina antigua. Lo visité hace diez años en el bote de los bomberos; hoy se puede acercar por tierra desde el otro lado de la laguna. Su cruz con Cristo mide de más de tres metros de alto: una vez elevada sobre la tierra, ahora vive con sus pies debajo del agua. Las autoridades con un exceso de celo construyeron una pasarela para acercarse a la figura que rompe la armonía de su original puesta en escena, quitando la sensación de misterio que la rodeaba.
Había una amplia selección de hoteles y pensiones, pero escogimos el Epecuén Hotel y Spa Termal (Roque Saenz Peña 880, te. 029936-430440) por su cercanía a la plaza. El Spa ofrece un plan Relax Depurador de una semana y otra Anti Stress de cuatro días. Nosotros optamos por una noche de descanso sin terapias. Cenamos en el hotel: un Bocado Mediterráneo, Papardelle Tricolor y una botella de Etchart Torrontes – entre media docena de mesas ocupadas con comerciantes. No vi a nadie remozado por las terapias de las termas.
La terraza de nuestro cuarto daba sobre la plaza y la municipalidad. De noche el edificio de Salamone está totalmente iluminado en tonos dorados, como un crucero caribeño: parece salido de un cuento de hadas. Del otro lado de la plaza, el lado oscuro, las autoridades enseñaban a la juventud como protegerse en caso de un choque en la ruta, todo al ruidoso ritmo de rock.
El lado luminoso de Salamone, bajo una fuerte luna, me reconciliaba con el prometedor futuro de la añorada Ruta Turística. Aquí estuvimos en su epicentro. El Palacio Municipal, como se conoce el edificio aquí, fue declarado patrimonio de la ciudad. Un cartel celebra el nombramiento del edificio como monumento histórico municipal. Adentro del edificio, todo sigue como hace medio siglo. Los artefactos de luz siguen funcionando, los muebles también. Aquí se nota lo profundo de la convicción autoritario de Salamone y Fresco. El intendente reina desde un trono de madera dura forrado en terciopelo de rojo imperial, los concejales desde bancos de estilo escuela pública, de madera no más. Hoy se ven anecdóticos, sin la carga de la época.
De Carhué fuimos a Tornquist, donde Salamone hizo una clásica municipalidad con una plaza casi estilo japonés, con un estanque de agua, pasarelas y lámparas, que siguen cumpliendo con su función. Ernesto Tornquist fue una figura legendaria en la pampa durante la segunda mitad del siglo XIX. Bien conectado en Europa, consiguió un préstamo grande para salvar al Estado nacional de uno de sus periódicas debacles financieras y, a cambio, las autoridades le dieron a escoger tierras por doquier. En esta región, que lleva su nombre, alcanzan a centenares de millares de hectáreas, parte de buen campo y parte las Sierras de la Ventana, pintorescas colinas repletas de ciervos y otros ejemplares de vida silvestre.
Hoy tras una donación del empresario, hay un parque nacional y los campos buenos han pasado a manos de este abanico de personajes que quieren hacer su fortuna o mantener su posición social como estanciero, el mítico terrateniente que encandiló al parisino con su opulencia. Don Ernesto también fundó un banco, así asegurando un flujo de capital para ampliar sus posesiones alrededor de la Argentina. Mantuvo su importancia en la esfera de la banca argentina hasta que algún banco europeo con más capital y ambición lo incorporó.
Tan buen suegro como padre de fortunas, ayudó a un yerno a emularlo. Alejandro Shaw al casarse con una Tornquist fundó con su dote el Banco Shaw. No existe parentela entre el banquero y autor, aunque me nombraron tasador de las obras precolombinos de su vasto legado. Siempre creían que era el mensajero del Dr. Shaw, cuando presentaba un cheque mío de mi modesto cuenta en el Banco Shaw. El mismo destino esperaba el Banco Shaw, primero tragado por un banco mexicano, luego desapareció totalmente en otra fusión bancaria.
Don Ernesto hoy no estaría muy orgulloso con el pueblo que lleva su apellido. El único hito memorable que queda a lo largo de los años es el edificio que Salamone construyó en la plaza principal. Hoy mantiene una perenne patina dado por décadas de descuido – la ceguera del ciudadano demasiado preocupado con su sobrevivencia para que no ver lo que lo rodea. Donar es un acto noble, mantener un acto divino…
Peor sentiría don Ernesto sentado en el restaurant más recomendable del pueblo. Preguntamos a varios ciudadanos y solo uno registraba la ubicación de un lugar para almorzar. El “Restaurante Don Ernesto”, (Avda. E. Tornquist esq. Av. General Paz) de Vanina de las Mercedes Laffite, se encuentra sobre la Avenida Ernesto Tornquist. Todo parece revolver sobre el apellido del prócer. Este lugar se combina el ambiente casero de una familia humilde con una decoración de pretensiones que apunta a clase media.
Pero las apariencias puedan engañar: un lugar desordenado, desprolijo, y lento en atender. Regenteada por dos generaciones de damas, la mayor, dispersa, no parece acostumbrada atender a una clientela forastera. La menor, seguramente heredera de los genes franceses de sus antepasados Laffite, nos sorprende con un plato de sorrentinos caseros y ensalada, acompañado con una inesperada botella de Árboles de Navarro Correa.
Salimos de ‘Don Ernesto’, tomamos la Avenida E. Tornquist, y salimos del pueblo de Tornquist hacia sus sierras, pasando a través de sus antiguos campos. Para llegar al próximo pueblo de la Ruta de Salamone, teníamos que cruzar las sierras. Teníamos los datos de otra estancia que recibía visitas: no nos contestó el teléfono y fuimos directamente allí. La Estancia Cerro de la Cruz, de la apitucada familia Ayerza, quedaba cerca de la Ruta 72 y fue fácil encontrarla.
Dos perros ruidosos nos saludaron y un hombre en un pequeño tractor cortando pasto nos recibió. Su señora se encargaba de la casona en la casi permanente ausencia de los dueños. Aparte de su entorno pastoril, nos interesó porque la casona fue diseñada por el arquitecto Alejandro Bustillo en los años 1930. Bustillo fue compinche del gobernador Fresco y el gran rival de Salamone. Recibía todos los premios: hizo el Hotel Casino Provincial en Mar del Plata, El Hotel Casino Llao Llao en Bariloche y la sede del Banco de la Nación en la capital. Se estableció como el máximo referente de la arquitectura de los 1930 en la Argentina. Fuertemente ligado a la aristocracia local, Bustillo siempre cosechó la fama que se le escapó a Salamone.
La casa de la Estancia Cerro de la Cruz en si es grande, no tanto para ser ostentosa. Más normando argentino que Art Deco, no nos llamó la atención como aporte a la esencia del viaje. Menos mal, porque hay que reservar con anticipación, quedarse más de una noche, y formar parte de un grupo de por lo menos cuatro personas.
Seguimos a Sierra de la Ventana, centro de turismo provinciano de poco vuelo, popular y pueblerino. Fuimos directamente al Gran Hotel Casino Provincial, edificio de una época no definida, de autoría poco noble, y en un estado de deterioro lamentable que nos descorazonó a tal grado que huimos con vergüenza ajena. Vimos varias otras hospederías antes de calar en las “Cabañas Ojo de Agua” de Bencich, Norma (Av. San Martín s.n.). La señora Bencich evidentemente ha tenido muy malas experiencias con su clientela: carteles en cada pared anotan listas de acciones prohibidas en terminología parca, casi militar. Comimos en la pizzería de la familia y volvimos a nuestro propósito en la mañana, habiendo obedecido a la letra con todas las indicaciones escritas de la dueña.
Sábado fue destinado a ser un día glorioso para cumplir con las metas de la Ruta de Salamone: Saldungarary, Coronel Pringles, Laprida y Azul - cuatro de los hitos de la creatividad e ingenio del maestro. Cruzamos las montañas sin incidente y pronto llegamos al pequeño centro de Saldungaray, donde accidentalmente topamos con el mercado municipal que Salamone había construido. Lucía bien con una reciente capa de pintura, más que se puede decir de la municipalidad que había venido abajo desde mi última visita hace diez años.
El matadero también ha sufrido de descuido. Pero la estrella de la visita a Saldungaray es el increíble portal del cementerio: una cabeza de Cristo de un metro y medio de alto, salta en relieve de un fondo redondo de azul oscuro, como un cielo nocturno, que mide unos diez metros de diámetro. Desde la última visita un ‘desadaptado’, como lo calificó una dama local, había rota la cara de Cristo: los restauradores locales lo rehicieron con bastante buen tino, suavizando un poco los abruptos ángulos del autor original. Sigue siendo una maravilla: no se puede imaginar el impacto sin acercarse a él. Salamone impuso el concepto de que la entrada del cementerio podría ser de la misma magnitud que la de la silueta de la iglesia o la fachada del banco. Recuperó la imagen de la muerte como un estado imperante de la vida de la gente.
El progreso también tiene sus arranques en al Argentina. El camino entre Saldungaray y Coronel Pringles cuando la tomé la primera vez fue de tres horas de pura piedra: hoy es media hora de pavimento. Llegamos a Pringles a la hora del almuerzo. Otra vez costaba descubrir donde comer. Preguntamos a la gente en la calle sin recoger recomendaciones confiables. Probamos el “Hotel San Carlos” de Carlos D. Schroh (Mitre 830, te. 02922-464500). El comedor se llenó de gente gozando de un sábado primaveral y comimos una rica comida casera, sin sorpresas.
Coronel Pringles tiene una tradición de valorar el aporte de Salamone y una agrupación de ciudadanos hicieron lo posible para que las autoridades de turno respetaran sus dos imponentes edificios. La gran fuente y la plaza que rodea la municipalidad están ordenadas. Todo necesita pintura y ese cariño que caracteriza el cuidado aplicado en Carhué.
El despacho del Intendente ha sido renovado con una decoración modernoso – poco a poco las líneas estrictas del Deco van perdiendo su nitidez – víctimas del desfile de políticos con estéticas propias. Ahora los muebles de Salamone parecen fuera de foco, anacrónicos en un ambiente donde la función aniquila cualquier intento de expresión de belleza o por lo menos coherencia.
El matadero con su singular torre que lleva la inscripción ‘MATADERO MODELO’, ha tenido un destino social en los últimos tiempos. Una vez museo de carruajes, hoy es el centro de un proyecto agrícola de menor envergadura. La burocracia trepa sobre las instalaciones de faena, pero la infraestructura del viejo matadero sigue casi intacto.
Me acuerdo asistir las primeras jornadas sobre el legado de Salamone en Pringles hace una década. En ese entonces, poco después de la muestra que hicimos en Buenos Aires, había varios legisladores presentando proyectos de ley en La Plata para proteger las obras de Salamone, declarándolas ‘patrimonio provincial’. No prosperaron las iniciativas y el olvido volvió a velar los edificios del excéntrico arquitecto de la pampa.
La próxima escala fue Laprida, otra pequeña ciudad o gran pueblo según el criterio que se quiera aplicar. Es tal vez la joya más completa de la Ruta. Las calles del centro fueron cortadas, mientras que los estudiantes celebraban la llegada de la primavera con música y baile, concentrando sus actividades en la plaza de Salamone en frente de la municipalidad. El ejemplar edificio de Salamone ha perdido su escala con la construcción de una fea torre de departamentos pegada a un lado. Parece que hay una orden en la jerarquía del perfil de una plaza – se ha comprobado en el interior de Uruguay. Primero se planta la iglesia, luego la municipalidad, el banco, y hoy la torre de departamentos: cada uno quiere superar los otros en altura. El error fue de Salamone, de ubicar su edificio en una vereda con terrenos adyacentes disponibles.
Laprida tiene una intendente que ha impuesta una paleta de rosa en el interior del edificio. Ha bajado techos, achicado oficinas, amononando al interior a desmedro del diseño original de Salamone. Los majestuosos muebles de los 1930 ya se ven arrinconados, reliquias de otra época. Me fui con un agridulce sabor al tratar de determinar el futuro del legado de Salamone. Si tomó medio siglo para rescatar la Biblioteca Nacional de los destrozos de la humedad y el Museo Nacional de Bellas Artes de las goteras sobre los cuadros ¿qué destino se puede esperar para los singulares obras de Salamone?
En todo caso, la obra más grandiosa de Salamone es el portal del cementerio de Laprida. También el progreso le ha quitado vuelo. Antes quedaba al final de una gran avenida de frondosos árboles. Hace poco podaron los árboles a su más mínima expresión, dejando la entrada en un lamentable estado de desnudez. El cartel que nombra Salamone como el creador del proyecto ha desaparecido desde mi visita previa. De todos modos, el portal se impone sobre el horizonte de la pampa como una Torre Eiffel o la Estatua de la Libertad sobre sus particulares entornos. Por supuesto, hay que ver para creer…
El matadero sigue intacto – hoy explotado por el Frigorífico Aller SRL, y funciona a la escala que Salamone había previsto. Uno de los dos empleados, que vive en el lugar, estaba limpiando los restos de una faena de cerdos, preparando para la llegada de una tropa de reses. El único cambio en los últimos diez años es la pérdida de las icónicas letras – M A T A D E R O – cada una de medio metro de alto – que se distinguía desde la distancia, junto con la torre del cementerio, al acercarse de la pampa.
Salimos hacia la ruta. En el camino vimos a un cartel que anunciaba ‘La Estancia El Olvido’. Parecía cerrar el ciclo. El pasado es un estado futuro en Argentina: el presente es una constante espera para un futuro que se convierte en pasado antes de que ocurriera.
En el camino hacia Azul, el paradero final de nuestra Ruta, la policía provincial nos paró. Una chapa chilena es como un imán. Fue la primera vez desde la frontera y no me acordaba donde había guardado todos los documentos relevantes, sobre todo mi licencia de conducir vigente. Para ganar tiempo, entregué un permiso internacional vencido. El cabo llevó todo a su jefe. Volvió con una sonrisa: “Su carnet está vencido. El comisario quiere hablarle.”
Por suerte en el interludio encontré el permiso chileno y lo presenté. Las sonrisas desaparecieron en el acto. Me devolvió la documentación sin mirarme y dijo al cabo: “Puede seguir…” ¿Cuánto me hubieran quitado estos buitres si no había encontrado el documento?
Azul es toda una ciudad, con encanto y personalidad. Tuvo su auge hace un siglo y los restos de un breve momento de gloria siguen casi intactos. La mano de Salamone decoró la plaza principal y la entrada de otra. Llegó un par de décadas tarde para poder hacer la municipalidad. Pero impuso la obra más conocida de su carrera: el gigante ángel que guarda el portal del cementerio. A pesar de graffiti y superficies de pintura saltada, su presencia es descomunal, inesperada…
Nos instalamos en el Gran Hotel Azul, donde habíamos empezado el recorrido con Micky Wolfson hace diez años. Es un hotel de 120 habitaciones y solo una docena de huéspedes. Un grupo económico ha comprado la carcasa para restaurarla con casino y agregar todas las comodidades de la postmodernidad. Los cuartos son amplios, con techos altos, pisos de parquet – todo rescatable y en gran parte reciclable.
Salimos a buscar un restaurant que se llamaba “El Rincón de Burgos”. Nos enviaron a la cercana calle Burgos. Nada que ver, se encontraba en otras esquinas. Caminando por Burgos, sin embargo, encontramos un pequeño boliche, “El Rancho 1880” (Olavarría y Burgos, te. 435758). La dueña había logrado una decoración campestre, con infinidades de productos regionales, y solo ofrecía bandejas de quesos y fiambres, todas deliciosas.
Cuando mencioné Salamone, la dueña dijo que su madre fue hermana de la mujer de Salamone y una dama en la mesa al lado nos retó por no haber hecho escala en Balcarce, donde tiene tres importantes obras. Sentía algo de alivio: ¡Salamone existe! Hay gente que lo tiene en cuenta…
El último día hicimos nuestra primera compra importante: una manta salteña tejida con colores fuertes, y firmada en cada franja por su autora Rosalía Taquichiri A. “El Rincón Monalisa” de Juan José Vidal (Olavaria 449 esq., te 02281-425112) es una mezcolanza de todos los intereses estéticos de una familia. Uno se dedica a la miel, otro a hacer muebles en madera, otra a buscar bellas artesanías – después de ver tantas malas ‘artesanías’ – revive la esperanza…
Almorzamos en el Restaurante y Parrilla ‘La Amistad’ (H. Irigoyen 368, te 43-5368). Habíamos sido rechazados la noche anterior: la parrilla tiene muchas amistades en Azul. Hoy también se llenó poco después de que llegamos primeros. Probamos morcillas y chorizos, mollejas y riñones, un jugoso bife: todo con este gusto de parrilla que solo se encuentra en un lugar así en la Argentina.
La Ruta de Salamone se terminó, tres intensos días de aventura y confirmación. Salamone sí vale la pena, Bernardita me lo respaldó. No es para todos. Pero en un mundo donde se homogeneiza tanto, un plato fuerte, hasta agresivo tiene su lugar en el menú estético que busca sorprender, hasta asombrar.
1 comentario:
hortori 1858Creo haber leído que el edificio de la municipalidad de Morón, también es diseño de Salamone.-
Publicar un comentario